El “vacío de autoridad” en la transición de postguerra

10/04/2016
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Hace 24 años que se firmaron los Acuerdos de Paz, sin duda alguna el documento socio-político más importante después de la Constitución de la República. Cuando se piensa en los problemas del país en la actualidad –especialmente, en los de inseguridad, pero no sólo en ellos— es inevitable no mirar hacia aquel momento de esperanza, a partir del cual se creía que todo sería distinto, pues el país comenzaría a transitar hacia la democracia. Abundan los análisis sobre los errores que se cometieron en materia económica y social a partir de 1992; se ha discutido hasta la saciedad cómo la apuesta por la democratización política no se complementó con una reforma económica de envergadura que diera lugar a una sociedad más justa e inclusiva. Por aquí hay una vía explicativa de los problemas sociales que actualmente nos aquejan.

 

Hay algo, sin embargo, en lo que no se insiste lo suficiente, y es en la erosión institucional que se arrastraba desde antes de la guerra civil, que continuó con ésta y que se profundizó en el marco de las reformas neoliberales impulsadas por las administraciones de ARENA (1989-2009). Es necesario prestar atención a este tema, ya que puede ayudarnos comprender mejor cómo fue que llegamos a la situación actual en materia de desborde del crimen y debilidad del Estado para enfrentarlo eficazmente.

 

En aquel 1992, la apuesta fue por el Estado de derecho, la democracia, el respeto a los derechos humanos y la legalidad. Veníamos de una guerra civil y, antes de la guerra, del autoritarismo militar. De este último, nadie comprometido con la democracia quería saber nada. Y, precisamente por ello, uno de los objetivos de los Acuerdos de Paz era la desarticulación de las estructuras represivas del Estado, particularmente de los llamados “cuerpos de seguridad”. La nueva policía –la Policía Nacional Civil— reflejaba el nuevo espíritu democrático del cual se quería empapar a la institucionalidad estatal.

 

La apuesta que se estaba haciendo era inédita en la historia del país. Pero casi desde el principio de la nueva experiencia histórica las cosas no iban saliendo como se suponía que tendrían que salir. Entre 1994 y 1997, un nuevo tipo de violencia –bautizada como “violencia social”— comenzó a cobrar auge, asociada a un creciente desarrollo de la criminalidad que ya en esos años cobraba cuotas de vidas humanas semejantes de las del presente. Esto ha sido examinado en detalle en distintos estudios académicos de la época. O sea, después de la firma de la paz, el Estado de derecho –bautizado después como “Estado constitucional de derecho”— y la cultura política democrática no cobraban vida, sino todo lo contrario: abusos, violencia, crimen, irrespeto a la legalidad y anomia eran la regla de oro en esos tiempos de transición-consolidación democrática (1992-2000). Y la injusticia económica, la desigualdad, la concentración de la riqueza y la pobreza seguían marcando la realidad nacional como en los años setenta y ochenta.

 

Las cosas no estaban saliendo como fueron planeadas por quienes pensaban que a partir de 1992 la democracia y el Estado de derecho serían realidades plenas en El Salvador. En distintos estudios se ha señalado que se tomaron decisiones equivocadas en materia económica y social. Lo más grave fue la gestión económica que los gobiernos de ARENA hicieron en función de los “ricos más ricos de El Salvador”. 

 

Pero, ¿no es un factor a considerar la debilidad institucional con la que se debían encarar los desafíos de la postguerra no sólo en el ámbito económico, político y legal, sino en el social?

 

Cabe la sospecha que en El Salvador de los noventa, como en tantas otras épocas de su historia, se abanderó un marco jurídico político ideal de transformación social que se olvidó de las dinámicas sociales (y económicas) reales, que terminaron por desbordar ese marco ideal. Veamos, por un lado, cómo era la sociedad salvadoreña que salía de la guerra; y, por otro, reflexionamos sobre la legitimidad de la institucionalidad estatal no sólo en el contexto de la guerra, sino una vez que ésta finalizó. 

