El problema de violencia y sus enfoques

01/11/2016
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violencia
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La violencia constituye un problema tanto para la reflexión teórica y la investigación empírica como para la vida cotidiana de la gente expuesta a amenazas y riesgos que vulneran su integridad personal y su tranquilidad mental. Los datos acerca de prácticas calificadas como violentas son abrumadores, y van desde las agresiones leves hasta los asesinatos más brutales. ¿Por qué son calificadas esas prácticas como “violentas”? ¿Qué es lo que las convierte en tales? En definitiva, ¿qué es la violencia y cuáles son sus raíces y/o condicionamientos sociales, económicos, culturales y biológicos? Se trata de preguntas para las que no hay una respuesta definitiva, pero que se imponen como un desafío intelectual y ético de primera importancia en estos tiempos en los que nuevas formas de violencia se mezclan con otras de larga data, dando pie situaciones en las que el riesgo y la inseguridad se convierten en algo normal para millones de personas en distintas regiones del planeta. En el marco de esta preocupación, que va más allá del momento presente en El Salvador, esbozamos este conjunto de reflexiones en torno al problema de la violencia y algunos de los enfoques teóricos que pueden ser de utilidad para su comprensión.

 

 

1. Una mirada teórica al problema de la violencia1

 

Una de las preguntas centrales en estas reflexiones es la siguiente: ¿qué es la violencia social? Y esa pregunta supone una más general: ¿qué es la violencia? Desde la teología y la filosofía hay mucho que decir sobre la violencia, tanto que la discusión se puede volver interminable. De hecho, la pregunta por qué es la violencia es una pregunta –así formulada— de fuerte carácter filosófico que, si se lleva la discusión hasta sus últimas consecuencias –y se toma la violencia como un problema antropológico— nos confronta con el tema del mal. A lo mejor la explicación última de la violencia radica en el mal que “pertenece al drama de la libertad humana. Es el precio de la libertad”, como sugiere Rüdiger Safranski en su importante ensayo El mal o el drama de la libertad2. Sólo para tener una idea de lo denso (u oscuro, según como se vea) del abordaje filosófico del problema del mal como fundamento de la violencia vamos a citar un párrafo del ensayo de Safranski.

 

“El mal –dice este autor— no es ningún concepto: es más bien un nombre para lo amenazador, algo que sale al paso de la conciencia libre y que ella puede realizar. Le sale al paso en la naturaleza, allí donde ésta se cierra a la exigencia de sentido, en el caos, en la contingencia, en la entropía, en el devorar y en ser devorado, en el vacío exterior; en el espacio cósmico, al igual que en la propia mismidad, en el agujero negro de la existencia. Y la conciencia puede elegir la crueldad, la destrucción por mor de ella misma. Los fundamentos para ello son el abismo que se abre en el hombre”3. Si siguiéramos esta ruta, la discusión filosófica nos llevaría hacia sendas insospechadas.

 

Sin embargo, este ensayo no tiene como propósito traer a cuenta el debate teológico-filosófico sobre la violencia4, sino exponer algunas tesis básicas –extraídas del campo científico social y natural, con algunas inevitables referencias filosóficas— en torno a la misma. Así pues, lo que se hará es resumir algunos enfoques que son útiles para entender la violencia: el antropológico, el sociológico, el psicológico y el biológico.

 

Ante todo, vayamos a la pregunta más general: ¿qué es la violencia? Lo primero que se tiene que decir aquí es que, desde las ciencias sociales y naturales, no hay una respuesta simple a la pregunta sobre qué es la violencia. Distintos autores se centran en su dimensión física, es decir, en el componente de fuerza efectiva que ejercen los agentes violentos (victimarios) en contra de quienes la padecen (víctimas).

