El arte de la palabra

06/10/2003
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Hace días conversaba con mi traductor en Francia, Richard Roux, que es también profesor de literatura, y me decía que ni siquiera en la tierra de Voltaire y Balzac, Rimbaud y Simone de Beauvoir, los alumnos tienen hoy el hábito de leer literatura; si lo hacen es por leer y no por placer; leen trozos, capítulos, resúmenes, pero no la obra entera. En el Brasil esta constatado el mismo fenómeno. Como observa Claudio Willer, "las investigaciones demuestran niveles elevados de analfabetismo funcional y nuestros estudiantes, al faltarles el habito de la lectura, escriben y se expresan mal, y tienen dificultades de razonamiento e interpretación de la realidad". Son muchos los factores que contribuyen a que algunos alumnos universitarios no sepan redactar una carta sin errores de sintaxis y con concordancia o distinguir lo literario de lo no literario cuando están ante una crónica de Machado de Assis o una carta del banco. Falta literatura en los currículos escolares y son raras las bibliotecas de calidad en las instituciones de enseñanza y en los municipios del país. No se sabe lo que no se aprende. Y sin aprendizaje no hay discernimiento ni juicio crítico, corriendo el peligro de confundir el Génesis, primer libro de la Biblia, con una banda de roqueros. Vivimos en la era de la imagen, bajo el dominio de la informática. El aluvión de imágenes vicia el ojo, hipnotizándolo con el impacto de la instantaneidad, en el que se funden pasado, presente y futuro. Se pierde progresivamente la percepción del carácter histórico del tiempo. Ahora todo parece asequible. En el siglo 20 la cinematografía introdujo un nuevo concepto de tiempo. Ya no el concepto lineal, histórico, que recorre la Biblia, o las pinturas de Fra Angélico o el Don Quijote de Cervantes. En una película predomina la simultaneidad. Se suprimen las barreras entre tiempo y espacio. El tiempo adquiere carácter espacial, y el espacio carácter temporal. En la película la mirada de la cámara y del espectador pasan con toda libertad del presente al pasado y de éste al futuro. No hay continuidad ininterrumpida. La televisión, que nació por los año 40, llevó eso al paroxismo: frente a la simultaneidad de tiempos distintos, el único anclaje es el aquí-y-ahora del televidente. Ni hay durabilidad ni dirección irreversible. La línea maestra de la historicidad –en la que se apoyan el relato bíblico y la predicación cristiana- se diluye en el cóctel de sucesos donde todos los tempos se funden. Fred Astaire aparece muerto y sobre su ataúd se exhiben documentales de sus éxitos en que aparece vivo, bailando en sus películas musicales. De ese modo, poco a poco, se apaga el horizonte histórico, como las luces de un escenario después del espectáculo. La utopía sale de escena, lo que le permitió a Fukuyama vaticinar: "Terminó la historia". Al contrario de lo que advierte Cohelet en el Eclesiastés, ya no hay tiempo para construir ni para destruir, para amar y para odiar, para hacer la guerra y para establecer la paz. El tiempo es ahora. Y en él se sobreponen construcción y destrucción, amor y odio, guerra y paz. La felicidad, que en sí resulta de un proyecto temporal, se reduce pues al mero placer instantáneo derivado, preferentemente, de la dilatación del ego (poder, riqueza, proyección personal, etc.) y de los 'toques' sensitivos (óptico, epidérmico, gustativo, etc.). La utopía es privatizada. Se resume en el éxito personal. La vida ya no se mueve por ideales ni se justifica por la nobleza de las causas abrazadas. Basta con tener acceso al consumo que trae un excelente confort: el apartamento de lujo, la casa en la playa o en la montaña, el carro nuevo, el teléfono celular, el computador, los viajes de placer. Una isla de prosperidad y de paz inmune a las tribulaciones circundantes de un mundo movido por la violencia. El cielo en la tierra, prometen la publicidad, el turismo, el nuevo equipo electrónico, el banco, la tarjeta de crédito… Ni la fe escapa a la sustracción de la temporalidad. El reino de Dios deja de situarse 'al frente' para ser esperado 'en la cima' . Cual mero consuelo subjetivo, la fe se reduce a la esperanza de salvación individual. Es el pasaporte que garantiza al fiel su entrada en el cielo, libre de las asperezas de este tiempo de vida mortal. Por influencia del cine y de la televisión ahora el tiempo está confinado al carácter subjetivo. Experimentarlo es tener una conciencia tópica del presente. Si en la Edad Media lo sobrenatural justificaba la atmósfera que se respiraba, y en el Iluminismo era la esperanza de futuro la que justificaba la fe en el progreso, ahora lo que importa es el presente inmediato. Se busca ávidamente la eternización del presente. Michael Jackson es eternamente joven y son multitudes las que maltratan su cuerpo como quien sorbe el elixir de la juventud. Moriremos todos saludables y esbeltos. La destemporalización