A modo de ficción:
Apócrifo romano
17/10/2008
- Opinión
En la frontera del Imperio y del mundo, un hombre anciano se lamentaba día y noche y esperaba inútilmente la muerte. Mientras esperaba decía esta historia a quienes se arriesgaban a llegar hasta allí:
He descubierto que en los subsuelos del Imperio mi nombre es maldito. Perseguir a los que me recuerdan así sería inútil y solo aumentaría la triste fama que prolongará mi sombra hasta el fin de los tiempos. Me recordarán por un solo día, apagado para siempre en Palestina.
Cuando comenzaron las protestas (no contra mi gobierno ni contra el Imperio, sino contra un solo hombre) no pensé en la gravedad de un hecho tan insignificante. Yo sabía que al Cesar sólo podría importarle el orden, no la justicia; además, el rebelde no era romano.
Diré que yo, de alguna forma, sabía mi destino, como alguien que ha recibido la revelación en un sueño absurdo que rápidamente hecha en el olvido. Durante las protestas pensé, una y otra vez, en la memoria de aquel pueblo que yo gobernaba. También sabía del caso de un reo griego, filósofo o charlatán de profesión, que había sido condenado a muerte y los eruditos lo recordaban más a él que a Pericles. Yo aprendí en aquella tierra, ahora lejana, que la Eternidad depende de ese momento confuso y fugaz que es la vida. Roma no es eterna y un día sólo será recuerdo de piedras y libros; y no será lo mejor del Imperio lo que recordará el porvenir.
Cuando todos me pedían que crucificara al rebelde y nadie sabía por qué, pedí consejo a otros menos grandes que yo. A los romanos no les importaba o se divertían, por lo que debí recurrir, varias veces, a Joacim de Samaria, un hombre sabio que antes quise usar para entender a su pueblo.
"Dime, Joacim", le pregunté aquel día o el día antes, "¿Qué puedo hacer yo en estas circunstancias? Debo ser juez y no alcanzo a distinguir el agua clara del agua mala. ¿Es que acaso puedo hacer algo? He oído que el mismo rebelde ha anunciado su muerte, así como otros de tu pueblo anunciaron su llegada".
"El mundo está en tus manos", dijo el anciano.
"No!", grité, "...aún no está en mis manos. Antes seré Emperador en Roma".
"Tal vez Roma y todas las Romas por venir te recuerden por éste día, mi rey".
"¿Y qué dirá de mí?"
"¿Cómo saberlo? Yo soy un hombre ciego", contestó el anciano.
"Tan ciego como cualquiera. ¡Daría mis ojos por ver el futuro!"
"Aunque tuvieses mil ojos no lo verías, mi rey, porque el futuro no existe para los hombres. Sólo existe en Dios que lo abarca todo".
"Si tu dios lo sabe, ¿entonces, el futuro existe en alguna parte", razonó el gobernador. "Si Dios o el rebelde pueden predecir lo que ocurrirá, lo que está por hacerse ya fue hecho..." concluí, con elocuencia. Me sentí satisfecho de aquel triunfo sobre el sabio extranjero.
Cuando el rebelde estuvo delante de mí, el gobernador comencé a interrogarlo, titubeante; supe que era una forma indigna para un futuro Cesar y casi no contuve la cólera.
"¿Así que tú eres rey?", pregunté.
"Tú lo has dicho", dijo aquel hombre, oscuro y sereno como si nada le importase. "Vine a este mundo para traer la Verdad. Y aquellos que pueden entenderla me escucharán".
"¿Y qué es la verdad?", me apresuré a preguntar, seguro de que no tendría una respuesta tan grande.
Hubo un silencio infinito por respuesta. En seguida volvió a estallar la multitud impaciente: "¡Que suelten al hijo del hombre!", comenzó a gritar la multitud, refiriéndose a otro reo que había usado las armas contra Roma, no las palabras. Y los Césares siempre temerán más a las palabras que a las armas.
Traté de ser cauteloso. Calculé mis posibilidades. Comprendí que si elegía mal, Palestina ardería en llamas. Tantos no se podían equivocar, por lo que la decisión debía ser una en la mente clara de un rey.
Cuando los soldados acabaron de azotar al rebelde, el volví a sacar al reo y le dijo al pueblo:
"Miren, aquí está, lo he sacado para que vean que no encuentro en él delito alguno".
Pero el pueblo volvió a insistir:
"Mátenlo, crucifícalo...!"
"Mejor llévenlo y crucifíquenlo ustedes mismos", fue mi respuesta.
"No, nosotros no podemos", volvieron a gritar, casi al unísono. A un lado, los señores de la Ley esperaban con paciencia que la masa enardecida reparase el orden sagrado.