 

De este tenor es la definición de violencia que se ofrece en el Informe mundial sobre la violencia y la salud, 2002: “el uso deliberado de la fuerza física o el poder, ya sea en grado de amenaza o efectivo, contra uno mismo, otra persona o un grupo o comunidad, que cause o tenga muchas probabilidades de causar lesiones, muerte, daños psicológicos, trastornos del desarrollo o privaciones”5. Y Mario Caponnetto, anota lo siguiente: “la violencia, considerada en sí misma, es sólo fuerza, coacción, ejercida o padecida desde afuera y sin ninguna cooperación por parte del que padece. En tanto mera fuerza, la violencia ni es específicamente humana ni, por ende, pasible de una especificación antropológica y moral”6.

 

No se puede negar que el componente de fuerza física es importante en las dinámicas de violencia que se generan en las sociedades humanas. De aquí que sea lo que primero se destaque cuando se la quiere definir. Al hacer un listado de prácticas violentas más llamativas (por su impacto humano y social), en casi todas ellas lo que no falta es precisamente ese factor de fuerza: asesinatos, secuestros, violaciones, agresiones y robos. Incluso en otros muchos hechos violentos, el componente de fuerza aunque no sea algo efectivo, se hace presente como algo potencial: chantajes, extorsiones y amenazas. Es decir, los agentes violentos quizás no usen la fuerza inmediatamente, pero potencialmente la pueden usar sobre sus víctimas; éstas lo saben y su comportamiento se ve determinado por esa fuerza que se puede desatar sobre ellas. Es decir, la violencia suele estar ligada a un ejercicio de fuerza efectiva o potencial por parte de sus agentes. La expresión violencia física suele ser utilizada justamente para enfatizar ese ejercicio de fuerza.

 

Empero, distintos estudios señalan que hay formas de violencia en las cuales ese componente de fuerza no necesariamente debe estar presente –o al menos no tiene que estarlo con contundencia—. Determinadas expresiones verbales (gritos desaforados, uso de términos discriminatorios, órdenes y mandatos), determinados gestos (señales con los dedos, mirada escrutadora) o posturas corporales (rigidez, altivez) pueden realizarse con la finalidad de infundir miedo y temores en otras personas. Se trata de prácticas que, sin ir acompañadas de un uso o efectivo (o potencial) de la fuerza, alteran la salud mental y las conductas de quienes se ven expuestos a ellas. La expresión violencia psicológica suele ser usada para entender estas dinámicas de interacción social, en las cuales –por lo demás— siempre se hace presente un componente físico: ruidos de los gritos, uso de palabras y gesticulaciones, por ejemplo.

 

No obstante, con el efecto psicológico que tienen determinadas prácticas de un sujeto A sobre un sujeto B hay que tener cuidado a la hora de leer ese efecto en términos de violencia psicológica, pues que al sujeto B le afecte psicológicamente lo que hace el sujeto A –y que aquél interprete como violencia psicológica lo que hace este último— puede prestarse a equívocos y a visiones sumamente difusas de lo que es la violencia. De esta dificultad se hace cargo el Informe mundial sobre la violencia y la salud, ya citado, cuando destaca que “en el ámbito de la salud pública, la dificultad reside en definir la violencia de manera que abarque el conjunto de actos perpetrados y las experiencias subjetivas de las víctimas, pero sin que la definición resulte tan amplia que pierda sentido o describa hechos patológicos las vicisitudes naturales de la vida cotidiana”7.

 

Otro tanto conviene decir de la expresión “agresión verbal”, que suele verse como una forma de violencia psicológica. Hay agresiones verbales que, sin duda, afectan psicológicamente a la persona que es objeto de ellas. En español, por ejemplo, llamar a alguien “perro” o “perra” es sumamente ofensivo y no es difícil considerar expresiones como esas un agravio psicológico. Y la lista de términos con esa carga agresiva se puede multiplicar. Si uno se fija bien se trata de términos intrínsecamente, por así decirlo, tienen ese carga y por lo mismo cuando se usan ello se hace con el propósito de agredir a la persona a quien se le aplican. Empero, hay palabras o frases que no tienen intrínsecamente esa carga y, por ende, cuando se usan no necesariamente se pretende agredir a nadie, pero el destinatario de las mismos se puede sentir fuertemente afectado psicológicamente al escucharlas.

