Plutocracia y marihuana: ¿libertades en un sólo país?
- Opinión
Desde mediados de la semana, Uruguay ocupó un lugar destacado en la prensa y la opinión pública internacional -y más particularmente aún, latinoamericana- con motivo de la difusión de futuras iniciativas legislativas pioneras y audaces. Un rol que debería poder ejercer con mayor frecuencia y asiduidad si pudiera ir torciendo el fiel del interés de la balanza mediática hacia cuestiones cualitativas del desarrollo social y político, con prescindencia de la magnitud del país. Ayudaría para ello un avance con mayor consistencia, celeridad y efectividad en la ejecución de su programa reformista. Pero el interés concitado y el consecuente debate sudamericano que la noticia disparó duró lamentablemente poco frente a la gravedad de la crisis política desatada en Paraguay, que si bien, a diferencia de la primera reacción de los presidentes de Brasil y Ecuador, no es técnicamente “un golpe”, resulta una abyecta maniobra destituyente implementada “de golpe”. La sesión del senado para removerlo duró sólo 5 horas y se realizó antes de las primeras 24 horas después de que la Cámara de diputados solicitara el juicio político. Evidentemente son legisladores muy diligentes o tal vez el apuro se deba a que tenían otras cosas que hacer después. Lo que no puede objetarse es que eran muchos, ya que de un total de 45 senadores, 39 votaron la remoción mientras sólo 4 lo hicieron en contra con 2 ausentes que quizás ya estaban haciendo otras cosas. He escrito en varias ocasiones fundamentando mi interés por el instituto de revocación de los mandatos en todos los ámbitos institucionales, algo contrario a lo aplicado en este caso, ya que lo supongo un derecho de los electores, que para el caso del hoy ex Presidente Lugo es precisamente el ciudadano paraguayo, nunca el poder legislativo. Entre otras virtudes, permite eliminar la gelatinosa y ambigua figura del juicio político que se encuentra incluido en casi todas las constituciones sudamericanas, sólo que, a diferencia de Paraguay, para graves delitos o violaciones constitucionales. Pero el mamarracho constitucional paraguayo llega al extremo de permitir la aplicación de ese instituto indirecto y fiduciario por “mal desempeño”, de forma tal que directamente es el poder legislativo en el que reposa la facultad revocatoria, sin más pruebas o argumentos que sus propias opiniones políticas. Un engendro que toma lo peor del sistema parlamentarista (que forma o deshace gobiernos a través del poder legislativo) en un régimen presidencialista (de elección directa de la principal figura del ejecutivo).
El mecanismo elegido parece ser el más económico en cada caso, para una misma finalidad espeluznante que hemos advertido y señalado en lo que va del siglo XXI en varios países latinoamericanos y que consiste en una contrarrevolución política restauradora por diversos medios. En algunos va desde la violencia militar con conculcación de libertades y represión de la resistencia, reinstaurando una suerte de estado terrorista, hasta las menos intimidatorias maniobras políticas urdidas en los resquicios de la legalidad y continuidad constitucional, todas ellas con algún nivel de complicidad norteamericana, aunque también hubo episodios de continuismo con cambios simplemente cosméticos. Sobre todo en aquellos países en los que las fuerzas políticas o líderes triunfantes resultan -aún mínimamente- progresistas a la vez que provienen de corrimientos de las organizaciones tradicionales hegemónicas o improvisaciones y efectos mediáticos, carentes de tradición política autónoma. Es suficientemente joven el siglo como para no traer el recuerdo de Venezuela, Bolivia, Haití, Ecuador y Honduras al que ahora se suma Paraguay. La Unasur mucho más que el Mercosur, tiene un importante rol que jugar cuyo espíritu ya fue adelantado por el Presidente Correa (aunque lamento que al cierre de estas líneas Uruguay no haya fijado posición oficial) ejerciendo la máxima presión diplomática con los instrumentos de aislamiento que la propia Unasur contempla, aunque una pregunta elemental no fue aún explícitamente formulada: ¿para qué? ¿Cuál es el objetivo concreto que se pretende perseguir con las acciones? Seguramente es muy rápido aún para responderlas, pero no creo que una vuelta de Lugo sea factible ni deseable con tan significativa carencia de apoyo parlamentario. El Paraguay actual pareciera ingobernable con Lugo o sin él una vez lanzado este zarpazo plutocrático. Tal vez el llamado anticipado y urgente a elecciones generales permita una mejor y más inmediata salida a la crisis a través de la intervención directa de la ciudadanía, aún dentro de los estrechos límites de la representación fiduciaria y la inveterada corrupción política paraguaya.
