Profecía y martirio en Monseñor Oscar Romero
23/03/2010
- Opinión
Introducción:
La dimensión profética no fue la única dimensión del trabajo apostólico de Monseñor Romero. También fue pastor, maestro y administrador. Pero no se puede comprender adecuadamente lo fundamental de su misión y de su martirio, sin reconocer la centralidad de su palabra profética[1]. Profecía y martirio han estado estrechamente vinculados en la vida de Monseñor Romero. En este sentido, Monseñor Romero es considerado un profeta en la línea de los grandes profetas de Israel.
En efecto, José Luis Sicre[2] un experto biblista en los profetas de Israel, sostiene que “un auténtico profeta en el sentido bíblico de la palabra surge rara vez. En la historia de Israel quizás no hubo más que ocho o diez. Ustedes (los salvadoreños) – afirma Sicre - han tenido la suerte de haber conocido a uno de ellos: Monseñor Romero”.
- La tradición profética
1.1 La profecía es algo fundamental para la fe judeo-cristiana. . Es considerada una de las formas fundamentales que tiene Dios para manifestar su voluntad sobre la historia y una de las formas para responder y corresponder a esa voluntad de Dios.
1.2 La vocación profética se sostiene sobre tres ejes fundamentales: primero, la convicción de que el futuro del mundo es el reino de Dios (liberación total y global de la creación); segundo, la contrastación crítica del anuncio del reino de Dios con una situación histórica determinada y, tercero, la relación dialéctica entre utopismo y profetismo, de tal modo que si al profetismo cristiano le faltara utopía correría el peligro de caer en el pragmatismo ineficaz y, si a la utopía le faltara profetismo caería en el idealismo estéril e ingenuo[3].
1.3 El mensaje profético se puede organizar en torno a dos grandes núcleos: la denuncia y el anuncio. Ambos aspectos son necesarios y esenciales en los planes de Dios. Si se presentan por separado o desencarnados de la realidad pierden su eficacia histórica.
1.4 La denuncia profética expresa un profundo realismo, desenmascarando la manipulación de Dios, la injusticia social, el imperialismo militar y el imperialismo económico.
1.5 El anuncio abre a la realidad hacia nuevas y mejores posibilidades (otro mundo mejor es necesario y posible): la convivencia humana puede y debe ser justa, racional y fraterna. El establecimiento del derecho y la justicia para el débil es prioridad en los planes de Dios, y debe ser central en los proyectos humanos que se inspiren en esa visión.
1.6 La palabra profética es una palabra parcial, una palabra novedosa, una palabra atacada y una palabra conflictiva.
(a) Palabra parcial, porque expresa la opción amorosa de Dios hacia aquellos amenazados o aniquilados en su vida misma.
(b) Palabra novedosa, porque anuncia una convivencia radicalmente distinta a la establecida (vivir con dignidad, en justicia, en verdad, con misericordia).
(c) Palabra atacada, porque es perseguida cuando pone al descubierto los males de la realidad y a sus responsables.
(d) Palabra conflictiva, porque en ella se expresa la voluntad de Dios contra el pecado del mundo. No es una palabra negociadora ni condescendiente con la miseria humana.
2. Rasgos de la denuncia profética en Monseñor Romero
2.1 Algunos de los rasgos esenciales de su profetismo son los siguientes:
(a) La profecía de Monseñor Romero, partió de su amor y de su compromiso hacia los pobres.Monseñor Romero consideraba que la Iglesia traicionaría su mismo amor a Dios y su fidelidad al evangelio si dejara ser “voz de los sin voz”, si dejara de ser defensora de los derechos de los pobres, si dejara de ser animadora de todo anhelo justo de liberación, si dejara de ser orientadora, potenciadora y humanizadora de toda lucha legítima para construir una sociedad más justa[4]. Según Monseñor Romero, el mundo de los pobres nos enseña dónde debe encarnarse la Iglesia para evitar la falsa universalización que termina siempre en connivencia con los poderosos. El mundo de los pobres nos enseña cómo ha de ser el amor cristiano que busca ciertamente la paz, pero desenmascara el falso pacifismo, la resignación y la inactividad. El mundo de los pobres nos enseña que la sublimidad del amor cristiano debe pasar por la imperante necesidad de la justicia para las mayorías y no debe rehuir la lucha honrada. El mundo de los pobres nos enseña que la liberación llegará no sólo cuando los pobres sean puros destinatarios de los beneficios de gobiernos o de la misma Iglesia, sino actores y protagonistas de su lucha y de su liberación[5]. La denuncia profética de Monseñor Romero, pues, no es una denuncia que parte de valores abstractos o de mundos genéricos. Al igual que los profetas bíblicos, la suya es una palabra historizada: parte del mundo de los pobres (oprimidos y reprimidos) y de su especial preocupación y amor por ellos.En Israel eran huérfanos, viudas, emigrantes. En El Salvador eran campesinos, catequistas, miembros de organizaciones populares, integrantes de las comunidades eclesiales de base, sacerdotes, religiosos, torturados, masacrados, desaparecidos.