 

Así, para una persona profundamente enamorada de su pareja, escuchar de boca de ésta frases como “no te amo”, “he dejado de amarte” o “voy a dejarte” pueden dar lugar a una situación de crisis psicológica que puede ser vista por quien la padece –o incluso por terceros solidarios con esa persona— como resultado de un violencia psicológica de la que ha sido víctima por parte de su pareja. Pero el asunto aquí es si es intrínseco a esas palabras o frases el carácter agresivo y su uso en ese sentido. Y, por más que alguien pretenda dañar a alguien al decirle que no le ama o que ha dejado de amarle, nadie puedo suponer que necesariamente el destinatario o destinataria de semejante confesión se va a sentir agredido psicológicamente por ello.

 

O un ejemplo más detallado, que en un matrimonio uno de los miembros de la pareja –da igual que sea el hombre o la mujer— le pida el divorcio a la otra por falta de amor o por lo que sea puede ser visto por el otro miembro como un acto de violencia psicológica; puede decirle con la mayor indignación y dolor: “es violencia psicológica lo que haces conmigo al pedirme el divorcio”. Y es probable que el impacto psicológico de la noticia sea fuerte; es probable que la noticia le cause un profundo dolor interior, depresión o pérdida de sentido de la vida. Pero en rigor quien pide un divorcio no está ejerciendo violencia psicológica alguna en su pareja, por una razón simple: no es intrínseco a una petición de divorcio el daño interior (psicológico) que esa petición pueda provocar en quien la recibe. Ese daño si es intrínseco, en el otro extremo, a una amenaza de muerte, que sólo una persona fuera de sus cabales se puede tomar con alegría o indiferencia.

 

Es decir, por más que la vivencia subjetiva de quien se considera víctima de una violencia psicológica, verbal o no, es importante, no es pertinente atenerse sólo a esa vivencia para calificar una frase o una acción como violenta. Dicho de otro modo, las experiencias subjetivas de las víctimas deben tener algún correlato real que las justifique como experiencias subjetivas de violencia. Ese correlato es el uso deliberado de la fuerza física o el poder, o la amenaza expresa de hacerlo, con la finalidad de causar daño a otros (o a sí mismo). De este modo, se supera la propensión de acusar a un sujeto A de violentar psicológicamente a un sujeto B, atribuyéndole al primero actitudes, comportamientos o expresiones que, aunque sean leídas por el segundo –la supuesta víctima— como violencia psicológica, no tienen tal carácter.

 

Entonces, una respuesta provisional a la pregunta acerca de qué es la violencia nos pone ante dos caras de la misma: se trata de un ejercicio de fuerza de un ser humano en contra de otro (o de un grupo social en contra de otro), pero también de una relación social en la que un agente social individual o un grupo afecta psicológicamente a otros (individuos o grupos) a través de prácticas (verbales, corporales, gestuales) que no necesariamente tienen que estar acompañadas de un uso efectivo de la fuerza, pero que sí hacen posible ese uso.

 

Como se ve, estamos apenas con una respuesta provisional a una pregunta compleja y de difícil respuesta. Más aún, digamos desde ya que cualquier respuesta que se dé a la pregunta que nos ocupa (“¿Qué es la violencia?”) siempre será tentativa y aproximada. Lo cual significa que las nociones que se esbocen sobre la violencia, serán siempre eso: esbozos, trazos tentativos cuya finalidad es orientar la reflexión más que fijar conceptos definitivos.

 

Y siempre en esta línea de orientar la reflexión es oportuno traer a cuenta que, desde inicios del siglo XX, cuando autores como Karl Marx, Sigmud Freud y Theodor Adorno exploraron los resortes socio-económicos, psicológicos y culturales de la violencia, se ha hecho un largo recorrido investigativo y conceptual para entender mejor el problema.

