La crisis profundiza el paro:

Mirar hacia otro lado, subsidiar o crear empleo?

26/12/2010
  • Español
  • English
  • Français
  • Deutsch
  • Português
  • Opinión
-A +A

Según el censo realizado en noviembre de 2010 la población de los Estados Unidos de América (EUA) es de 310,73 millones de habitantes. Claro que de ellos 43 millones, más del 11 por ciento, se alimentan con bonos que reparten los gobiernos nacional, estaduales y municipales. Eso implica que el problema del desempleo va en claro crecimiento a pesar de los predicadores del optimismo. Dicha cifra de subsidiados es un 16% mayor que la existente en 2009. El récord de los que se sostienen de la caridad pública le corresponde a la propia capital imperial, Washington, con un 21,5%. Aproximadamente en el mismo nivel se encuentran los estados de Mississippi, Nuevo México, Oregón y Tennessee. California, el más importante con un producto apenas inferior al del Brasil, atraviesa una crisis social profundísima. Los dependientes de esos subsidios públicos representan casi el 110% del total de la población argentina y el 400% de la de su vecina Cuba.

Frente a esa situación la primera potencia planetaria, además, apuesta a la emisión y depreciación de su moneda como forma de recuperar competitividad internacional y disminuir sus pasivos mientras crecen sus déficits de comercio exterior y los provocados por su política militar de intervenciones directas, como el Afganistán e Irak, o indirectas con sus más de 800 bases por todo el mundo. Como contrapartida en la Unión Europea (UE) se opta por los ajustes, en particular en los países llamados “cerdos”, por sus iniciales del inglés, Portugal, Ireland, Greece y Spain (PIGS), a los que se van sumando otros. España, por ejemplo, ha disminuido drásticamente el soñado “estado de bienestar” y solamente la organización religiosa “Caritas” da de comer a 800.000 desamparados, algo menos del 2% de sus algo más de 45 millones de habitantes.

También existen los que presumen que todo va bien y que los problemas que se plantean, como las protestas sociales, se resuelven por vías de la represión, abierta o encubierta, como sucede en países de América Latina, tales los casos, por ejemplo, de Colombia, México o Perú en los que también se mezclan otras cuestiones como el crecimiento de las mafias de la droga. En algunos de estos mencionados la represión se justifica, además, con cifras macroeconómicas que ocultan la inequidad social en la distribución del ingreso ya que aún en los casos en los que crece la participación del salario en la asignación de recursos se obvia que tal mejora se explica en lo que perciben los integrantes de los primeros deciles. Se trata de un promedio tan irreal como cuando se mide el Producto Interno Bruto (PIB) per cápita.

 

Esta última visión represiva, carente de soluciones, está presente en la Argentina a través de algunos dirigentes políticos opositores como el jefe de Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (CABA), Mauricio Macri quién, además de cuestionar las prácticas de subsidios que otorgan las autoridades nacionales complementa su discurso con una prédica xenófoba contra los inmigrantes llegados desde países limítrofes, en particular Bolivia y el Paraguay, basándose en censos locales que dan una fuerte presencia de ellos en los asentamientos urbanos irregulares. Claro que sin puntualizar que también hay muchos migrantes desde diferentes provincias (aunque el porcentaje de estos tienda a declinar) y aquellos que se trasladan desde una anterior situación de clase media baja a la de pobreza, muchas veces extrema.