 

Se trataba de una sociedad, en cuyo seno se habían generado comportamientos y prácticas ajenas al autocontrol y el sentido de los límites. Dejando de lado a las comunidades de repobladores, cuyo vocación por la organización, la participación y la disciplina les eran imprescindibles para reiniciar su vida, ya fuera en sus comunidades de origen o en otras que el destino les deparó, en sectores medios urbanos y en sectores populares sin participación en la guerra las prácticas fuera de control se ponían de manifiesto, de manera alarmante, en los ámbitos privados y públicos.

 

En los años ochenta, esas prácticas –asociadas a las drogas y al consumo de alcohol— encontraban espacios donde realizarse, pese a la guerra. Es decir, en los años ochenta se incubó un submundo de actividades violentas e ilegales –competencias de carros, luchas callejeras, abusos contra los débiles, alardes de fuerza, prostitución, tráfico de armas y drogas, contrabando de vehículos— que aprovechaba las fisuras de una autoridad pública dedicada a la lucha contrainsurgente. De hecho, ese mundo era ocupado por agentes del orden –soldados policías y defensas civiles— de forma regular, lo mismo que por civiles, ya fuera como clientes o como “empresarios” de unos negocios que incluso en esos difíciles tiempos ya eran florecientes.

 

En lo que se refiere a la autoridad pública, la misma se había venido erosionando desde los años setenta. La represión era brutal, ciertamente. Pero no sólo era ilegítima, sino ilegal en muchos sentidos. A su vez, era una autoridad incapaz de contener los desbordes de unas organizaciones populares, lo mismo que de unas organizaciones político-militares, cada vez más desafiantes y dispuestas a resistir la violencia estatal y paraestatal. En los años ochenta, se agudizó la pérdida de legitimidad de la autoridad pública, al igual que su incapacidad para ejercerse no sólo en las zonas bajo control guerrillero, sino en el submundo del crimen y la violencia que cobró vida en espacios urbanos (no necesariamente abatidos por la pobreza y la exclusión) de las principales ciudades del país, especialmente en San Salvador.

 

Este submundo se fue afianzando a medida que la guerra civil se desarrollaba. El Estado no sólo no le prestaba atención, sino que, en algunas de sus expresiones, lo toleraba y alentaba, como fue al caso del comercio y consumo de drogas y alcohol, el tráfico de armas y el contrabando de vehículos. Individuos y grupos de distinta procedencia social –no faltaban quienes provenían de la clase media, aunque los sectores marginales urbanos eran los predominantes— comenzaron a realizar su vida en ese submundo del crimen y de las prácticas violentas.

 

Sólo como ilustración, en los años ochenta surgieron en distintos puntos de la capital bares, restaurantes y discotecas en los cuales lo normal no sólo era el consumo sin límites de alcohol y drogas, sino las peleas que en muchos casos incluían armas de fuego. También proliferaron los servicios de prostitución que se anunciaban en los periódicos más grandes del país.   

 

Con el fin de la guerra civil, una de las principales apuestas para la construcción de un ordenamiento democrático era la desarticulación del entramado represivo y autoritario que tanto dolor y muerte había causado entre la población civil prácticamente desde 1932. Dada la historia del país, tenía pleno sentido el propósito de los Acuerdos de Paz: la construcción de un orden democrático pasaba por la superación del autoritarismo. Y es que, en efecto, uno de los opuestos de la democracia es el autoritarismo; por tanto, si se quiere aquélla, hay que impedir que éste pueda recuperar cualquier terreno en la esfera política y cultural.

 

El gran desafío eran superar la “autoridad autoritaria”, reemplazándola por una “autoridad democrática”. Dadas las dinámicas históricas del país en materia de vio (Ver, entre otras investigaciones relevantes el estudio de Patricia Alvarenga. Cultura y ética de la violencia. El Salvador 1880-1932) y dadas las dinámicas de la sociedad salvadoreña que emergía en la postguerra, el carácter de la autoridad democrática no tenía que ser endeble; es decir, lo democrático no tenía que debilitar la dimensión de autoridad que se requería en el contexto particular de El Salvador en la postguerra. Dicho de otro modo, autoridad democrática no debía significar ausencia de autoridad o autoridad disminuida en su capacidad de mantener el orden social y de contener los desbordes de individuos y grupos cada vez menos dispuestos a autoncontrolarse y autolimitarse.