 

2. Algunos enfoques en torno al problema de la violencia

 

A estas alturas, cuando tanto se ha hablado y tratado el tema de la violencia, se cuenta con varios enfoques, bastante bien definidos, para abordarla y hacerse cargo de su complejidad: enfoques que, por cierto, no están integrados aun en una visión coherente, sino que figuran como trozos de un relato que aún no ha sido escrito. Esos enfoques son los siguientes: el antropológico, el sociológico, el psicológico y el biológico. Comprender las tesis básicas de estos enfoques es el primer paso que se tiene que dar para hacerse cargo de la complejidad que involucra el tema de la violencia.

 

(a)Enfoque antropológico. Antes de abordar el tema de la visión antropológica de la violencia es preciso aclarar que el enfoque que nos interesa es el de antropología cultural. A esta disciplina humanística la interesa dilucidar el papel que juega la cultura en la vida humana. Su supuesto de fondo es que “la gente comparte la sociedad –vida organizada en grupos— con otros animales, entre los que se incluyen los babuinos, los lobos e incluso las hormigas. Sin embargo, la cultura es algo en esencia humano. Las culturas son tradiciones y costumbres, transmitidas mediante el aprendizaje, que rigen las creencias y el comportamiento de las personas expuestas a ellas”8. Si es así, la cultura no es ajena a la violencia, en tanto que esta última es un comportamiento humano. Y existen sistemas culturales –como el patriarcado— que fomentan una variedad de prácticas violentas contras las mujeres, explicables –aunque absolutamente condenables— desde aquéllos9.

 

Lo básico es asumir, pues, que desde la antropología cultural la violencia se entiende como un fenómeno humano, cuyas raíces son culturales y simbólicas. Es importante destacar aquí que existe la antropología filosófica, cuyas interrogantes esenciales son: ¿qué es el ser humano? ¿Cuál es su origen y naturaleza? ¿Cuáles son los fines de la humanidad?, etc. La antropología cultural, como apartado importante de la antropología científica, no se hace preguntas de corte filosófico como las mencionadas, sino que se atiene lo que revelan las evidencias culturales reales (costumbres, rituales, mitos, arte, religión) sobre cómo el ser humano forma sus prácticas sociales y visión de mundo. No obstante lo anterior, la antropología científica –y la cultural— no es ajena a la antropología filosófica, en el sentido de que algunas de sus interrogantes –“¿dónde y cuándo se produjo nuestro origen?”, “¿Cómo han cambiado nuestras especies?”, “¿Qué somos ahora?”, “¿Hacia dónde vamos?”10— tienen un sabor filosófico innegable.

 

La antropología cultural es la disciplina que trata justamente del ser humano como animal simbólico: que crea y vive de símbolos. Concebir al hombre –al ser humano—como “animal simbólico” fue la contribución de Ernst Cassirer a la antropología cultural11. En este aspecto, la antropología cultural refleja lo sucedido a corrientes importantes de las ciencias sociales que se inscribieron en la concepción según la cual “la vida social [es algo] que está organizado en términos de símbolos (…), cuyo significado (…) debemos captar si es que queremos comprender esa organización y formular sus principios”12. En el caso de la violencia, la misma se explicaría por el peso de tradiciones simbólicas (culturales) que legitiman y alientan el ejercicio de la fuerza en contra de otros. O, en otras palabras, desde la antropología cultural las visiones de mundo culturalmente construidas marcan las pautas de los comportamientos y las interacciones sociales. Y la violencia, entendida como una interacción social, estaría motivada y por factores simbólicos (culturales) que la favorecerían.

 

En América Latina, desde la antropología se han realizado importantes aportaciones para el estudio de la fragua cultural de prácticas violentas, alentadas y legitimadas desde determinados marcos culturales (cosmovisiones). Sólo a modo de ejemplo, se pueden mencionar los estudios antropológicos de Enrique Florescano, en México, sobre las sociedades mesoamericanas y el componente violento (sacrificios, canibalismo, guerras) que las caracterizó, así como también el simbolismo cultural13 que sostuvo esas prácticas violentas (que no se entienden, ciertamente, fuera del universo cultural en el que estuvieron insertas). Otros estudios, en continuidad con el enfoque de Florescano, han abordado el marco cultural (desde la visión de mundo indígena) en el que se desarrolló la conquista española de América14. Por supuesto que el tema de la violencia en las sociedades prehispánicas genera fuertes polémicas, especialmente enconadas entre aquellos que sostienen una visión idílica de esa etapa del desarrollo histórico.

