Visión global de la violencia social de postguerra
- Opinión
Introducción
Con el tema de la violencia, frecuentemente se suelen difundir comentarios –cuya plataforma suele ser algunos medios de comunicación de peso— que suenan a tesis contundentes, pero que no resisten un análisis medianamente objetivo. Hace poco, un periódico nacional publicó el siguiente encabezado, para referirse las cifras de homicidios de 2015: “IML: Récord histórico de asesinatos en el país con 16.1 diarios”[1]. Este titular –aunado al afán por llevar un conteo diario de asesinatos— se convirtió no sólo en un estímulo para el aumento de la alarma en la población en cuanto a su seguridad, sino en una confirmación (presunta, obviamente) de que nunca en la historia del país la situación de violencia es tan grave como ahora. No es la primera vez que esto sucede en el quehacer mediático. En efecto, en 2010, un periódico digital dice en un titular: “2009 el año más violento desde 1992”[2]. No se tiene por qué dudar de la preocupación que se oculta bajo titulares de esa naturaleza, aunque sobran motivos para sospechar de otras intenciones e intereses.
Sin embargo, no hay nada cómo el análisis histórico y sociológico para poner las cosas en su lugar, pues sólo de esa manera se puede ponderar con mejores recursos que los periodísticos si 2009 fue el año más violento desde 1992 o si el “record histórico” del que habla el titular, citado antes, es tal o sólo una ligereza amarillista. A ese propósito apunta esta visión global de la violencia social en el país, desde 1994 –cuando, después de un intenso trabajo de investigación, se sistematizaron los datos de violencia entonces existentes— hasta 2014. Hay suficientes datos e investigación sobre la violencia social que sólo por mala fe se pueden obviar lo que esos datos e investigaciones revelan. Es preocupante cómo –por intereses o ignorancia— se pasa de largo sobre un bagaje de conocimientos que, de ser tomado en cuenta, no sólo obligaría a ser más prudentes en lo que se opina, sino a no sostener afirmaciones sin fundamento.
1. Violencia social
Después de la firma de los acuerdos de paz (1992) se hizo sensible una dinámica de violencia que no era nueva en la historia de El Salvador, pero a la cual no se había dado la debida importancia ni en los estudios académicos ni en las políticas públicas. La categoría conceptual bajo la que se englobó es la de “violencia social”, distinta de la “violencia política”, tan omnipresente en la historia salvadoreña desde los inicios de república. La postguerra puso al descubierto esa violencia social en momentos en los cuales se transitaba hacia la desarticulación de los mecanismos que habían sostenido la violencia política estatal y paramilitar, en la cual aquélla se había subsumido durante un largo periodo histórico.
Los salvadoreños nos la vimos con una violencia que no era nueva, pero que ponía en cuestión los ideales de armonía social que con entusiasmo (y con ingenuidad) fueron abrazados inmediatamente después de 1992. La dura realidad social, sus contradicciones y exclusiones, mostraba su rostro. Un rostro que muchos no querían ver, tal como lo reveló el rechazo gubernamental –hacia 1997-1998— del estudio sobre Magnitud y costos de la violencia[3] (realizado en la UCA con el respaldo del BID) que puso en jaque el eslogan de “Cultura de paz” que se abanderaba oficialmente, fuera de todo sentido de realidad. Conviene recordar, a este respecto, un importante editorial de la Revista ECA, de 1996, en el que se anota lo siguiente:
“Al concluir la guerra se introdujo la idea de construir una cultura de paz, concebida como un medio para superar la polarización social y política, heredada del conflicto. Supuestamente, la cultura de paz era el camino hacia la reconciliación nacional. Hasta ahora, ni la idea ha encontrado eco en la sociedad ni la polarización ha disminuido sustancialmente, tal como muestran las encuestas de opinión pública, aunque existen ciertos ámbitos donde las posiciones encontradas pueden ser discutidas con bastante libertad. Sin embargo, el incremento desproporcionado de la violencia debiera ser una razón más para decidirse a trabajar por una cultura de paz. Ahora bien, la construcción de esta cultura pasa por el reconocimiento previo de la existencia de una cultura de la violencia y de la muerte. El obstáculo principal que por ahora encuentra una cultura de paz tan necesaria es la resistencia a reconocer esta realidad violenta y mortal que le debiera servir como punto de partida. Una cultura de paz auténtica sólo puede consistir en hacer contra la violencia, sin ello el esfuerzo será vacío e ineficaz”[4].
2. Las cifras de homicidios (1994-2014)
Hacia 1994 y 1995, esa realidad –en sus dimensiones más hirientes de violencia homicida— nos mostraba una crisis social en gestación lenta, pero irremediable si no era abordada con determinación y visión de futuro. Los registros de homicidios de esos años reflejan la gravedad de la situación. Para quienes no lo sepan o no lo recuerden, en 1994 se tuvieron, del total de homicidios, 7, 673 que fueron intencionales; mientras que en 1995, hubo 7,877 homicidios intencionales (el total de homicidios para ambos años fue, respectivamente de 9,135 y 8,485). Los años posteriores, en esa década, tuvieron importantes reducciones, pero eso no es para alegrarse pues las cifras siempre fueron espeluznantes.
