El fútbol es arte y religión

02/07/2010
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Soy un analfutbola. O sea, no entiendo nada de fútbol. Siempre que me preguntan a cuál equipo le voy, me quedo tan parado como minero (de Minas Gerais) al que no le gusta el queso.
 
Le fui en mi infancia al Fluminense, de Rio, y al América, de Belo Horizonte. Influencia materna. Más tarde fui atlético por un detalle geográfico: mi abuela vivía frente al estadio, en la avenida Olegario Maciel, en la capital minera. Y nada más. Sin contar la emoción de haber estado en el Maracanã la noche del 14 de noviembre de 1963 para asistir, mezclado con 132 mil hinchas, a aquel que es para muchos el considerado juego de los juegos, la lucha entre Santos y Milán por el Mundial de Interclubes.

Hoy me doy el lujo de asistir por televisión a los partidos del campeonato. Elijo a favor de quién voy. Y no pierdo el Campeonato Mundial. El partido del Brasil es obligatorio.
 
¿Yo dije misa? Sí, sin exageración. Porque en el Brasil el fútbol es religión. Y el juego liturgia. El hincha tiene fe en el equipo. Aunque su equipo sea el farolillo rojo, el hincha cree piadosamente que vendrán días mejores. Por  eso, honra la camiseta, acude al estadio, se mezcla con la multitud, grita, salta, aplaude, llora de tristeza o de alegría, cual devoto que deposita todas sus esperanzas en el santo de su devoción.
 
El fútbol nació en Inglaterra y se hizo arte en el Brasil. En verdad se convirtió en ballet. Aquí tan importante como el gol son los regates. Ellos comprueban que nuestros ases tienen samba en los pies y sentido matemático en la intuición. ¡Observe la precisión de un pase del balón! En el césped, inmenso palco al aire libre, se despliega una bella y extraña coreografía. Haga la experiencia: apague el sonido de la tv y contemple los movimientos de los jugadores cuando chutan. Es una sinfonía de cuerpos alados. Si yo fuera cineasta editaría las escenas más expresivas en cámara lenta y les pondría un fondo sonoro, de preferencia un vals, haciendo acompañar el fluctuar de los cuerpos sobre el verde del engramado.
 
El Brasil tiene 190 millones de técnicos de fútbol. Todos dan su opinión. Y nadie se avergüenza de hacerlo, como si cada uno de nosotros tuviera, en esta materia, autoridad intrínseca. Se puede discordar de la opinión ajena. Pero nadie osaría ridiculizarla.
 
Es lástima que la violencia esté  contaminando las barras de hinchas. Antes ellas anabolizaban, con su  vibración, el desempeño de los jugadores. Ahora dirimen a gritos su posición sobre la hinchada contraria. Y si pierden en el juego insisten en ganar con la fuerza. De seguir así dentro de poco el campo será ocupado, no por el equipo, sino, como un gran circo, por los hinchas. Volveremos al tiempo de los gladiadores, ahora en versión colectiva.
 
Cuando oigo la estridencia de las vuvuzelas, como un enjambre de abejas que nos picara los tímpanos, pienso que los hinchas ya no le ponen atención al juego. Quieren transferir el espectáculo del engramado a los palcos. El ruido de la hinchada pasa a ser más importante que el desempeño de los jugadores.
 
Nuestra autoestima como nación se apoya, sobre todo, en la pelota. No hemos tenido ningún premio Nobel; nuestro único santo, fray Galván, todavía es poco conocido; y nuestro mayor invento -el avión- es cuestionado por los usamericanos. Pero somos el único país del mundo pentacampeón de fútbol. Si la historia de los países europeos del siglo 20 se delimita por dos guerras mundiales, la nuestra está demarcada por las Copas. Y nuestros héroes más populares eran o son eximios jugadores de fútbol. Hasta el punto de que el más completo de ellos, Pelé, mereció el título de rey.
 
La Copa es un acontecimiento tan importante para el Brasil que el día en que juega nuestra selección es feriado. Si ganamos, la nación entra en trance de euforia. Y si perdemos, nos agarrota una triste estupefacción. Cómo si todos preguntaran: ¿cómo es posible que no haya vencido el mejor?
 
Gilberto Freyre percibió nítidamente que en el arte futbolístico brasileño se mezclan Dionisio y Apolo: la emoción y el baile de los regates son dionisíacos; la fuerza de la lucha y la razón de las técnicas son apolíneas.
 
De niño oía los partidos por radio. ¡Cuánta emoción! Se completaba la imaginación con la descripción del narrador. Hoy no hay locutores en la transmisión televisiva, sólo comentaristas. Son lerdos, narran lo evidente y, charlatanes, con frecuencia olvidan lo que sucede en el campo y  se la pasan haciendo consideraciones sobre el juego con sus colaboradores.
 
¿El fútbol se juega en el estadio? El fútbol se juega en la playa, en la calle, en el alma, poetizó Carlos Drummond de Andrade. Con toda razón. (Traducción de J.L.Burguet)
 
- Frei Betto es escritor, autor de
Maricota y el mundo de las letras, entre otros libros. http://www.freibetto.org>  - Twitter:@freibetto

 
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