 

Casi nadie discute, eso sí, la violencia de la conquista, de la cual incluso se ha construido una “leyenda negra”. Esto llevado a que autores como Santiago Marín Arrieta sostengan que “la conquista americana por los españoles fue cruenta, despiadada y con actos de gran salvajismo. También hubo mucho de sacrificios, de privaciones extremas y de actos de gran heroísmo. El juicio común derivado de dicha situación ha sido, por lo general, negativo para con los conquistadores y al cumplirse los quinientos años del Descubrimiento, a pesar del tiempo transcurrido, persisten opiniones que no se compadecen con la realidad actual”15. Y justamente la leyenda negra hace énfasis los momentos de crueldad y salvajismo de la conquista, dejando a un lado otros momentos de ella.

 

Asimismo, de la violencia existente previamente sólo los más críticos e informados de atreven a hablar. Entre ellos destaca, como ya se dijo, Enrique Florescano con sendos estudios sobre el simbolismo de la muerte entre los aztecas, por ejemplo16. Y, más recientemente, Pablo Boullosa, en un polémico ensayo –titulado Dilemas clásicos para mexicanos y otros sobrevivientes17—, se ha referido al carácter violento de la estética prehispánica en México. “Si algo distinguió al Imperio mexica –escribe Pablo Boullosa— fue su atroz idealismo. Para los gobernantes aztecas, las ideas eran más importantes que las personas, y la prueba de ello es que preferían sacrificar miles y miles de vidas humanas antes que poner en duda sus altos ideales. Casi todos los que visitan la sala Mexica del Museo Nacional de Antropología lo hacen con la mano de Platón levantada hacia el Ideal y sin atender a lo que los objetos les dicen directamente. Es la única forma de explicar que casi nadie termine la visita concluyendo que estas tierras ocurrían cosas brutales, espantosas, a la sombra de una ideología totalitaria”18. Y el autor remata de la siguiente manera su visión crítica de la violencia predominante en la sociedad mexica:

 

“El tema del sacrificio humano siempre ha sido incómodo para el mexicano promedio, y quizás más aún para quienes han estudiado antropología y arqueología, casi siempre motivados por una idea elevada y romántica de las culturas indígenas… Referirse al trauma de la Conquista es políticamente correcto; pero hablar del trauma de quienes perdieron hijos, padres, hermanos, en los altares de los dioses prehispánicos es impensable. Son las primeras víctimas mortales de estas tierras en haber sido borradas de nuestro olvido”19.

 

En los años setenta, son claves los estudios de Manuel Antonio Garretón, en Chile, para comprender la violencia generada por los regímenes autoritarios que dominaron América del Sur desde 1964 hasta finales de los años ochenta. Garretón, desde la sociología de la cultura –impregnada fuertemente de las tesis de la antropología cultural— fue un pionero en el análisis de la cultura política autoritaria, en el marco de la cual es posible comprender las formas de violencia política (y otras formas de violencia no política) que marcaron la cotidianidad de buena parte de las sociedades latinoamericanas durante casi tres décadas20. Otros autores, como Marcelo Cavarozzi21 y Guillermo O’Donnell22, también abordaron el tema de la cultura política autoritaria como caldo de cultivo de prácticas políticas sumamente violentas. Estos estudiosos y otros exploraron la forma cómo determinadas prácticas violentas en contra de opositores políticos –como desapariciones, torturas y asesinatos— fueron legitimadas por determinadas creencias y percepciones sobre el valor (o el poco valor) de otros seres humanos, a quienes se redujo a una especie de lacra ajena a cualquier reconocimiento social. Resuena de cuando en cuando el calificativo preferido de Augusto Pinochet para referirse al comunismo y a los comunistas: cáncer. Y siendo algo tan mortífero, a los comunistas reales o presuntos había que aplicarles procedimientos de extirpación contundentes. No sólo Pinochet lo entendió así. También lo hicieron los militares que se integraron a operaciones de terrorismo estatal como la Operación Cóndor23, que tanto dolor causó en las sociedades latinoamericanas que estuvieron en su radio de acción: Brasil, Argentina, Chile, Paraguay, Bolivia y Uruguay.