Y en la siguiente tampoco hay motivos de alegría. Estos son los datos: 1999, 2,270 personas asesinadas; 2000, 2,341[5]; 2001, 2,374; en 2002, 2,346; 2003, 2,388; en 2004, 2,933. En la segunda mitad de la primera década del 2000, la situación es mucho más preocupante, tal como lo revelan los registros del Instituto de Medicina Legal: para 2005, se tuvieron 3,812 homicidios (con una tasa de 55.5 homicidios por cada 100 mil habitantes); 2006, 3,928 (55.2 por cada 100 mil habitantes); en 2007, 3,497 (60.9 por cada 100 mil habitantes): en 2008, 3,179 (55.3 por cada 100 mil habitantes)[6]; y, finalmente, en 2009, 4, 382 (71.9 por cada 100 mil habitantes[7]. Una revisión somera –y poco crítica— de distintas fuentes (que se pueden cotejar en Internet) dan estos datos de homicidios para la presente década: 2010, 4,005; 2011, 4,354; 2012, 2,551; 2013, 1,295; y 2014, 3,912.
Llaman la atención varias cosas. La primera, que en las dos décadas posteriores a 1994 y 1995 no se han alcanzado cifras semejantes de homicidios como las de esos dos años. Son, por decirlo de alguna manera, las cifras históricas de homicidios en la postguerra. En segundo lugar, que en la siguiente década la cifra más alta corresponde a 2009 (4, 382), mientras que en lo que va de la que sigue la cifra más alta es la de 2011 (4,354). En tercer lugar, hay una relativa estabilidad en los homicidios entre 1999 y 2004, que se ve alterada a partir de 2005 (con un repunte en 2004) y que culmina en 2009, con la cifra más alta de homicidios en ese periodo. En cuarto lugar, 2010 y 2011 prolongan el periodo anterior, mientras que a partir de 2012 se entra en una etapa de reducción (teniendo como referencia 2009) que para 2013 es la más baja desde 1994. Finalmente, mientras que las cifras han tenido este comportamiento aparentemente azaroso, a nivel social las pandillas complejizaron su accionar, lo mismo que el crimen organizado que terminó articulando a las pandillas a sus actividades criminales.
En los años noventa, el accionar de las pandillas (maras) no es más significativo que el accionar de la delincuencia común y del crimen organizado. Sin embargo, un buen análisis y una buena perspectiva sociológica permitían, en aquellos años, vislumbrar dos peligrosas posibilidades: una, el aumento numérico de las pandillas, si las condiciones que lo favorecían (exclusiones socio-económicas y culturales, criminalización de sus prácticas gregarias y culturales) se mantenían; y la otra, su articulación con el crimen organizado, como parte integral de las redes de tráfico de armas y drogas, y extorsiones. Tal cual, esto fue lo que sucedió en la década siguiente. Del 2000 al 2009 las pandillas hicieron realidad lo que en principio fue una estrategia de los gobiernos de entonces: su criminalización jurídica e ideológica se tornó en un fenómeno real, cuando --además de crecer en número—las pandillas se convirtieron en grupos abiertamente delictivos, articuladas a las redes del crimen organizado.
Este es el enorme problema que la sociedad y el Estado tienen ante sí en la actualidad. No es un problema menor, sin duda alguna. No es el mismo problema de violencia social de los años noventa e incluso de los primeros años del 2000. Ahí tiene su gestación, pero es ahora mucho más complejo y de mayor incidencia en la convivencia social. Lo que se hizo (o dejo de hacer) en aquellos años no es una buena referencia para el presente, que exige tratar el tema como lo que es ahora: un fenómeno criminal de envergadura que obliga al Estado salvadoreño a hacer uso de sus mejores recursos para asegurar que, en el país, se resguarde la vida y propiedades de los ciudadanos y ciudadanos ante quienes, efectivamente y sin reparos, son una amenaza para las personas.
3. Tres comentarios finales
3.1. No se puede, si no, concluir que El Salvador está ante un complejo problema social, que no surgió en 2009, evidentemente, pero que en 2009 era más complejo que en 1992… y que ahora es más complejo que en 2009. Es la tendencia propia de los fenómenos sociales hacia su complejización creciente, especialmente si se los deja a su inercia o se los ataca equivocadamente. El problema de la violencia social es preocupante no sólo por las dos décadas de persistencia que tiene, sino también porque su incidencia en la realidad nacional ha sido cada vez más fuerte, y lo será más en el futuro si no se lo enfrenta con determinación y de manera integral. No se trata sólo de homicidios, algo hiriente y trágico al límite, sino de otras variadas formas de violencia (amenazas, lesiones, robos, secuestros, extorsiones, chantajes, violaciones, acoso, violencia intrafamiliar, etc.) que no hay que desestimar y cuyas dinámicas propias y contextos (con sus respectivos datos) deben ser examinadas con atención en los últimos 20 años, para entender la realidad social de El Salvador.