Entonces, vi entrar al Rebelde y le preguntó:
"¿De dónde eres tú, que me pones en este cruce de caminos?"
Pero el Rebelde no contestó esta vez como no había contestado la vez anterior.
"¿No piensas responderme? ¿No sabes que tengo autoridad para crucificarte o para dejarte en libertad?"
"No tendrías ninguna autoridad si Dios no te la hubiera dado".
Entonces yo, el gobernador de Palestina, finalmente cedí ante la multitud o ante la arrogancia de aquel reo. Decidí por el bien de la Ley farisea y por la paz de Roma.
Entregué al peligroso rebelde para la cruz, y como el suyo no era un delito contra los dioses sino contra la política del César y de nuestros aliados, lo hice ajusticiar junto con otros ladrones.
Los gritos de aquel día llegaron hasta el palacio. El pueblo y sus sacerdotes quedaron satisfechos. Menos una infame minoría. La minoría de siempre.
Lo crucificaron al mediodía y, hasta la media tarde, toda la tierra se oscureció. Un frío profundo cubrió palacio y quizás la ciudad entera.
"¿Qué es lo que ocurre, mi rey?", preguntó Joacim, desde algún rincón oscuro.
"Tú no puedes verlo, pero toda la Tierra se ha oscurecido y es por el Rebelde", murmuré.
"Roma y el mundo te recordarán por este día", dijo el ciego.
"¿Cómo puedo ser yo el culpable? ¿Acaso no dices tú que Dios conoce lo que pasó y lo que vendrá? Si tu Dios sabía que hoy me equivocaría, ¿cómo podría yo ser libre de no hacerlo?"
"Escucha, mi rey", dijo el ciego, "yo no puedo ver el presente que tú ves. Tampoco puedo ver el futuro. Sin embargo, ahora yo sé, casi como antes lo sabía el rebelde, que te equivocaste. Pero este conocimiento, oh, mi rey, ¿acaso suprime algo de la libertad que tuviste este día para elegir?"
Quizás eso son el destino y la libertad juntos. Ahora sólo me queda el consuelo de que aquel puñado de hombres y mujeres un día será el mismo pueblo de Roma. Mi fama se extenderá, oscura y maldita sobre la tierra, pero yo volveré a ser el honorable gobernador de una provincia del imperio, decidiendo con libertad a favor de su destino. Y volveré a ser infamemente recordado por otro puñado de reos, sólo por cumplir con mi deber divino. Ahora conozco definitivamente mis otros destinos. Pero volveré a creer que soy libre, investido con todo el poder de Roma.
He descubierto que en los subsuelos del Imperio mi nombre es maldito. Perseguir a los que me recuerdan así sería inútil y solo aumentaría la triste fama que prolongará mi sombra hasta el fin de los tiempos. Me recordarán por un solo día, apagado para siempre en Palestina.
Cuando comenzaron las protestas (no contra mi gobierno ni contra el Imperio, sino contra un solo hombre) no pensé en la gravedad de un hecho tan insignificante. Yo sabía que al Cesar sólo podría importarle el orden, no la justicia; además, el rebelde no era romano.
Diré que yo, de alguna forma, sabía mi destino, como alguien que ha recibido la revelación en un sueño absurdo que rápidamente hecha en el olvido. Durante las protestas pensé, una y otra vez, en la memoria de aquel pueblo que yo gobernaba. También sabía del caso de un reo griego, filósofo o charlatán de profesión, que había sido condenado a muerte y los eruditos lo recordaban más a él que a Pericles. Yo aprendí en aquella tierra, ahora lejana, que la Eternidad depende de ese momento confuso y fugaz que es la vida. Roma no es eterna y un día sólo será recuerdo de piedras y libros; y no será lo mejor del Imperio lo que recordará el porvenir.
Cuando todos me pedían que crucificara al rebelde y nadie sabía por qué, pedí consejo a otros menos grandes que yo. A los romanos no les importaba o se divertían, por lo que debí recurrir, varias veces, a Joacim de Samaria, un hombre sabio que antes quise usar para entender a su pueblo.
"Dime, Joacim", le pregunté aquel día o el día antes, "¿Qué puedo hacer yo en estas circunstancias? Debo ser juez y no alcanzo a distinguir el agua clara del agua mala. ¿Es que acaso puedo hacer algo? He oído que el mismo rebelde ha anunciado su muerte, así como otros de tu pueblo anunciaron su llegada".
"El mundo está en tus manos", dijo el anciano.
"No!", grité, "...aún no está en mis manos. Antes seré Emperador en Roma".
"Tal vez Roma y todas las Romas por venir te recuerden por éste día, mi rey".
"¿Y qué dirá de mí?"
"¿Cómo saberlo? Yo soy un hombre ciego", contestó el anciano.
