Por la integridad!

14/09/2004
  • Español
  • English
  • Français
  • Deutsch
  • Português
  • Opinión
-A +A

“La Hacienda Nacional no es de quien os gobierna. Todos los depositarios de vuestros intereses deben demostraros el uso que han hecho de ella”.

Simón Bolivar. Enero, 1814





Una de las mayores taras que soporta actualmente la economía y la sociedad es la corrupción, la cual ha hecho metástasis, a tal punto que, a juicio de Peter Eigen, Presidente de Transparencia Internacional “...la corrupción puede ser el obstáculo más devastador que se opone al desarrollo económico, social y político en países que carecen de sistemas políticos abiertos”. Según una encuesta nacional de percepción empresarial sobre la corrupción en la contratación con el Estado[1], la mitad de las adquisiciones del Estado contenían sobornos y el promedio de los cobros ascendía hasta el 16.3% del monto de los contratos y cerca del 11% de las asignaciones públicas estarían siendo desviadas para fines distintos a su destinación legal. Cuando se llega a tales extremos los especialistas del Banco Mundial hablan de lo que ellos denominan “ el Estado capturado”. Se arriba a tal aberración cuando la capacidad de personas naturales o jurídicas influye – a través de prácticas corruptas – en los procesos de alta decisión estatal, forman leyes, reglas y políticas gubernamentales, con clara ventaja para unos pocos.

Colombia se raja

Para el país constituye un verdadero baldón la percepción que se tiene sobre los alarmantes índices de corrupción que lo agobia. Según estudio reciente de esa misma agencia, Colombia obtiene una calificación bastante baja, de sólo 3.7% sobre 10. Entre 133 países de la muestra que sirvió de base a la encuesta, Colombia se sitúa en el nada honroso puesto 59. Cabe resaltar que, entre los 19 países de América Latina que fueron objeto de medición y en donde cunde esta lacra, ocupa el sexto lugar, el que comparte con Perú y Salvador.

Mucho se discute cuánto le cuesta al país este fenómeno, tan perturbador como lacerante, que corrompe hasta los tuétanos a las instituciones democráticas, conturbadas y escarnecidas por el poder enervante de la violencia que la azota. Esta se nutre de la corrupción y además le sirve de catalizador. Curiosamente, según los estimativos más confiables, una y otra le representan al país 4 puntos del PIB cada una. Es evidente que ellas se erigen como dos de los mayores escollos por superar, para que Colombia retome la senda de su desarrollo. De allí que no resulte aventurado afirmar que los corruptos le causan a este país tantos estragos como los que le ocasionan los violentos de toda laya y condición, a quienes por lo demás no pocas veces delata su punible y dañado ayuntamiento de unos y otros. Ellos, al igual del gato con botas que inmortalizó Charles Perrault, que alternaba en los más altos círculos de la Corte, se saben incrustar por sus intersticios en una sociedad cada vez más laxa y permisiva. El umbral de la tolerancia se ha tornado cada vez más elástico, merced a “…una noción instantánea y resbaladiza de la felicidad: queremos siempre un poco más de lo que ya tenemos, más y más de lo que parecía posible, mucho más de lo que cabe dentro de la Ley y lo conseguimos como sea, aún contra la Ley”[2]. Y lo peor es que al final, en más de una ocasión, como en el cuento de marras, con sus estratagemas logran burlar el cerco de los organismos de control y terminan saliéndose con la suya.

El delito es su arma, la impunidad su recompensa

La ausencia de una estrategia anticorrupción bien articulada, lleva a quienes son proclives a la comisión del delito o a aquellos que se ven tentados a caer en el garlito, a sopesar entre los costos y los beneficios inmanentes a la comisión del mismo. Entre los primeros se cuentan la posiblidad de ser denunciado, la posibilidad de ser procesado y por último la posibilidad de ser sancionado; estos son cotejados con la cuantía del botín y la rapidez con la que puede obtener la ganancia por delinquir. Para los corruptos, como lo afirma José Darío Pérez Murcia, funcionario de la Unidad de Delitos contra la Administración Pública de la Fiscalía General de la Nación, “…el delito es su arma y la impunidad su recompensa”[3]. De allí la importancia del empoderamiento ciudadano en la lucha en contra de la corrupción, para que esta pueda ser eficaz. Al control disciplinario de la Procuraduría, al control fiscal de la Contraloría y a la acción penal de la fiscalía, es preciso apuntalarlo con el control social. A ello apunta nuestra Ley 850 del 18 de noviembre de 2003, la cual reglamenta las veedurías ciudadanas y les ofrece a estas el apoyo requerido, para hacer de ellas el arma más potente en contra de la corrupción y los corruptos de todos los pelambres.

Uno de los reparos que se le hace a la “intromisión” del control ciudadano es que ello entraba y entorpece la administración. Pero, lo que ocurre es que, como afirmaba José María Vargas Vila, “a los topos los mata la luz”, en tanto que “los hombres honrados no le temen ni a la luz ni a la oscuridad”[4]. Ningún funcionario público se debe sustraer al principio de accountability, sobre todo después de la Constitución de 1991, que privilegió la democracia de participación sobre la de representación de enantes. El artículo 270 de la misma remitió a la Ley en referencia la organización de las formas y los sistemas de dicha participación, que no pueden quedar al garete, pues “no existe una soberanía popular en sí, por fuera de los procedimientos reglados de sus ejercicio. Los entes colectivos como el pueblo, no existen sino en cuanto expresiones procedimentales[5].