El mismo desvío lastimoso y defensivo de la mirada de la opinión pública desde anteayer es el que me llevó a dedicar medio artículo a Paraguay cuando mi propósito original era centrarlo en las medidas uruguayas de seguridad y particularmente en el anuncio de la revolucionaria legalización y centralización estatal de la producción de marihuana o su control. El hecho de que la o las iniciativas no estén totalmente claras y hasta se infiera cierta desprolijidad, prisa o ausencia de consenso entre los distintos estamentos gubernamentales o miembros de la fuerza política impulsora, no debería llevar a minusvalorar el espíritu del proyecto que claramente se desprende del documento de 20 páginas, titulado “Estrategia por la vida y la convivencia” que presentó el gabinete de seguridad en conferencia de prensa y que pude obtenerse en la web de la presidencia. Menos aún la originalidad de romper con el modelo de descontrol y marginación mercantil que junto a la irrelevante represión caracteriza a la política de drogas en el mundo entero con nulos o iatrogénicos resultados a la vista.
Un primer paso decisivo del carácter rupturista de la iniciativa esbozada consiste en la superación de la política esquizofrénica seudoprogresista, tomada hasta el momento como un gran horizonte a perseguir, que consiste en reprimir una parte del mercado (la producción y circulación: la oferta), consintiendo simultáneamente otra (la demanda: el consumo). Su resultado sirve hasta el momento al sosiego de conciencias en las ONGs y la reproducción de las fuentes de sus ingresos, pero contradice hasta los mismísimos lugares comunes de los defensores de la ortodoxia neoliberal al impedir siquiera su aplicación en caso de tener éxito. La verdadera medida económica que sostiene el funcionamiento de esta propuesta, allí donde fue aplicada para cualquier sustancia o mercancía, consiste en la victoria de la doble moral: simular la ilegalidad de la distribución, admitiendo en la práctica su implementación. Por cierto no es el único ejemplo en que una medida económica es sólo un discurso encubridor de una práctica inversa. Si la represión que se propone fuera efectiva, no habría razón para despenalizar un consumo que no podría existir por simple ausencia de oferta (salvo en el caso de la marihuana, a través del autocultivo). La doble moral condena discursivamente y dice reprimir las prácticas que íntima y secretamente convalida y celebra. La prohibición distributiva no hace sino ocupar el rol de placebo ideológico, de tranquilizante moralista, para circunscribir al ámbito privado y velar una realidad social de enormes magnitudes, aunque no pueda mensurarse con precisión. ¿Cómo mensurar concretamente un fenómeno social mercantil sobre la base de un mercado clandestino que por su propia naturaleza impide la construcción de indicadores sociales y estadísticas? No desconozco las penurias de toda práctica mercantil, pero éstas no se superan dejándole su lugar a su primo hermano, el mercado negro. La conclusión es extensible a todo tipo de mercados negros (y mafias) y por tanto considero indispensable ampliar sus alcances. Pero así como en 1925 Trotsky contradijo a Stalin sobre la posibilidad del socialismo en un solo país, algo igualmente catastrófico podría ocurrir en Uruguay si quedara aislado en esta iniciativa para todo el resto de las drogas, acompañamiento, por lo menos respecto al resto de los países de la región.
Así como en su momento sostuve que no hay sociedades urbanas sin asesinos ni rapiñeros, tampoco las hay sin adictos ni consumidores de drogas. Se diferencian entre ellas por proporcionalidades respecto al total de su población donde los cambios de magnitudes se reflejan luego cualitativamente. El punto de partida de la iniciativa gubernamental uruguaya es el reconocimiento sincero de la existencia presumiblemente masiva de las drogas en la vida social como para iniciar una experiencia con la menos dañina de ellas: el cannabis. Se trata, como lo expresó Majfud en el diario Página/12, de un experimento. Convivir con las adicciones implica en primer lugar reconocerlas con sinceridad y claridad para desarrollar políticas sanitarias y comunicativas sólidas y efectivas. Las absurdas diatribas de la derecha contra el Secretario de la Presidencia Alberto Breccia cuando ante una pregunta de la prensa respondió que había probado marihuana gracias a un regalo, además de amarillismo, refleja la extrema hipocresía de sus críticos. La viveza criolla del movilero “canchero” -que conoce la existencia de un mercado a la sazón ilegal pero asequible- pretende colocarlo en el incómodo lugar de reconocer su supuesto contacto con un dealer. La derecha cree que porque cuenta con delivery, su propia complicidad se esfuma. Aspira a que los jerarcas y líderes sean como ellos, negadores profesionales de lo propio y de lo socialmente ajeno.
La ilegalidad y la represión no sólo no han disminuido el consumo sino que lo han dejado librado al descontrol sanitario, laboral e impositivo. Aún si sólo se lograra ejercer ese control, aún acotado a la marihuana, el primer paso ya estará dado.
- Emilio Cafassi es profesor titular e investigador de la Universidad de Buenos Aires, escritor, ex decano. cafassi@sociales.uba.ar
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