La comida para las personas
29/09/2007
- Opinión
Decir que existe una relación entre las huelgas recientes en Nigeria y el precio del huevo en el mercado mundial provocaría risas. Sin embargo, la apuesta de algunos países de la UE y de EE UU por la producción de combustibles a partir de cultivos como el maíz, el trigo o la caña de azúcar, explica parte de esa relación.
El precio del maíz en México subió de manera drástica el año pasado, cuando la demanda del cultivo en Estados Unidos para la producción de biocombustibles se disparó. Sucedió algo similar con la demanda de la caña de azúcar en otras partes del mundo.
Hoy, grandes productores de petróleo miembros de la OPEP, como Irán y Venezuela, se encuentran en el punto de mira de Estados Unidos, mientras la situación en Iraq se tambalea. Además de disparar los precios del crudo, estos conflictos políticos, económicos y sociales en los países productores de petróleo han despertado viejos fantasmas en los países ricos, que ya sufrieron la crisis del petróleo de 1973.
Para no repetir la historia, buscan con desesperación nuevas fuentes de energía. Durante los últimos años, los biocombustibles han gozado de buena prensa y han despertado el entusiasmo público al presentarse como una alternativa real al consumo del petróleo. Pero los análisis más recientes comienzan a desvelar no sólo una ineficiencia de la producción de estos combustibles y la generación de problemas como el desatado en México por el aumento del precio del maíz, sino que empieza a destapar nuevas realidades. Sobre todo, a plantear desde la ética la utilización de productos comestibles como el trigo y el maíz para producir energía en un mundo en el que casi 900 millones de personas padecen hambre.
La producción de maíz y de trigo se ha multiplicado en muchos países para cubrir la creciente demanda de los biocombustibles. Las casi 1.700 millones de toneladas de grano que estima el Consejo Internacional de Granos (CIG) para este año romperán todas las marcas anteriores, que ya mostraban una tendencia al alza. Sin embargo, la CIG reconoce que el consumo humano de grano se ha mantenido estable mientras la población mundial en los países empobrecidos se dispara. Al mismo tiempo, la demanda de grano para la alimentación del ganado aumenta en países como China, cuya población se puede permitir, cada vez más, comer carne. Ya se escucha desde hace algunos años la consigna “que nos traten como vacas”.
La creciente demanda de los granos ha elevado su precio en el mercado global y afectado a miles de millones de seres humanos que dependen del maíz, del trigo y del azúcar para poder comer. Los precios siguen el mismo curso que la cadena alimenticia: si aumentan los del trigo, la carne, la leche y todos sus derivados se encarecen. Además, el aumento tan marcado de la producción de cultivos como el maíz ha reducido la de otros como la soja, cuyo precio aumenta por la falta de oferta. Y se fomentan los monocultivos, tan dañinos para las tierras y para las economías locales.
Algunos científicos plantean la necesidad de incrementar la efectividad de las cosechas, así como utilizar los transgénicos para elevar el volumen de producción. Al margen de la controversia que despierta la modificación genética de los cultivos, se trata de técnicas caras que sólo aumentarán el coste de los biocombustibles.
También se dice que en países tan extensos como Brasil y Ucrania existen muchas tierras arables “desperdiciadas”. Sin embargo, la distancia a la que se encuentran de los grandes mercados, además de la precariedad de las redes de comunicación para el transporte, apunta hacia el encarecimiento del producto final.
Críticas más serias se centran en la creación de un mal que las nuevas alternativas buscan erradicar: la contaminación. Si se utiliza electricidad del carbón para convertir trigo en etanol, no habrá una reducción en las emisiones de gases de efecto invernadero. Sucede algo similar si se utilizan fertilizantes provenientes del gas natural. Pero lo más difícil de digerir es el rompedero de cabeza para producir combustibles a partir de alimento potencial para millones de personas que padecen hambre con el fin de reducir las emisiones de los coches y que algunos puedan conducir sin cargo de conciencia.
