El eterno retorno de Quetzalcóatl (IV)

04/12/2008
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El oro y la sangre

Cuando la democracia de Atenas es cuestionada por los otros pueblos que la rodeaban, sus embajadores argumentan que el reclamo de justicia era propio de los vencidos, ya que nunca nadie había esgrimido antes este argumento cuando pudo tomar algo por la fuerza. Por lo tanto —no sin paradoja—, era justo que Atenas fuese un imperio. (Tucídides)

Diferente, entre los pueblos amerindios —como en Che Guevara, en contra de la lógica marxista—, subsistía la idea de que el poder no es mera cuestión de fuerza sino de moral. Tanto Atahualpa como Moctezuma sufren de la mala conciencia de sus poderes ilegítimos y por eso son fácilmente derrotados por un puñado de ambiciosos aventureros de la nueva Europa. En lo que sigue de la colonización, para Amerindia la codicia del mundo material será uno de los valores contrarios a la moral y, por ende, al poder legítimo.

Creo que podemos resumir más de cinco siglos de historia latinoamericana con esta dinámica cósmica o semiótica: el elemento principal de la codicia, de la ilegitimidad, del mal del mundo disfrazado de belleza, es el oro; el elemento opuesto, la sangre. Si la sangre mueve el mundo, el oro lo destruye desacralizando la sangre, que es el espíritu del Cosmos.

La idea que equipara el oro al favoritismo de Dios será propia de la ética calvinista y en casos de la práctica católica, aunque no de su teología. Los incas y otros pueblos sometidos por los españoles, comenzaron a comprender que los hombres-dioses no podían ser Quetzalcóatl ni Viracocha, ya que carecían de las virtudes morales del gobernante legítimo. Su mayor defecto, la ambición de riquezas. Huamán Poma de Ayala describe a los europeos como bestias codiciosas: “Cada día no se hacía nada, cino todo era pensar en oro y plata y riquezas de las indias del Piru. Estaban como un hombre desesperado, tonto, loco, perdidos el juicio con la codicia del oro y la plata. A veces no comía con el pensamiento de oro y plata. A veces tenían gran fiesta, pareciendo que todo oro y plata tenían dentro de las manos”. Eduardo Galeano recuerda una anécdota de Humboldt que, en 1802 demostraba la persistencia del oro-pecado entre la población indígena. Astorpilco, un descendiente de incas, “mientras caminaba le hablaba de los fabulosos tesoros escondidos bajo el polvo y las cenizas. ‘¿No sentís a veces el antojo de cavar en busca de los tesoros para satisfacer vuestras necesidades?’, le preguntó Humboldt. Y el joven contestó: ‘Tal antojo no nos viene. Mi padre dice que sería pecaminoso. Si tuviésemos las ramas doradas con todos los frutos de oro, los vecinos blancos nos odiarían y nos harían daño’” (Venas, 1971). Otra historia popular cuenta, según Carlos Fuentes, que José Gabriel Condorcanqui —Tupac Amaru— en 1780 se rebeló contra la autoridad española, capturó al gobernador y “puesto que los españoles habían demostrado semejante sed de oro, Tupac Amaru […] lo ejecutó obligándole a beber oro derretido” (Espejo, 1992). Abusando del mismo simbolismo, en 1781 los españoles diseñaron al rebelde una muerte ejemplar, cortándole la lengua primero —quitándole la palabra—, tratando luego de despedazarlo tirando en vano de sus extremidades por cuatro caballos, hasta que decidieron degollarlo. Luego cortaron manos y pies debajo de una horca inútil. Juan Gelman, en Exilio (1984), entiende que “Europa es la cuna del capitalismo y al niño ese, en la cuna, lo alimentaron con oro y plata del Perú, de México, Bolivia, Millones de indios americanos tuvieron que morir para engordar al niño”.

El pecado nace de la sangre del indio y crece, como los dioses españoles llegados del mar, comiendo oro y plata.

Una de las tesis centrales de Las venas abiertas de América Latina (1971) —la referencia al oro y la sangre es implícita desde el título— puede resumirse en una frase que establece una continuidad del ritual profano que produce el sangrado: “Cuánto más codiciado por el mercado mundial, mayor es la desgracia que un producto trae consigo al pueblo latinoamericano que, con su sacrificio, lo crea”. En 1957, en Colombia, “el baño de sangre coincidió con un período de euforia económica para la clase dominante: ¿es lícito confundir la prosperidad de una clase con el bienestar de un país?” (Venas).