(b) Monseñor Romero vinculó la exigencia de justicia con la experiencia y la voluntad de Dios. Monseñor Romero aprendió quién y cómo es Dios a partir de la experiencia de Dios que tuvo Jesús de Nazaret. Por eso afirmaba con convicción humana profunda – sin retórica clerical – que “el Dios de los cristianos no tiene que ser otro, sino el Dios de Jesucristo, el que se identificó con los pobres, el que dio su vida por los demás, el Dios que mandó a su hijo Jesucristo a tomar una preferencia sin ambigüedades por los pobres”[6]. Como profeta de la justicia Monseñor Romero desenmascaró la idolatría de la riqueza por ser una de las principales causas que produce inequidad, irrespeto a la dignidad humana y concentración de recursos. “Entre nosotros – afirmó Monseñor – siguen siendo verdad las terribles palabras de los profetas de Israel. Existen los que venden al justo por dinero y al pobre por un par de sandalias; los que amontonan violencia y despojo en sus palacios; los que aplastan a los pobres; los que hacen que se acerque un reino de violencia, acostados en sus camas de marfil; los que juntan casa con casa y anexionan campo a campo hasta ocupar todo el sitio”[7]. Y hablando del vínculo entre Dios, justicia y pobres decía: “Hay un criterio para saber si Dios está cerca de nosotros o está lejos: todo aquél que se preocupa del hambriento, del desnudo, del pobre, del desaparecido, del torturado, del prisionero, de toda carne que sufre, tiene cerca de Dios…La religión consiste en esa garantía de tener a Dios cerca de mi porque le hago el bien a mis hermanos”[8]. La exigencia de justicia vinculada a la voluntad de Dios (Dios escucha el clamor de los oprimidos y sale en su defensa), es un rasgo fundamental de los verdaderos profetas y fue un rasgo propio de Romero.
(c) La profecía de Monseñor Romero también fue hacia dentro de la Iglesia.No cabe duda de que Monseñor Romero fue un hombre de Iglesia. No era un burócrata de lo sagrado ni un eclesiástico al margen de la vida del pueblo. Ser una persona de Iglesia significó para él mantener en la propia historia salvadoreña el proyecto y la persona de Jesús. Esto implicó un modo de ser Iglesia: Iglesia encarnada en el mundo (porque Dios actúa en la historia humana), Iglesia servidora de los pobres (porque son víctimas de la injusticia), Iglesia universal y latinoamericana (puso en práctica el espíritu del Concilio Vaticano II y de las Conferencias Episcopales latinoamericanas de Medellín y Puebla. Desde ese modo de ser Iglesia no ocultó ni minimizó las limitaciones, errores y pecados de la Iglesia. Según Monseñor Romero, el profeta debe también denunciar los pecados internos de la Iglesia.Y si la Iglesia denuncia injusticias, debe estar dispuesta también a que se le denuncie y está obligada a convertirse. Y los pobres son el grito constante que denuncia, no sólo la injusticia social, sino también la poca generosidad de la Iglesia[9]. Estaría muy triste – afirma Monseñor - una Iglesia que se sintiera tan dueña de la verdad que rechazará todo lo demás. Una Iglesia que sólo condena, una Iglesia que sólo mira el pecado en los otros y no mira la viga que lleva en el suyo, no es la auténtica Iglesia de Cristo[10]
(d) El profetismo de Monseñor Romero mantuvo la importancia del cambio de estructuras, sin eludir la necesidad de la conversión personal. Con vehemencia insistió en la necesidad de descubrir los mecanismos sociales que hacen del obrero o del campesino personas marginadas. Decía que estos mecanismos se deben descubrir para no ser cómplices de esa maquinaria que está haciendo cada vez gente más pobre, marginados, indigentes. Sólo por ese camino de conversión se podrá encontrar paz con justicia[11]. Pero, en ese mismo contexto de cambios estructurales, también planteó la necesidad de la conversión personal. Ante un mundo que necesita transformaciones sociales evidentes – dijo – cómo no le vamos a pedir a los cristianos que encarnen la justicia del cristianismo, que la vivan en sus hogares y en su vida, que traten de ser agentes de cambio, que traten de ser hombres y mujeres nuevos. Porque de nada sirve cambiar estructuras, si no tenemos hombres y mujeres nuevos que manejen esas estructuras. El cambio que predica la Iglesia es a partir del corazón del hombre. Hombres y mujeres nuevos que sepan ser fermento de sociedad nueva[12]. El cambio del corazón (lo más profundo de cada uno) lo consideró un presupuesto básico para que las nuevas estructuras no se vuelvan tan opresoras como las anteriores.