Olivos y aceitunos, todos son unos

Ahora bien, el fenómeno de la corrupción se extiende por igual tanto al sector público como al privado; es más, por lo general, los actos de corrupción pasan por la connivencia y/o el encubrimiento de ambos. El enfoque dominante en la literatura sobre el tema es hacia el sector público, siendo este el blanco principal de las denuncias y de los escándalos, pues la opacidad del sector privado en este aspecto hace menos visibles sus tropelías. No se puede, entonces, endilgar la corrupción a la esfera de lo público, pues sus efectos deletéreos no conocen fronteras ni límites. Hablando de su etiología, se propalan las hipótesis más variadas, desde la “razonabilidad” de John Rawls, hasta el “racionalismo” de la escuela de Chicago; la primera privilegia “las ideas fundamentales de la cultura política pública, lo mismo que en los principios y concepciones de la razón práctica que comparten los ciudadanos”, la cual se contrapone a quienes conjeturan que “un análisis del intervencionismo sería incompleto si no hiciera referencia al fenómeno de la corrupción”[6].

A este respecto, resulta lapidario el aserto de George Soros cuando apunta sentenciosamente que “Los mercados son fascinantemente amorales, mientras que la sociedad necesita de estructuras morales, una diferencia entre el bien y el mal. Y, en la medida que permitimos que los valores del mercado se vuelvan todopoderosos, estamos minando la moral  del resto de la sociedad”[7]. Y los acontecimientos recientes, que envolvieron en un mayúsculo escándalo a empresas tan poderosas como la ENRON y PARMALAT, sorprendidas con las manos en la masa, in fraganti, haciendo malabares con su “contabilidad creativa”, para timar a sus socios y al fisco, parecen darle la razón. De allí que en los Estados Unidos, después de pregonar la desregulación, como paradigma de la “nueva economía” se esté revirtiendo dicha tendencia y ahora, quienes critican los supuestos excesos regulacionistas del Estado, hablan de la “exuberancia normativa”, para referirse a la profusión de requerimientos administrativos, tendientes a sofrenar la voracidad de los yuppies.

El desencanto ciudadano

Uno de los efectos colaterales más grave de la corrupción es el desencanto de los ciudadanos y la pérdida de confianza por parte de ellos en el establecimiento. La política y los políticos han perdido credibilidad, se han desacreditado y se tienen en la más baja estima por parte del ciudadano de a pié. Lo propio podemos afirmar de las corporaciones públicas, que son hoy en día las más vilipendiadas y vituperadas, a tal punto que en el más reciente Latinobarómetro un crecido núcleo de la sociedad Ltinoamericana se ve seducida por regímenes autoritarios, en desmedro de la democracia, cada vez más desdeñada. A más del 50% de los latinoamericanos le importa un bledo la suerte del sistema democrático y estarían dispuestos a favorecer un régimen de facto, con tal de que este le soluciones sus problemas, principalmente el desempleo y la corrupción[8]. En Colombia, entre 1996 y el 2004, bajó 14 puntos el porcentaje de quienes prefieren la democracia a cualquier otra forma de gobierno, al pasar del 60% al 46%, muy por debajo del promedio latinoamericano, que se sitúa en el 53%! El panorama es inquietante: el 94% de los colombianos señala la corrupción como uno de los problemas más graves que enfrenta la sociedad colombiana y el Estado.




De la sumatoria de crísis no resueltas que aquejan a Colombia, tal vez la más grave y aguda de ellas es la crisis de confianza, pues esta socava, y de qué manera(!), la gobernabilidad. Cuando esta está en entredicho empiezan a tambalear las bases que soportan la legitimidad de las instituciones y cuando esta se pierde, sobreviene el caos y la disolución. Por ello, hay que actuar pronto y de manera decidida para erradicar el cáncer de la corrupción, que corroe los cimientos de nuestra Nación. No le falta razón a la OEA, cuando consagró en el Preámbulo de la Convención Interamericana contra la corrupción, que “El combate contra la corrupción fortalece las instituciones”. Y en esta guerra frontal contra la corrupción y contra los corruptos, es imprescindible la acción ciudadana, para evitar el efecto disruptivo que ella provoca, persiguiendo en caliente a quienes acechan en cada esquina, en espera de una oportunidad para seguir haciendo de las suyas.

* Amylkar D. Acosta Medina es Presidente Sociedad Colombiana de Economistas

Bogotá, septiembre 15 de 2004

www.amylkaracosta.com



[1] Confecámaras. Probidad II. Bogotá, mayo de 2002

[2] Gabriel García Márquez

[3] La Revista de El Espectador. Marzo, 17 de 2002

[4] Thomas Fuller

[5] Mauricio García. De la participación democrática y de los partidos políticos. Comisión Nacional de juristas.

[6] Ludwig von Mises. La acción humana: un Tratado de Economía.

[7] George Soros. Globalización.

[8] Amylkar D. Acosta M. Latinoamérica en barrena. Septiembre, 1 de 2003

https://www.alainet.org/de/node/110553

Del mismo autor

America Latina en Movimiento - RSS abonnieren