 

Es válido preguntarse por cuáles son las diferencias existentes entre autoridad autoritaria y autoridad democrática. Pues bien, a simple vista se puede creer que la principal diferencia estriba en que la primera contiene un componente de fuerza (represivo, coercitivo) mientras que la segunda no lo posee. Sin embargo, cualquier tipo de autoridad descansa en un componente de fuerza. Más bien, lo propio de una autoridad autoritaria es, en primer lugar, la discrecionalidad (arbitrariedad) no sólo en el uso de la fuerza, sino también de las leyes;  en segundo lugar, la ausencia de límites y controles del ejercicio de la fuerza y de la legalidad, emanadas de quienes controlan el poder político; y en tercer lugar, derivado de ello, la falta de legitimidad de esa autoridad, a la luz de criterios de un Estado de derecho. Y esos tres requisitos son los propios de una autoridad democrática: no es discrecional ni arbitraria, está sometida a controles institucionales y constitucionales, y en ese sentido es legítima. Ninguno de esos tres requisitos supone que sea débil, laxa o impotente como autoridad o que lo sea en su dimensión coercitiva.  

 

De algún modo, en nuestro país, el poner el énfasis en la dimensión democrática, significó debilitar la dimensión de autoridad, dando pie un “vacío de autoridad” que abrió espacios favorables para la proliferación de actitudes y comportamientos que, además de afectar la convivencia social, estaban reñidos con las leyes vigentes en el país. El tiempo fue transcurriendo y, en esa medida, esas actitudes y comportamientos se hicieron algo normal, siendo lo anormal exigir su erradicación (o comportarse de una manera distinta).

 

El lema que dice que las “leyes están hechas para violarlas” se volvió un enunciado no sólo de grupos criminales que florecieron al amparo de ese vacío de autoridad (democrática), sino de ciudadanos aparentemente decentes que cotidianamente vieron cómo violar las leyes y abusar de los demás era lo que se esperaba de cada cual, en una país en donde la autoridad brillaba por ausencia. Eso es precisamente lo que sucedió en ámbito del transporte público: empresarios, motoristas y cobradores convirtieron las calles y avenidas en coto exclusivo para sus abusos, violencia, violación de las leyes y negocios ilícitos. Para este sector, su violencia, desorden, abusos y negocios se volvieron un “derecho”. Un derecho que se hizo realidad al amparo de una autoridad (institucionalidad) débil,  tolerante y cómplice.

 

En fin, los libros podrán decir lo que quieran acerca de las posibilidades de que una nación que sale de una guerra civil (y con antecedentes de una fuerte cultura de la violencia), con una autoridad estatal disminuida o debilitada en su capacidad de mantener el orden y asegurar que los ciudadanos y ciudadanas respeten las leyes, pueda transitar ordenadamente hacia una convivencia pacífica (y hacia un Estado de derecho). Es probable que haya por ahí alguna nación ejemplar que sí lo ha logrado.

 

Pero, en el caso de El Salvador, el experimento no arroja un saldo positivo, tras 24 años de haber terminado la guerra con unos Acuerdos de Paz. Ha llegado el momento de plantearnos el desafío de dar vida a una autoridad democrática plena, es decir, una autoridad que sin dejar de ser democrática (y acorde, en ese sentido, con el respeto de los derechos humanos) no deje de ser autoridad: una autoridad robusta, eficaz y eficiente. Una autoridad capaz de asegurar una convivencia social en paz y respetuosa no sólo de las leyes, sino de la vida humana.

 

San Salvador, 11 de abril de 2016

 

https://www.alainet.org/de/node/177345
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