"Tan ciego como cualquiera. ¡Daría mis ojos por ver el futuro!"
"Aunque tuvieses mil ojos no lo verías, mi rey, porque el futuro no existe para los hombres. Sólo existe en Dios que lo abarca todo".
"Si tu dios lo sabe, ¿entonces, el futuro existe en alguna parte", razonó el gobernador. "Si Dios o el rebelde pueden predecir lo que ocurrirá, lo que está por hacerse ya fue hecho..." concluí, con elocuencia. Me sentí satisfecho de aquel triunfo sobre el sabio extranjero.
Cuando el rebelde estuvo delante de mí, el gobernador comencé a interrogarlo, titubeante; supe que era una forma indigna para un futuro Cesar y casi no contuve la cólera.
"¿Así que tú eres rey?", pregunté.
"Tú lo has dicho", dijo aquel hombre, oscuro y sereno como si nada le importase. "Vine a este mundo para traer la Verdad. Y aquellos que pueden entenderla me escucharán".
"¿Y qué es la verdad?", me apresuré a preguntar, seguro de que no tendría una respuesta tan grande.
Hubo un silencio infinito por respuesta. En seguida volvió a estallar la multitud impaciente: "¡Que suelten al hijo del hombre!", comenzó a gritar la multitud, refiriéndose a otro reo que había usado las armas contra Roma, no las palabras. Y los Césares siempre temerán más a las palabras que a las armas.
Traté de ser cauteloso. Calculé mis posibilidades. Comprendí que si elegía mal, Palestina ardería en llamas. Tantos no se podían equivocar, por lo que la decisión debía ser una en la mente clara de un rey.
Cuando los soldados acabaron de azotar al rebelde, el volví a sacar al reo y le dijo al pueblo:
"Miren, aquí está, lo he sacado para que vean que no encuentro en él delito alguno".
Pero el pueblo volvió a insistir:
"Mátenlo, crucifícalo...!"
"Mejor llévenlo y crucifíquenlo ustedes mismos", fue mi respuesta.
"No, nosotros no podemos", volvieron a gritar, casi al unísono. A un lado, los señores de la Ley esperaban con paciencia que la masa enardecida reparase el orden sagrado.
Entonces, vi entrar al Rebelde y le preguntó:
"¿De dónde eres tú, que me pones en este cruce de caminos?"
Pero el Rebelde no contestó esta vez como no había contestado la vez anterior.
"¿No piensas responderme? ¿No sabes que tengo autoridad para crucificarte o para dejarte en libertad?"
"No tendrías ninguna autoridad si Dios no te la hubiera dado".
Entonces yo, el gobernador de Palestina, finalmente cedí ante la multitud o ante la arrogancia de aquel reo. Decidí por el bien de la Ley farisea y por la paz de Roma.
Entregué al peligroso rebelde para la cruz, y como el suyo no era un delito contra los dioses sino contra la política del César y de nuestros aliados, lo hice ajusticiar junto con otros ladrones.
Los gritos de aquel día llegaron hasta el palacio. El pueblo y sus sacerdotes quedaron satisfechos. Menos una infame minoría. La minoría de siempre.
Lo crucificaron al mediodía y, hasta la media tarde, toda la tierra se oscureció. Un frío profundo cubrió palacio y quizás la ciudad entera.
"¿Qué es lo que ocurre, mi rey?", preguntó Joacim, desde algún rincón oscuro.
"Tú no puedes verlo, pero toda la Tierra se ha oscurecido y es por el Rebelde", murmuré.
"Roma y el mundo te recordarán por este día", dijo el ciego.
"¿Cómo puedo ser yo el culpable? ¿Acaso no dices tú que Dios conoce lo que pasó y lo que vendrá? Si tu Dios sabía que hoy me equivocaría, ¿cómo podría yo ser libre de no hacerlo?"
"Escucha, mi rey", dijo el ciego, "yo no puedo ver el presente que tú ves. Tampoco puedo ver el futuro. Sin embargo, ahora yo sé, casi como antes lo sabía el rebelde, que te equivocaste. Pero este conocimiento, oh, mi rey, ¿acaso suprime algo de la libertad que tuviste este día para elegir?"
Quizás eso son el destino y la libertad juntos. Ahora sólo me queda el consuelo de que aquel puñado de hombres y mujeres un día será el mismo pueblo de Roma. Mi fama se extenderá, oscura y maldita sobre la tierra, pero yo volveré a ser el honorable gobernador de una provincia del imperio, decidiendo con libertad a favor de su destino. Y volveré a ser infamemente recordado por otro puñado de reos, sólo por cumplir con mi deber divino. Ahora conozco definitivamente mis otros destinos. Pero volveré a creer que soy libre, investido con todo el poder de Roma.
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