 

Planteadas estas variantes que no resuelven la contemporaneidad ni atacan la cuestión a mediano y largo plazo resulta interesante ver las experiencias históricas en la materia como algunas de las que tuvo en cuenta el economista inglés John Maynard Keynes cuando en su “Teoría General de la Ocupación, el Interés y el Dinero” entendía la necesidad de lograr el pleno empleo y se oponía al otorgamiento de subsidios. Cuando alguien no tiene trabajo hay que buscárselo y de no haber nada a mano, aunque fuese improductivo, habría que darle una pala y una botella con el objeto de enterrar ésta y luego desenterrarla de manera tal que siempre tuviese obligaciones y no cayera en la ociosidad. Sus teorías, ya conocidas pero aún no plasmadas en esa obra, encajaban perfectamente con lo ejecutado a partir de 1933, en el marco de la crisis de 1929, por regímenes políticos tan disímiles con el de Franklin Delano Roosevelt en los EUA y el de Adolph Hitler en la Alemania nazi. A lo largo del tiempo estas cosas habían sido preocupaciones de otros economistas anteriores como el escocés Adam Smith y el inglés Thomas Robert Malthus cuyas opiniones al respecto se enmarcaron en las leyes de pobres que se sucedieron en el reino de Inglaterra y Gales, sobre todo la sancionada por la monarca Isabel I en 1601.

 

Ya los romanos habían tenido políticas de subsidios a la pobreza como que en 53 Antes de Nuestra Era (ANE), merecieron la protesta de Marco Tulio Cicerón. En el Medioevo el emperador Carlomagno estableció normas en la materia obligando a los nobles a aportar de sus bolsillos para los más desprotegidos. Poco después, en China, durante la dinastía Song, que gobernó con una estructura que apuntaba a una suerte de despotismo ilustrado donde cada funcionario llegaba a su cargo tras una dura competencia académica, en 1069, se apeló a un revolucionario esquema. El mismo, aplicado por el académico Wang Anshi, mano derecha del emperador, consistió en una mejora de la recaudación con un impuesto a la riqueza, la reducción de los gastos burocráticos y una profunda reforma agraria. Los pobres recibieron fracciones de tierra, el estado les otorgaba préstamos para la siembra y la cosecha y, finalmente, les compraba los excedentes que no hubiesen podido vender. Excedentes que se redistribuían en tiempos de malas cosechas. Otro antecedente a recordar es el de los talleres nacionales implementados por el socialista Louis Blanc, nacido en España, en Francia en 1848 durante el breve gobierno que siguió a la caída del rey Luis Felipe de Orleans.

 

Pero fue el reino de Inglaterra y Gales en que desde la transición del Medioevo a la modernidad dejó todo un corpus normativo sobre el que trabajaron con el correr de las centurias los economistas ya mencionados y muchos otros, cuyas ideas predominaron durante un largo período de la humanidad y que, como en el caso de Keynes, han sido motivo de nuevas valoraciones tras la crisis en que se hundió recientemente el mal llamado “neoliberalismo”, en realidad mucho más ligado a conceptos antitéticos del viejo liberalismo, como los expuestos por Jeremy Bentham en su “Defensa de la usura” que tanto aplaudiera Bernardino Rivadavia en la Argentina.


Como primer antecedente se encuentra ya en 1349 la “Ordenanza de pobres” de Eduardo III en el marco de la “peste negra” que mató entre el 30 y el 40% de la población. Eso provocó un aumento de los salarios y una fuerte inflación. En consecuencia se congelaron precios y salarios y se obligó a trabajar a todo aquél que pudiese hacerlo. Esto fue muy importante como concepto hacia el futuro, ratificado por el Estatuto de Cambridge de 1388 destinado a controlar la existencia de mendigos. En 1495 Enrique VII apeló a ideas represivas por lo que se capturaba a los desocupados, se los ponía en el cepo durante tres días y se lo expulsaba de la ciudad. Naturalmente esto no trajo solución alguna. Enrique VIII en 1530 también apeló a la mano dura y en lugar del cepo apeló a los azotes. No trabajar es la “madre y raíz de todos los vicios”, sostenía el monarca autor de la reforma anglicana. Poco después intentó modificar parcialmente el criterio diferenciando entre incapacitados y vagos pero el tema no fue instrumentado adecuadamente.