(e) La vocación profética de Monseñor Romero comunicó esperanza con su palabra y con su vida. Las personas cuya esperanza es fuerte, ven y fomentan todos los signos de la nueva vida y están preparados en todo momento para ayudar al advenimiento de lo que se halla en condiciones de nacer. Los profetas no predicen el futuro, sino que ven la realidad presente exenta de las miopías de la opinión pública y de la autoridad. No desean ser profetas, sino que se sienten forzados a expresar la voz de su conciencia, a decir qué posibilidades contemplan y a mostrar a la gente las alternativas que existen. Monseñor Romero, sin duda, fue una de esas personas: cultivadora de los signos de la nueva vida.
Para Monseñor Romero, la esperanza cristiana es, a un mismo tiempo, promesa, quehacer y espera. Promesa: “El pueblo cristiano camina animado por una esperanza hacia el reino de Dios” (utopía). Quehacer: “la esperanza despierta el anhelo de colaborar con Dios, con la seguridad de que si yo pongo de mi parte, Dios hará su parte” (praxis). Espera: “Las horas de Dios también hay que observarlas, hay que esperar cuando pasa el Señor para colaborar con él” (confianza en la fuerza de Dios)[13].
Nuestra esperanza en Cristo – decía Monseñor – nos hace desear un mundo más justo y más fraternal. Por eso la Iglesia está interesada y esperanzada en que nuestro país tenga, fuera y dentro de nuestras fronteras una imagen nueva y mejor. Y por eso el objeto de nuestra esperanza está inseparablemente unido a la justicia social, al mejoramiento real del hombre salvadoreño, sobre todo de las mayorías, a la defensa de sus derechos, del derecho a la vida, a la educación, a la vivienda, a la medicina, al derecho de organización, sobre todo de aquellos que, como los campesinos, son más fácil víctima de la opresión cuando se les priva de tal derecho[14].
Esa esperanza que comunicó Monseñor Romero, no era una esperanza ingenua. Fue una esperanza que iba acompañada de compromiso y quehacer concretos. Más todavía, iba acompañada de sangre y dolor que denunciaba las dificultades objetivas y de malas voluntades que buscaban matar la esperanza activa. Pero sangre también de voluntad de martirio en coherencia radical con la esperanza que se comunicaba[15].
3. ¿Para qué sirve el legado profético y martirial de Monseñor Romero?
Los profetas – Monseñor Romero es considerado profeta y mártir o mártir por ser profeta – vincularon el conocimiento de Dios con la práctica de la justicia. Y eso los llevó a enfrentar problemas concretos, a señalar a sus responsables y a defender a las víctimas. Los llevó a la persecución y en algunos casos al martirio. El modo de ser de Dios: que ve la opresión del pueblo, oye sus clamores, conoce sus sufrimientos y actúa para liberarlos, se vio reflejado en los profetas de Israel y en Monseñor Romero. Con justificada razón el padre Ignacio Ellacuría dijo que, “con Monseñor Romero, Dios pasó por El Salvador”.
En los profetas de Israel y en Monseñor Romero la relación entre la fe y la justicia se constituyó en una buena nueva que irrumpe en un mundo deshumanizado por la opresión y la represión. Unir la fe y la justicia es uno de los legados fundamentales de Monseñor Romero, tan necesario para el mundo de hoy y tan ausente en muchos ámbitos del cristianismo predominante.
Ahora bien, desde una opción que pretenda humanizar tanto al ser humano como a la sociedad en su conjunto, ¿para qué sirve este legado? Digamos que sirve cuando menos para cultivar tres actitudes fundamentales: para saber oír el clamor de las víctimas actuales, para reaccionar ante el sufrimiento con misericordia radical y para seguir luchando por un mundo universalmente solidario y fraternal. Comentemos brevemente cada uno de estos aspectos.
Oír el clamor de las víctimas. Los clamores actuales vienen de diferentes fuentes. Enunciamos algunas: (1) falta de ingresos y recursos productivos suficientes para garantizar medios de vida sostenibles; (2) hambre y malnutrición; (3) mala salud; (4) falta de acceso o acceso limitado a la educación y otros servicios básicos; (5) aumento de la morbilidad y la mortalidad a causa de enfermedades; (6) carencia de vivienda o vivienda inadecuada; (7) entornos que no ofrecen condiciones de seguridad; (8) discriminación y exclusión sociales; (9) falta de participación en la toma de decisiones en la vida civil.
