La plaga
17/11/2010
- Opinión
En su lengua, he’fê era una persona cuerda que siempre te echaba una mano. He’fê decían los más chicos a aquellas cuyo tiempo vivido, cuya juventud acumulada, les había dado más noches de descubrimientos, más días de experiencia. Arrimarse a un he’fê, impregnarse de sus hazañas y reveses eran lecciones que no tenían precio, pero sí mucho valor.
Cuando la brújula no tenía la respuesta y la decisión no era fácil, cualquiera de la comunidad, hombre o mujer, joven o anciano buscaba un he´fê sabio, despierto, con una perspectiva diferente que supiera sacarle del atolladero. El buen he´fê te daría siempre la pregunta adecuada para que tú pudieras responderte.
También llamaban he’fê a quien proponía una reflexión colectiva, atizando un buen debate, que les permitía pensar de forma nueva y diferente, avanzar.
He´fê era la madre que guiñaba el ojo al hijo, que volvía a casa después de haber andado un camino equivocado, pero volvía por su iniciativa y tesón.
He´fê fue quien durante la temporada de lluvias, con menos cosas para hacer en los huertos comunales, salía en nombre del pueblo a visitar las tribus vecinas y saber de ellas, a organizar encuentros para pensar y repensar en común. Al regreso el he´fê, después de descansar y reponerse, contaba lo que fue hablado, y pedía disculpas por lo que pudiera haber malinterpretado.
Con la llegada de la modernidad muchas cosas cambiaron. La propiedad de nadie paso a ser titularidad de cada uno o una. Las asambleas se cuajaron en jerarquías. A los consejos, la mayoría sin valor, se les puso precio. Para cualquier cosa que te preguntaras, alguien de arriba, tenía la respuesta que debías utilizar. Hasta las ocas dejaron de volar juntas, cada una debía superarse por si sola. Y les cuesta más que nunca levantar el vuelo. Las palabras cambiaron poco de forma, pero mucho de contenido. Hoy, a quien decide en nombre de los demás sin deliberar, sin indagar en las preocupaciones comunes, a quien llegó al mando por linaje, herencia o sobornos, a quien no sabe parpadear pero sí levantar la mano, aún se le llama, después de tantos años, igual: la jefa, el jefe.
Y los hogares, los palacios de gobierno, los cuarteles, las fábricas y empresas están saturadas de jefes. Una plaga de mandamases.
- Gustavo Duch Guillot es Ex Director de Veterinarios Sin Fronteras, Colaborador de la Universidad Rural Paulo Freire
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