Ernesto Sábato, un profeta altermundista

12/05/2011
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In memoriam
 
Los fundamentalismos son el mayor peligro para la humanidad en el siglo XXI. ¿Cómo reconocer a una posición económica, política o religiosa como fundamentalista?
 
Una definición convincente de fundamentalismo es la que lo identifica con la creencia en la posesión de verdades absolutas y la predisposición a imponerlas contra viento y marea. El fundamentalismo de Occidente –ahora también de Oriente- hunde sus raíces en las postrimerías de la época medieval, cuando los europeos comenzaron a abandonar el ideal del Reino de Dios y a dedicarse a la conquista mundana de la riqueza y el poder. Esta es la premisa clave para comprender los Tiempos Modernos.
 
Ernesto Sábato y Roger Garaudy coinciden en localizar en el espíritu crematístico y positivista/empirista de la Modernidad la semilla de los fundamentalismos. En Hombres y engranajes (1951), el argentino/universal diagnostica la contemporaneidad desde un enfoque cada vez más valedero: “Contrariamente a la creencia comunista, esta crisis no es solo la del capitalismo: es el fin de esa concepción de la vida y del hombre que surgió en Occidente con el Renacimiento”. En la visión sabatiana, la debacle del fundamentalismo occidental se condensa en la paradojal deshumanización de la humanidad, consecuencia del predominio de las fuerzas amorales del dinero y la ciencia positiva.
 
Cabe recordar que la disección del dinero ya la adelantó Aristóteles, con su análisis que lo llevó a postular la ilegitimidad del cobro de intereses (“el dinero es estéril, no puede procrear, no puede tener hijos”). La impugnación más radical del dinero, empero, la debemos a un hombre de la Modernidad, al dramaturgo isabelino William Shakespeare, quien en su Timón de Atenas, apuntó: “Este poco oro bastaría para hacer blanco lo negro, bello lo feo, justo lo injusto, noble lo infame.   El dinero dorado urdirá y romperá votos, bendecirá lo maldito, elevará a los ladrones a la poltrona de los senadores procurándoles títulos, homenajes y lisonjas. El oro, polvo maldito, la ramera del género humano”.
 
De otro lado, no parece inoportuno rememorar que la ambición de los conquistadores españoles por el oro, hace 500 años, fue tan feroz y desmesurada que nuestros antepasados indios llegaron a pensar que el oro era el dios de los cristianos. 
 
¿Qué decir hoy cuando los gurús de Occidente y sus acólitos tercer o cuartomundistas pregonan sin sombra de duda la supremacía de la economía sobre la política?
 
Volvamos a Sábato para explicar el otro eje del fundamentalismo moderno: la ciencia positiva. “El avance de la técnica hizo nacer el dogma del Progreso Ilimitado. Todo lo que era tinieblas, del miedo a la peste, iba a ser iluminado por la ciencia. En el siglo XIX el entusiasmo llegó al colmo: por un lado la electricidad y la máquina de vapor manifestaban el ilimitado poder del hombre; por otro, la doctrina de Darwin venía a confirmar la idea del progreso. ¿No éramos superiores al mono? Al Hombre Futuro le esperaba, pues, un porvenir más brillante”. 
 
Derrotado el socialismo estatalista europeo, tras el falso conflicto que representó la Guerra Fría, el fundamentalismo reinante continúa su búsqueda de “los ríos de leche y miel” con el argumento de la deidad tecnológica y sin reparar, en la práctica, que la universalización del american way of life requeriría de los recursos naturales y energéticos adicionales de, al menos, tres planetas equivalentes a la Tierra. ¿Dónde se encuentran tales planetas? Simplemente, no existen.
 
No se quiere admitir ni siquiera en las universidades –otrora campos de reflexión adusta sobre el devenir humano- que la Modernidad, el Progreso y el Crecimiento (las mayúsculas son intencionales)  se han vuelto ideas reaccionarias. En Entre la letra y la sangre (1988), Sábato precisa su crítica a la tecnolatría cuando escribe: “Oirá a cada momento que nuestro tiempo es el tiempo de la técnica, de la ciencia, de los viajes a la Luna. Los que siguen pensando de esta manera son espíritus del siglo XIX que sobreviven sin comprender que asistimos al ocaso de la civilización que tanto los deslumbra…”.
 
El principal desenlace de un episodio reciente de la política ecuatoriana –la contundente victoria del ¡Ya basta! en las provincias predominantemente indígenas, a propósito de la Consulta popular convocada por el Presidente Correa y cumplida el pasado 7 de mayo- nos ha hecho rememorar el pensamiento de otro latinoamericano/universal, Darcy Ribeiro, quien, en su libro El proceso civilizatorio (1970), escribe: “Cabrá a los pueblos atrasados en la historia una función civilizadora de los pueblos más evolucionados, tal como, en la paradoja de Hegel, cabía históricamente al esclavo el papel de combatiente de la libertad”.
 
¿Por qué no escuchar a nuestros gigantes amautas? ¿Cuándo emprenderemos el retorno a las grandes palabras? ¿Acaso cuando sea demasiado tarde?
 
- René Báez es autor de Antihistoria ecuatoriana. Miembro de la International Writers Association y del Centro de Pensamiento Alternativo.
https://www.alainet.org/de/node/149708?language=en
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