Apego al poder y el espectro de la muerte
29/08/2009
- Opinión
Una de las características del poder es la de generar en muchos de quienes lo ocupan la pretensión de perpetuarse en él. Nada más trágico para tales personas que su pérdida: se quedan con la autoestima baja, se sienten abandonadas por sus antiguos correligionarios, lamentan el no poder usufructuar ya los privilegios y las prebendas de antes. De ahí el empeño de tantos políticos para perpetuarse en el poder. Al defenderse en el Senado, Sarney presumió de llevar allí ¡55 años!
La cuestión del poder adquiere relieve con el surgimiento de la ciudad-Estado, a inicios del 4º milenio a.C., que es cuando el ser humano comienza a desprenderse del ciclo de la naturaleza. Ya no basa su identidad en los vínculos comunitarios de la sociedad agraria. Se personaliza su consciencia, se hace señor de su propio destino, libre de las mutaciones ecológicas que antes causaban en él la sensación de fatalidad.
La vida, como fenómeno biológico, adquiere progresivamente contornos históricos. El ser humano se percibe como sujeto, actor social, dotado de conciencia de la responsabilidad y capacidad de interferir en los rumbos de la naturaleza. Las previsiones ya no dependen sólo de la recogida y la extracción; surge la actividad productiva. El mundo deja de ser una realidad dada; pasa a ser transformado y construido.
La fundación de la ciudad-Estado, al invertir la relación del ser humano con la naturaleza, le hace percibir que ya no es él quien debe adaptarse a ella sino que es ella la que debe someterse a la voluntad de él. La invención del ladrillo, tal como lo comprueba el episodio de la torre de Babel (Génesis 11), le permite al ser humano fabricar la base material del mundo. La producción en serie le libra de los condicionamientos ambientales y climáticos.
De ese modo se altera la función de la divinidad, a la que la naturaleza y la humanidad le estaban implacablemente sujetas. Antes los dioses actuaban movidos por fuerzas oscuras que escapaban del control humano. Ahora son vistos como fundamento y reflejo de la jerarquía que caracteriza a la ciudad-Estado. El rey es considerado mediador entre los órdenes celestial y terreno. Él interviene no sólo en la naturaleza sino también en la historia.
A pesar de haber sido revestido de sacralizad, las leyes que promulga ya no proceden de la imposición de los dioses. Son obra humana, susceptible de limitaciones y errores, interpretaciones y cuestionamientos. Y la muerte, encarada hasta entonces como inevitable degradación o accidente dictado por el ciclo de la naturaleza, pasa a ser mirada bajo la óptica de la tragedia.
La historia del rey sumerio Gilgamesh ilustra ese atávico apego de muchos al poder. Nos llega a través de la Epopeya, escrita en idioma acadio en una tabla de barro del siglo 8º a.C. Gobernador de la ciudad-Estado de Uruk, en Mesopotamia (actual Iraq), Gilgamesh habría vivido en el 2650 a.C. La lista sumeria de los reyes lo anota como el quinto de la primera dinastía. Su función mítica se asocia a la nueva visión del poder: el grado supremo al que puede ascender una persona, comparada con los dioses, y la muerte pasa a ser considerada inaceptable, puesto que los dioses no mueren.
Gilgamesh se queja de que, al crear los seres humanos, los dioses los hicieron mortales y se reservaron para sí el privilegio de la inmortalidad. Y se indigna al descubrir que las funciones de poder son perennes, pero que los hombres que las ocupan no.
A su vez, los ciudadanos de Uruk protestan por la tiranía de Gilgamesh. Criticado por sus súbditos, siente la soledad del poder. Necesita de un amigo, un alter ego, que no lo encuentra en Uruk. Entonces se entera, por un cazador, de la existencia de Enkidu, que vive en el desierto y comparte la vida de los animales salvajes. Es el hombre que andaba buscando. Se enfrentan las dos violencias: la de la naturaleza (Enkidu) y la de la ciudad-Estado (Gilgamesh). Éste envía una comitiva a Enkidu con la misión de traerlo desde el mundo rural al mundo urbano.
Después que Enkidu hiciera un trato con una ramera, los animales del desierto ya no ven en él a un igual y pasan a temerlo. Como sucede en muchos mitos, incluso en el Génesis, es la mujer la que introduce al hombre en el discernimiento y en la vida civilizada. Enkidu encuentra a Gilgamesh al entrar en la ciudad y surge entre ambos una profunda amistad. Unidos, se sienten tan fuertes que desafían a los dioses. La alianza entre ellos refuerza el apego al poder. La perennidad se asocia a la omnipotencia. Pero Enkidu enferma y muere. Sucede lo imprevisto.
Gilgamesh, solitario, se indigna y se niega a aceptar la muerte. Se convierte en “el gran hombre que no quiere morir”, dice el texto. Decide marchar y aprender con Uta-napishti -único sobreviviente del diluvio- la receta de la vida sin fin. El poderoso no admite que la muerte lo destrone del poder.
Shamash, el dios Sol, le advierte: “Tú nunca encontrarás la vida sin fin que buscas”. Gilgamesh no se conforma con encontrar sólo, después de la muerte, un estado de inanición y de sueño sin fin. Uta-napishti insiste ante Gilgamesh para que éste admita no merecer de los dioses el privilegio de la inmortalidad.
El poder lo puede todo, excepto evitar que los poderosos sean “derribados de sus tronos y, por la muerte, despedidos con las manos vacías”, como canta María en el Magnificat (Lucas 1,46-55).
- Frei Betto es escritor, autor de “Calendario del poder”, entre otros libros.
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Traducción de J.L.Burguet
https://www.alainet.org/de/node/136018?language=es
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