3.2. En las dos décadas de creciente violencia social (1994-2014) los medios de comunicación han recreado la violencia a su manera; han construido su propia visión de la violencia que, las más de las veces, han distorsionado no tanto las cifras (que más bien manipulan y sacan de contexto), sinos las dinámicas causales de la violencia, la identidad de sus agentes, de las víctimas y del papel de las autoridades. El cultivo del miedo y la paranoia colectivos ha sido el trabajo mediático por excelencia, desde los años noventa hasta el momento actual: “la generalización de la violencia –se dijo en 1996 en el editorial de la Revista ECA, citado antes— exagerada y distorsionada por los grandes medios de comunicación, interesados en cultivar el morbo de la opinión pública y en vender amarillismo, alimenta el miedo en la población”. La crítica a los medios y su manejo de la violencia –su afán por distorsionar la realidad por intereses aviesos— no es nueva. La “construcción simbólica” que hacen de la violencia –y que venden a la población— suele ser contraria a la violencia real y sus dinámicas particulares [8].
3.3. Los datos sobre la violencia son importantes, y en El Salvador ha costado asegurar su fiabilidad y rigor. Sin duda alguna, hay que contar con buenos datos sobre la violencia y hay que sacarles el mayor provecho, promediándolos, proyectándolos, graficándolos, etc. Pero también hay que ser conscientes de los peligros que entraña manejar datos sobre violencia (o sobre cualquier fenómeno social) sin ninguna precaución crítica. La igualdad (o diferencias) meramente numéricas pueden llevarnos a olvidar la diversidad socio-económica, cultural y demográfica de las personas que, como víctimas y victimarios, han vivido y padecido la violencia social en la postguerra. Equivocadamente, se puede llegar a pensar que, por ejemplo, la única diferencia entre los 7, 673 homicidios intencionales de 1994 y los 3,912 de 2014 es sólo de número, y que las características demográficas, sociales, económicas y culturales de víctimas y victimarios es similar en un periodo histórico y otro. En los últimos 20 años El Salvador ha cambiado extraordinariamente, sin que ello signifique que viejas tensiones estructurales no sigan presente. No reflexionar y analizar la realidad social, cultural y demográfica oculta bajo las cifras –que son, en este caso, lo más superficial-- es perder la oportunidad de comprender y explicar la naturaleza de la violencia que corroe a la sociedad salvadoreña. Los números son una constatación; no una explicación.
Para explicar hay que ir más allá de ellos, superando la tentación de autocomplacerse con su obtención y manejo, por muy sofisticadas que sean ambas cosas. Sólo para ejemplificar lo delicado que es un manejo poco crítico de los números, veamos lo siguiente: numéricamente, una persona asesinada en 1994 cuenta lo mismo que una asesinada en 2014. Ese mismo significado numérico puede ampliarse a otras datos equivalentes, si –valga la suposición—ambas fueron asesinadas con un arma de fuego, de un disparo, realizado además por una persona. Dos víctimas, dos victimarios (o victimarias), dos armas de fuego y dos balas disparadas. Números firmes para dos años distintos. ¿Es suficiente? Obviamente que no. Quedan pendientes de explicación, entre varios asuntos, los contextos de esas muertes, su anclaje territorial, la condición socio-económica de víctimas y victimarios, su edad, sexo, vínculos sociales (legales e ilegales)… En fin, hay que cuidarse –en el estudio cuantitativo de los fenómenos sociales— de que la reducción numérica no ahogue la diversidad y complejidad de las dinámicas individuales y colectivas, lo mismo que sus contextos específicos.
San Salvador, 27 de abril de 2015
[1][1] La Prensa Gráfica, 8 de abril de 2015.
[2] El Faro, 3 de enero de 2010.
[3] IUDOP, La violencia en El Salvador en los años noventa. Magnitud, costos y factores posibilitadores. Washington, BID, 1998.
[5] Cfr., PNUD, Armas de fuego y violencia. San Salvador, 2003, p. 173.
[6] F. M. Vaquerano, Epidemiología de los homicidios en El Salvador periodo 2001-2008. San Salvador, Instituto de Medicina Legal “Dr. Alberto Masferrer”. Unidad de Estadísticas Forenses, 2009, p.14
[7] Datos del Instituto de Medicina Legal.
[8] L. A. González “Medios de comunicación y construcción social de la violencia”. Estudios Centroamericanos (ECA), No. 667, mayo de 2004.
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