- Carlos Mígueles es periodista
Fuente: Centro de Colaboraciones Solidarias (CCS), España.
El precio del maíz en México subió de manera drástica el año pasado, cuando la demanda del cultivo en Estados Unidos para la producción de biocombustibles se disparó. Sucedió algo similar con la demanda de la caña de azúcar en otras partes del mundo.
Hoy, grandes productores de petróleo miembros de la OPEP, como Irán y Venezuela, se encuentran en el punto de mira de Estados Unidos, mientras la situación en Iraq se tambalea. Además de disparar los precios del crudo, estos conflictos políticos, económicos y sociales en los países productores de petróleo han despertado viejos fantasmas en los países ricos, que ya sufrieron la crisis del petróleo de 1973.
Para no repetir la historia, buscan con desesperación nuevas fuentes de energía. Durante los últimos años, los biocombustibles han gozado de buena prensa y han despertado el entusiasmo público al presentarse como una alternativa real al consumo del petróleo. Pero los análisis más recientes comienzan a desvelar no sólo una ineficiencia de la producción de estos combustibles y la generación de problemas como el desatado en México por el aumento del precio del maíz, sino que empieza a destapar nuevas realidades. Sobre todo, a plantear desde la ética la utilización de productos comestibles como el trigo y el maíz para producir energía en un mundo en el que casi 900 millones de personas padecen hambre.
La producción de maíz y de trigo se ha multiplicado en muchos países para cubrir la creciente demanda de los biocombustibles. Las casi 1.700 millones de toneladas de grano que estima el Consejo Internacional de Granos (CIG) para este año romperán todas las marcas anteriores, que ya mostraban una tendencia al alza. Sin embargo, la CIG reconoce que el consumo humano de grano se ha mantenido estable mientras la población mundial en los países empobrecidos se dispara. Al mismo tiempo, la demanda de grano para la alimentación del ganado aumenta en países como China, cuya población se puede permitir, cada vez más, comer carne. Ya se escucha desde hace algunos años la consigna “que nos traten como vacas”.
La creciente demanda de los granos ha elevado su precio en el mercado global y afectado a miles de millones de seres humanos que dependen del maíz, del trigo y del azúcar para poder comer. Los precios siguen el mismo curso que la cadena alimenticia: si aumentan los del trigo, la carne, la leche y todos sus derivados se encarecen. Además, el aumento tan marcado de la producción de cultivos como el maíz ha reducido la de otros como la soja, cuyo precio aumenta por la falta de oferta. Y se fomentan los monocultivos, tan dañinos para las tierras y para las economías locales.
Algunos científicos plantean la necesidad de incrementar la efectividad de las cosechas, así como utilizar los transgénicos para elevar el volumen de producción. Al margen de la controversia que despierta la modificación genética de los cultivos, se trata de técnicas caras que sólo aumentarán el coste de los biocombustibles.
También se dice que en países tan extensos como Brasil y Ucrania existen muchas tierras arables “desperdiciadas”. Sin embargo, la distancia a la que se encuentran de los grandes mercados, además de la precariedad de las redes de comunicación para el transporte, apunta hacia el encarecimiento del producto final.
Críticas más serias se centran en la creación de un mal que las nuevas alternativas buscan erradicar: la contaminación. Si se utiliza electricidad del carbón para convertir trigo en etanol, no habrá una reducción en las emisiones de gases de efecto invernadero. Sucede algo similar si se utilizan fertilizantes provenientes del gas natural. Pero lo más difícil de digerir es el rompedero de cabeza para producir combustibles a partir de alimento potencial para millones de personas que padecen hambre con el fin de reducir las emisiones de los coches y que algunos puedan conducir sin cargo de conciencia.
- Carlos Mígueles es periodista
Fuente: Centro de Colaboraciones Solidarias (CCS), España.
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