Esta realidad produce muerte lenta a la que hay que añadir la muerte por “inexistencia”, esto es, el surgimiento de grupos humanos que no cuentan ni siquiera como mano de obra barata para ser explotada (población sobrante). En respuesta a este clamor, Monseñor Romero dijo: “Queremos ser la voz de los que no tienen voz para gritar contra tanto atropello contra los derechos humanos; que se haga justicia”[16]
Reaccionar con indignación y misericordia ante el sufrimiento de las víctimas. El verdadero ser humano es el que interioriza en sus entrañas el sufrimiento ajeno. Esta misericordia no es, una entre otras muchas realidades humanas, sino la que define en directo al ser humano. Si falta la misericordia (aunque haya saber, técnica, producción) falta la esencia de lo humano. Por ser misericordioso (no por ser “liberal ante la ley”), Jesús de Nazaret antepone la curación del hombre de la mano seca a la observancia del sábado. Jesús proclama “Dichosos los misericordiosos”. Quien vive según el principio misericordia realiza lo más hondo del ser humano, se hace afín a Jesús y a Dios[17]. La indignación y la misericordia nos permite salir de nuestra indolencia y poner en el centro de las prioridades sociales, políticas, económicas, etc. a las víctimas de la exclusión.
Luchar por un mundo universalmente solidario y fraternal. El profetismo y martirio como lo hemos vivido en América Latina se han constituido en caridad sociopolítica, caridad estructural que va a las causas de los problemas no solo a los efectos. Ignacio Ellacuría, por ejemplo, planteó en su momento la necesidad de una civilización de la pobreza, entendida no como socialización de la miseria, sino como garantía de los derechos humanos para las mayorías populares. Una civilización donde los derechos humanos sean realmente universales.
Ante el mundo convertido en mercado al servicio del capital (hecho dios y razón de ser), ante la desresponsabilización del estado (deja de existir la sociedad y pasa a prevalecer lo privado), ante la marginación fría de la mayoría sobrante, ante la negación de que otro mundo distinto es necesario y posible; se proclama – desde el testimonio profético y martirial - la responsabilidad y la corresponsabilidad de las personas y de las instituciones sociales con la realidad de los pobres (honradez y solidaridad con esa realidad). Afirma la utopía que refuerza la esperanza en el servicio (ya, aquí y ahora), estimulando y posibilitando la presencia y la acción de los nuevos sujetos emergentes: indígenas, la mujer, la juventud, los pobres. Se trata de la actualización de la palabra profética. Una profecía con utopía y una utopía con profecía.
- Carlos Ayala Ramírez (ponencia leída en el congreso “Vivir la memoria de los mártires, realizado en Udine, Italia el 6 y 7 de marzo de 2010)
[1] Cfr. Jon Sobrino, Monseñor Romero, UCA Editores, San Salvador, 1989,pp. 109-170.
[2] Dos de sus principales obras en ese sentido son: “Con los pobres de la tierra”, Ediciones Cristiandad, Madrid, 1984; Los profetas de Israel y su mensaje, Ediciones Cristiandad, Madrid, 1986.
[3] Cfr. Ellacuría, Ignacio, “Utopía y profetismo desde América Latina” en Revista Latinoamericana de Teología, No. 17, 1989, pp. 141-184.
[4] Cfr. Cuarta Carta Pastoral, agosto 1979, No.56.
[5] Cfr. Romero, Óscar, Discurso con motivo del Doctorado Honoris Causa conferido por la Universidad de Lovaina el 2 de febrero de 1980.
[6] Cfr. Homilía 27 de mayo , 1979.
[7] Op.cit. Discurso con motivo del Doctorado Honoris Causa, 1980.
[8] Cfr. Homilía 5 de febrero, 1978.
9. Cfr. Homilía 17 de febrero, 1980
[10] Cfr. Homilía 8 de julio, 1979.
[11] Cfr. Homilía 16 de diciembre, 1979.
[13] Cfr. Homilía 18 de noviembre, 1979.
[14] Cfr. Cartas Pastorales y Discursos de Monseñor Romero, Centro Monseñor Romero, marzo de 2007, p.64.
[15] Op.cit. p.41.
[16] Homilía 28 de agosto de 1977.
[17] Esto lo ha fundamentado con rigor Jon Sobrino en su libro “El principio misericordia”, UCA Editores, San Salvador, 1993.
https://www.alainet.org/de/node/140235
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