 

En El Salvador, el análisis de los marcos culturales de la violencia han sido constantes desde los años noventa en adelante, aunque existe un estudio pionero –del antropólogo Carlos Rafael Cabarrús— en el que se aborda el fenómeno del cambio en la concepción religiosa católica que da pie al compromiso revolucionario (en los años setenta) de importantes grupos campesinos en la zona Aguilares, al norte de San Salvador. El libro de Cabarrús se titula: Génesis de una revolución24. Posteriormente, se publicaron dos trabajos decisivos: Cultura y ética de la violencia (1996), de Patricia Alvarenga, y “La cultura de la violencia”, un editorial de la Revista ECA, de la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas”25. En este último texto se apunta una tesis que bien puede servir para entender no sólo a la sociedad salvadoreña, sino a otras sociedades latinoamericanas que vivieron procesos de transición democrática desde el cierre de los años ochenta.

 

“Contrario a lo que parecía –se dice en el mencionado editorial—, la transición no pudo impedir que las formas más primitivas de la violencia estructural emergieran con una brutalidad desconocida. A ello contribuye la guerra pasada, al haber permitido la circulación libre de toda clase de armas de fuego, al haber debilitado una institucionalidad estatal ya de por sí bastante frágil y al haber desgarrado el tejido social. La guerra, dada su naturaleza, creó normas y valores sociales que legitimaron y privilegiaron el uso de la violencia en las relaciones sociales, exacerbando y universalizando la cultura de la violencia en la que ahora vivimos inmersos. Pero esta cultura no es una simple herencia de la guerra, sino que es actualizada por los comportamientos sociales e individuales cotidianos. Así, la violencia ha llegado a ser aceptada como forma posible e incluso requerida de comportamiento, convirtiéndose en una cultura, cuya mentalidad y valores privilegian la acción violenta”26.

 

(b) Enfoque sociológico. La sociología se ha ocupado den distintas maneras del tema de la violencia. Algunas corrientes de ella han enfatizado el conflicto social, de suerte que la violencia –como manifestación del conflicto social— ha estado en el centro de sus preocupaciones. Obviamente, el conflicto social tiene que ser necesariamente leído como violencia, pero en sus formas más agudas aquél puede desembocar en ésta. Las distintas variantes del marxismo prestan atención a los condicionantes socio-económicos de la violencia, entendiendo a esta última como un fenómeno social connatural a las sociedades divididas en clases sociales.

 

“En forma muy esquemática podemos resumir el problema de la violencia en la sociedad capitalista, según el planteamiento de Marx, a partir de los siguientes elementos: (a) la alienación económica supone la separación, por la violencia, entre los trabajadores y las condiciones de producción; (b) el aparato jurídico-político (cristalizado en el Estado) tiene como funciones fundamentales controlar coercitivamente los posibles desbordes de clases subordinadas o reprimirlos violentamente si se hacen efectivos; (c) las clases subordinadas pueden revertir la situación de despojo (alienación económica), para lo cual tienen que valerse de la violencia en dos sentidos: para desplazar del control del Estado a la clase dominante y para, desde el control del Estado recién conquistado, dar inicio a la recuperación por parte de los trabajadores de sus condiciones de producción; y (c) toda forma de violencia llegará a su fin una vez que los vestigios de las formas de dominación económica del viejo orden (el orden burgués), sean erradicados totalmente, es decir, cuando se instaure la sociedad comunista”27.