de la existencia va de la mano con la desculpabilización de la conciencia. Una misma persona vive diferentes experiencias sin preguntarse por principios morales o religiosos, políticos o ideológicos. ¿No hay pastores y obispos corruptos y utopías que terminaron en opresión? ¿No muestra la televisión al honesto de ayer, estafador hoy, y al bandido haciendo gestos humanitarios? ¿Dónde reside la frontera entre el bien y el mal, lo cierto y lo erróneo, lo pasado y lo futuro? "Todo lo que es sólido se deshace en el aire" irrespirable de este comienzo de siglo cuya temporalidad se fragmenta en cortes y desleimientos, close-ups y flashbacks, muchas nostalgias y pocas utopías. Mientras las iglesias tratan de llegar a la modernidad, el mundo naufraga en los vientos de la posmodernidad. Sin embargo, hay algo de positivo en esa simultaneidad, en ese aquí-y-ahora que nos imponen como negación del tiempo. Es la búsqueda de la interioridad. Del tiempo místico como tiempo absoluto. Tiempo síntesis/supresión de todos los tiempos. Kairós. Es así como irrumpe la eternidad: eterna edad. Puro gozo. Donde la vida es tierna. En las artes, la música y la poesía se aproximan, de modo ejemplar, a esa simultaneidad que volatiliza el tiempo, imprimiéndole un carácter atemporal. En la música nuestros oídos captan sólo la articulación de unas pocas notas; mas perdura en la emoción el recuerdo de todas las notas que ya sonaron antes. En sí la melodía es inasible, igual que el poema, que es una sucesión rítmica de sílabas y palabras sutiles. Lo que existe es la resonancia de la nota y de la palabra en nuestra subjetividad. De ese modo la secuencia se instaura en nosotros. No es el tiempo cortado en pasado, presente y futuro. Es el presente interminable. El tiempo infinito. Como en el amor, en que lo cotidiano es apenas sólo la marca ordinaria de una inspiración extraordinaria. Pero estamos tratando de literatura: sujeto, verbo y predicado. En el computador el lenguaje queda reducido a un código exiguo que subvierte toda la estructura del lenguaje. La velocidad del medio impone a la escritura una economía de palabras que se traduce en indigencia de significados. Es como si estuviéramos regresando a los sonidos guturales del tiempo de las cavernas. Ante las reconvenciones de una madre preocupada, la hija de quince años que insistía en salir de casa a medianoche para asistir a una fiesta, preguntó: "¿Y el quico?" La madre supuso que se trataba de un amigo de la jovencita y reaccionó diciendo: "¿Quién es Quico?" "Quico, dice la hija, es lo que yo tengo que ver con eso". Los griegos no tenían textos sagrados ni castas sacerdotales. Gracias a la literatura de Homero, producida ocho siglos antes de Cristo, los griegos se apropiaron de una herramienta epistemológica que, todavía hoy, nos da la impresión de que ellos intuyeron todos los conocimientos que la ciencia moderna llegó a descubrir. ¿Qué sería de nuestra cultura sin la matemática de Pitágoras, la geometría de Euclides, la filosofía de Sócrates, Platón y Aristóteles? ¿Qué sería de la teoría de Freud sin el teatro de Sófocles, Eurípides y Esquilo? Los hebreos le otorgaron al tiempo, gracias a los persas, un carácter histórico y una naturaleza divina. Y produjeron una literatura monumental –la Biblia- que inspira a tres grandes religiones: judaísmo, cristianismo e islamismo. Suprímase el libro de esas tradiciones religiosas y ellas perderían toda identidad y propósito. Y sin embargo, ¿qué escuela exige a sus alumnos que lean a los autores bíblicos? Conozco estudiantes que, al oír hablar de la pelea entre David y Goliat, creían que se trataba de dos luchadores de boxeo. Y otro suponía que las cartas de San Pablo se llamaban así por haber sido escritas en la ciudad de São Paulo. Un libro tiene comienzo, medio y fin. Como la vida. Las grandes narrativas favorecen nuestra visión histórica y crean el caldo de cultivo en el que brotan las utopías. Pues sin utopía no hay ideal y sin ideal no hay valores ni proyectos. La vida se reduce a un juguete a expensas de las oscilaciones del mercado. La literatura es el arte de la palabra, y como todo arte recrea la realidad, subvirtiéndola, transformándola, revelando su reverso. Por eso, todo artista es un clon de Dios, pues imprime a lo real un carácter ético y un sabor estético, superando el lenguaje usual y reflejando, de modo sorprendente, la imaginación creadora. Sin literatura corremos el peligro de encaminarnos hacia la mezquindad de los argots burocráticos, a la farsa del economista que lo explica todo y no justifica casi nada, a la cháchara estéril del lenguaje televisivo, a la logorrea de los discursos políticos, condenándonos a la visión estrecha y a la pobreza de espíritu alejada de cualquier bienaventuranza. Salvemos la literatura, para que podamos salvar a la humanidad. * Traducción de José Luis Burguet.
https://www.alainet.org/de/node/108536?language=es
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