 

Un anticipo sumamente interesante fue establecido por el propio Enrique VIII un lustro más tarde, en el mismo año en que hizo ahorcar a Thomas More. Estableció nuevas cargas tributarias sobre el capital y las rentas con destino a la realización de grandes emprendimientos públicos para resolver con ellas el problema del desempleo. Complementariamente, un año después, en 1536 volvió a plantear la cuestión de los azotes para los que no trabajasen. Esto fue agravado por su hijo y sucesor, Eduardo VI, quien en 1547 estableció para los vagabundos dos años de servidumbre y grabarles una “v” en la frente, y hasta la muerte para casos de reincidencia. Postura que continuó con la última de los Tuder, Isabel I, pero con la salvedad, establecida en 1572, de que correspondía diferenciar entre vagos y desempleados. Así fue que en 1597 volvió sobre el tema para establecer, en su “Ley de Pobres” de 1601 la categoría de “pobres merecedores”.

 

El país se encontraba en graves dificultades. El traspaso de la actividad rural basada en la agricultura a la ganadería había expulsado a una enorme cantidad de campesinos de sus tierras en las últimas décadas. Además existía un proceso inflacionario que se relacionaba con la llegada de los metales de América, el incremento demográfico sobre el que luego iba a discurrir Thomas Robert Malthus, las malas cosechas entre 1595 y 1598 y una degradación en la composición de la moneda circulante. La “Ley de Pobres” de 1601 abrió todo un camino a seguir en la materia, más allá de los debates que se hayan dado sobre la misma a posteriori. En tal sentido incluía hasta normas sobre la unidad familiar al establecer que era obligación de la misma sostener a sus ancianos. Asimismo a los que podían trabajar en sus casas se les daban las materias primas a elaborar. Los niños de más de ocho años y hasta 24 los varones y 21 las mujeres podían ser asignados a alguien que los mantuviese y los hiciese trabajar.

 

Los “pobres impotentes”, ancianos y enfermos, recibían la comida y la vestimenta, y albergue de ser necesario, lo que se hacía a través de las parroquias comunales. Los que estaban en condiciones de hacerlo pero que se negaban a trabajar eran destinados a “Casas de corrección”, donde eran obligados a hacer y en las que, llegado el caso, se los sometía a latigazos. Aunque su desarrollo fue lento, también se crearon las “Casas de trabajo” donde se desempeñaban los pobres con voluntad laboral, en un sistema que, con el correr del tiempo, ayudó a generar una proto clase obrera calificada que fue funcional para el desarrollo de la “Revolución Industrial” en los siglos siguientes. El hecho de que la aplicación fuese comunal tenía que ver con el conocimiento personal que los funcionarios tenían de los pobres en cuestión. Esto apuntaba a los vagabundos, vistos como un peligro social, frente a los desempleados radicados en un lugar. Todo ello fue sostenido por un amplio espectro de mecanismos recaudatorios.

 

Con el correr del tiempo, tras la gran expansión comercial internacional del país impulsada por Enrique VIII y profundizada por Isabel I y más tarde por Oliverio Cromwell, fue Carlos II quien en 1662 con la Ley de Asentamiento determinó que las ayudas debían ser sólo para residentes, de manera de frenar las migraciones internas. Junto con ello impulsó un sistema para favorecer la contratación de desocupados por parte de talleres privados. Los que no pudieran ser atendidos en su comuna eran trasladados por el estado, a veces a grandes distancias. Ya en 1697, tiempos de los reyes surgidos de la Gloriosa Revolución de Guillermo de Orange, se permitió nuevamente alguna suerte de mendicidad controlada, que pronto se dejó de lado. Pero un año antes se creó la Corporación de Bristol de los Pobres que desarrolló el sistema de alojamiento y trabajo, con un agregado correccional para quienes hubiesen cometido delitos menores.