Para América Latina, la profanación principal, subyacente en la tradición narrativa, escrita y oral, ha sido la venta de sangre, la desacralización del sacrificio por la explotación materialista. Quienes entienden al beneficio económico como objetivo y principal motor de cualquier empresa, no podrán comprender aquello que llamarán irracionalidad de un pueblo salvaje. Por otra parte, este pueblo no ha articulado aún un pensamiento propio que considere este factor interior, reemplazándolo históricamente con ideas europeas, como el liberalismo en el siglo XIX y el marxismo o el neoliberalismo en el siglo XX. En 1968, Mario Benedetti entendía que “el desarrollo no es en sí mismo una calidad moral. […] el mundo del subdesarrollo (que es a su vez víctima y dividendo del mundo desarrollado) no sólo debe crear su ética en rebeldía, su moral de justicia, sino también proponer una autointerpretación de su historia” (Revolución). En el siglo XX, la desacralización del mundo material, la explotación de la tierra, la fiebre del oro, estarán resumidos en la cultura popular que se produce en el centro del capitalismo mundial.

El análisis de Ariel Dorfman sobre El pato Donald de Walt Disney, además de apuntar a los valores ideológicos de la historieta, revela el punto de vista histórico latinoamericano: el mundo colonialista de Disney no sólo cumple con una función opresora, sino que además representa la desacralización del cosmos: la ambición del oro, representada hasta su extremo en Tío Rico, que trivializa la vida humana y hace de la naturaleza un mero objeto de explotación. Se excluye el amor, observan Ariel Dorfman y Armand Matterlart. La concepción de la existencia está basada en la desacralización y la trivialización, resumida en el siguiente diálogo. “‘¡Bah, el talento, la fama y la fortuna no lo son todo en la vida’” —dice Donald—. ‘¿No? ¿Qué otra cosa queda?’, preguntan Hugo, Paco y Luis al unísono. Y Donald no encuentra nada que decir, sino: ‘Er… Humm… A ver… Oh-h’” (Donald).

En su libro Persona non grata (1973) el chileno Jorge Edward recuerda a Fidel Castro en la Universidad de Priceton y más tarde el ofrecimiento de un millón de dólares por parte de un productor de Hollywood por la odisea del Granma y de Sierra Maestra. Fidel rechazó diciendo que no le interesaba el dinero. Eso revela, dice el autor, la actitud norteamericana ante la Revolución cubana. Para quienes defendieron la Revolución, la anécdota revela la actitud revolucionaria ante la cultura materialista del mercado. Se decía que Ernesto Guevara firmaba los nuevos billetes cubanos simplemente “Che”, como una forma de desdén al valor material del dinero. De forma explícita lo puso en un discurso: la sociedad revolucionaria todavía no había alcanzado el estado de liberación del salario y el orden derivado de la circulación del dinero (Obra, 1967).

De la misma forma que la impronta de moros y judíos sobrevive la limpieza étnica y cultural desde Fernando e Isabel, de igual forma los ritos, el arte y los mitos más profundos de la América precolombina sobrevivirán en el continente mestizo.

En la cosmología amerindia, la muerte del mártir se convierte en victoria moral y, por lo tanto, en memoria y ejemplo contra el poder ilegítimo por la codicia. Incluso un emperador originalmente cuestionado como Atahualpa se convertirá en ejemplo de resistencia, como más tarde, una vez derrotado el ambicioso imperio español en el contexto mundial, “lo hispánico” resurgirá como la fuerza contraria al materialismo norteamericano. El oro, otra vez, al ser desacralizado se convierte en el símbolo del mayor pecado. La sangre de América Latina se convierte en mercancía y, por lo tanto, en el mayor sacrilegio, en el defecto moral de oprimidos y opresores. Resistir este pecado es un mandato moral y se mide con un sacrificio que a veces llega al ofrecimiento de la sangre propia. Un poeta cuya militancia lo llevó a la muerte, como Francisco Urondo, había revelado este sentimiento en sus versos: “nada / nos hará retroceder: le tenemos más miedo al éxito que al / fracaso” (continúa).

Adelanto adaptado del libro del mismo nombre (Jorge Majfud, 2009)

https://www.alainet.org/de/node/131275
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