Bartolomeu, el mago de la palabra
23/01/2012
- Opinión
El corazón de Bartolomeu Campos de Queirós (1944-2012), lleno de amor y de arte, se paró en la madrugada del 16 de enero. Mi querido amigo Bartolomeu transvivenció. Entró en el “encantamiento”, como diría Guimarães Rosa.
Bartolomeu tenía 67 años y más de 70 libros publicados. A él le dediqué mi reciente novela, Minas de oro: “Para Bartolomeu Campos de Queirós, nacido, como yo, en la misma tierra minera, el mismo año, el mismo mes, el mismo día, y condenado, como yo, al mismo destino: escribir”.
En el 2003 merecí de su parte la dedicatoria del libro Niño de Belén. Era un mago de la palabra. No hacía poesía, no escribía prosa… creaba poesía. Su prosa es arrebatadoramente poética, como lo comprueba su última novela Rojo amargo, de fuerte connotación autobiográfica.
Su madre murió a los 33 años, de cáncer, cuando él tenía apenas 6. Recordaba que ella sufría dolores atroces, hasta el punto de que el obispo autorizó que se le indujese la muerte mediante una inyección. Algunas veces era tanto el dolor que se ponía a entonar cantos líricos. Bartolomeu a veces llamaba a su amiga María Lucia Godoy, cantante lírica, para que le cantase a ella por teléfono.
Se equivocan quienes clasifican su obra como de literatura infantil, aunque haya ganado los más importantes premios nacionales e internacionales en este género. Su literatura es universal, les encanta a los niños y a los adultos. Como artesano de la palabra trabajaba cuidadosamente cada vocablo, cada frase, hasta extraer toda la polisemia posible, así como la abeja sorbe el néctar de una flor.
Bartolomeu vivía en Belo Horizonte, en el apartamento que perteneció a la poetisa Henriqueta Lisboa, cuya estatua se yergue a la entrada del predio, en la Savassi. Amaba la soledad. La necesitaba para escribir. Llegaba a pedirle a la cocinera que se fuera más temprano. Y sólo admitía que el silencio fuera roto por la música, que él oía tumbado en el suelo.
En los últimos años leía más que escribía. Y lo hacía con un placer casi lujurioso. Me contó cómo se deleitaba en abrir un nuevo libro, al reformular sus ideas y conceptos, al adquirir nuevos conocimientos…
Se hizo escritor por casualidad. Estudiaba comunicación y expresión en París, cuando le pidieron enviar un texto a un concurso, que lo premió. Pero le costó asumirse como autor. Para él eso era secundario. La prioridad era el empleo en el MEC, en un departamento de investigación de calidad de enseñanza, que lo obligaba a viajar fuera de la Amazonía. Su jefe, Abgar Renault, le concedía toda la libertad.
En los últimos años salía poco de casa. Desde que se vio obligado a hacerse hemodiálisis tres veces por semana caminaba a pasitos, con los hombros encorvados y en su rostro la perplejidad ante los misterios de la vida. Su conversación era despaciosa, proverbial, incluso cuando daba conferencias. Sus silencios resonaban.
Tomaba a pecho el no abandonar el cigarro y tomar un trago de licor antes de someterse a la hemodiálisis. Decía que así se compensaba el tratamiento…
Su punto de encuentro era la librería Quijote, en la calle Fernandes Tourinho, donde hay un área en homenaje a él. Allí se encontraba con amigos, presentaba sus libros, tomaba su desayuno… Allí fue donde nos vimos por última vez, la víspera del año nuevo, cuando me regaló la novela epistolar La sociedad literaria y la torta de piel de batata, de Ann Shafer y Annie Barrows.
Hace tres años él me había propuesto un proyecto literario a cuatro manos: un intercambio de correspondencia sobre literatura, coyuntura política, vivencias… Nunca lo llevamos a cabo. En nuestro encuentro de fin de año me respondió, al preguntarle qué estaba escribiendo: “Cartas a mí mismo”.
Bartolomeu contaba que cuando era niño quedaba intrigado con el misterio de cómo poco más de veinte letras pueden registrar todo cuanto piensa la cabeza…
Con orgullo dijo que había aprendido a escribir con su abuelo, ebanista, que vivía en Pitangui (MG). Le tocó el premio mayor de la lotería y así cambió la madera por la literatura. Al sentirse inspirado agarraba en su mano un lápiz de los usados para tomar medidas en la madera y redactaba sus historias en las paredes de la casa. Cuando murió el abuelo quitaron de la sala el reloj en forma de ocho. Era el único espacio vacío de textos…
Bartolomeu era un artista profundamente espiritualizado. Desde que vivió en París se hizo devoto de san Charbel (1828-1898), libanés, canonizado en 1997. Dijo que lo había escogido porque era un santo con pocos devotos y por tanto más disponible para atender a sus ruegos… Y me enseñó la estampa del monje de larga barba blanca.
Mi único consuelo es la certeza de que Bartolomeu Campos de Queirós vive ahora inmortalizado en sus obras literarias. Reproduzco aquí lo que le escribí en mayo de 1998, después de haber leído Escritura: “Su escrito es canto, luz, camino y caricia. Cada frase, lindamente esculpida. Retráigase de todo lo demás para solamente escribir, porque es su única e inapelable sentencia de vida”. (Traducción de J.L.Burguet)
- Frei Betto es escritor, autor de “El arte de sembrar estrellas”, entre otros libros. http://www.freibetto.org/> twitter:@freibetto.
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