 

Finalmente se introdujeron cambios como el Sistema Speenhamiano de 1795 y la Reforma a la Ley de Pobres de 1834, desarrollada por Nassau William Senior basada en ideas de Smith, que fue elogiada décadas más tarde por el checo Joseph Alois Schumpeter, aunque Friedrich Engels haya cuestionado la dureza del trato en las casas de trabajo mientras John Stuart Mill se opuso teorizando sobre salario y dinero. El primero consistía en un subsidio que se otorgaba a quién aún trabajando no cubría sus necesidades, lo que retomaba ideas de la norma isabelina de 1601. En 1834 se estableció que las ayudas se limitaban exclusivamente a aquellos que probadamente no podían conseguir trabajo. Toda ayuda debía ser inferior al salario mínimo. También se apuntó a frenar el crecimiento alojando separados a los matrimonios de pobres, de manera de evitar los embarazos, lo que estuvo relacionado con el pensamiento malthusiano, mientras Bentham reclamaba que sólo se ayudara a los que estuviesen en condiciones físicas para trabajar, dejando de lado a todos los demás. Todo ello se mantuvo hasta 1948 cuando, en el marco de las propuestas del economista bengalí Henry William Beveridge la administración laborista de Clemente Attlee legisló sobre el “Welfare state” (estado de bienestar).

 

Esas leyes de pobres que merecieron el duro cuestionamiento y pedido de progresiva anulación por parte de David Ricardo reflejaron el pensamiento y las necesidades de los diferentes estamentos sociales de su época. Para los terratenientes era bueno que los pobres fueran subvencionados para poder pagarles menos. En cambio los empresarios industriales decían que los subsidios bajaban la productividad de los trabajadores y disminuían la oferta laboral. A su vez para los pobres las normas, sin ser ni de cerca una panacea, servían para abandonar la indigencia.  A la postre, al estado le permitió reorganizar a un amplio sector de la sociedad y convertirlo en un pieza más del engranaje que le permitió al Reino Unido (RU) convertirse durante dos siglos en la principal economía del planeta, hasta que nuevas circunstancias le hicieran perder ese liderazgo a manos de los EUA hacia 1896.

 

Pasados algo más de cuatro siglos de aquella ley de Isabel I y sus correcciones, obviando sus formas brutales y combinando sus ideas con un proceso educativo acorde, como por ejemplo el sistema de escuelas-fábricas de los primeros gobiernos peronistas, no deja de ser interesante su análisis a la luz de una realidad que conmueve al mundo contemporáneo. Alternativas para pensar en un ámbito donde sus habitantes originarios, como los actuales bolivianos a los que hoy denuestan algunos xenófobos, desconocían la pobreza como que en los idiomas indoamericanos no existían palabras que la simbolizaran ya que se trataba de sociedades de eficiencia productiva y equidad distributiva en las que se buscaba profundizar el conocimiento y aplicar los logros en la materia al punto de que el francés Louis Baudin llegó a calificar al gran estado andino como “El imperio socialista de los incas”, concepto que muchos aceptaron décadas atrás, aunque luego fue minimizado. O el caso de los mayas cuyo conocimiento científico era superior en algunos terrenos a los de cualquier otra cultura de su época, lo que les hizo ganar una suerte de comparación en la materia con las viejas sabidurías egipcia y griega.


- Fernando Del Corro es historiador graduado en la Facultad de Filosofía y Letras (FFyL) de la Universidad de Buenos Aires (UBA). Docente de Historia Económica, Política y Social Argentina en la Facultad de Ciencias Económicas (FCE) de la UBA. Subdirector de la carrera de Periodismo Económico en la FCE-UBA. Colaborador en la materia y en la maestría de Deuda Externa en la Facultad de Derecho de la UBA. Periodista en la agencia de noticias Télam con   rango de secretario general de redacción. Conductor del programa “Económicas y la comunidad” de la FCE que se emite por Radio UBA.

 

 

https://www.alainet.org/de/node/146453

Clasificado en

Clasificado en: 

America Latina en Movimiento - RSS abonnieren