 

En Vladimir Lenin la apelación a la violencia revolucionaria para derribar la violencia del orden capitalista es contundente28. También fue contundente Mao Tse Tung en su apelación a la violencia revolucionaria. “A nosotros nos incumbe –dijo en alguna ocasión— organizar al pueblo. En cuanto a los reaccionarios chinos, nos incumbe a nosotros organizar al pueblo para derribarlos. Con todo lo reaccionario ocurre igual: si no lo golpeas, no cae. Esto es como barrer el suelo: por regla general, donde no llega la escoba, el polvo no desaparece solo”29.

 

Incluso autores como Antonio Gramsci, que se preocuparon por lo cultural, no dejaron de lado el factor “clases sociales” en su análisis de la violencia que, en definitiva, siempre es una violencia de clases. Esta se expresa en el plano económico como explotación; en el plano jurídico-político como coerción y represión; y en el plano ideológico como imposición (educativa, cultural) de la ideología dominante. De hecho, para Gramsci la lucha por la hegemonía cultural de las clases subalternas tiene como fin último acabar con la violencia estructural propia de la sociedad de clases capitalista. En Gramsci –según Christine Buci-Gluksmann,— “no hay una teoría de la hegemonía sin una teoría de la crisis de hegemonía (conocida como crisis orgánica); no hay un análisis de la integración de las clases subalternas por una clase dominante sin la teoría de los modos de autonomización y de constitución de clase que posibilitan a una clase subalterna el convertirse en hegemónica; no hay una ampliación del concepto de Estado sin la redefinición de una perspectiva estratégica nueva, la ‘guerra de posiciones’, que posibilita a la clase obrera luchar por un nuevo Estado”30.

 

En algunos enfoques recientes del conflicto social, la violencia es vista como resultado de la lucha entre grupos sociales determinados que se disputan recursos económicos, políticos, sociales o medioambientales31. Otras corrientes sociológicas, aunque renuentes a aceptarla tesis del conflicto, no ha sido ajenas al mismo y lo han integrado en sus concepciones32. El estructural-funcionalismo, por ejemplo, ha visto el conflicto como disfuncionalidad y en algunas formulaciones no como un conflicto clases, sino como un conflicto de roles: si el rol es el comportamiento que se espera de los individuos de acuerdo a una ciertas normas socialmente aceptadas, hay roles que pueden ser no compatibles, sobre todo en procesos de cambio social acelerado. De todas maneras, la concepción de la violencia como disfuncionalidad social se ha traducido en las más variadas opciones de tratamiento para la misma, concebidas como terapias de “readaptación social” para quienes realizan prácticas violentas.

 

La violencia delincuencial –en esta visión— sería una anormalidad en las interacciones sociales; una “desviación” de las normas establecidas que, en casos extremos –como enseñaron Merton y Durkheim— se podría traducir en anomia: una situación en la cual el vínculo social se rompe, las normas sociales son ignoradas por los individuos y una especie de anarquía social se impone. “Merton –dice A. Giddens— partió del concepto de anomia para desarrollar una teoría de la desviación que ha sido muy influyente… el primeo que utilizó el concepto fue Durkheim, uno de los fundadores de la sociología, quien indicó que, en las sociedades modernas, las normas y los valores tradicionales se ven socavados sin ser reemplazados por otros.

 

Existe anomia cuando no hay unas normas claras que guíen el comportamiento en una determinada área de la vida social. Durkheim creía que en esas circunstancias la gente se encuentra desorientada y padece ansiedad… Merton modificó el concepto de anomia para dar cabida a la tensión a la tensión a la que se ven expuestos los individuos cuando las normas aceptadas entran en conflicto con la realidad social”33. El comportamiento violento (delincuencial) es un comportamiento “desviado”, pues se desvía de las “normas dadas, que sí son aceptadas por un número significativo de personas de una comunidad o sociedad”34.

 

Pero bien, ya sea que la violencia se vea como una realidad consustancial a una sociedad compuesta por clases sociales o que se vea como “anormalidad” y como “disfuncionalidad”, en general para la sociología se trata de un fenómeno social, que en cuanto tal debe ser entendido y tratado desde las condiciones sociales, económicas y políticas que lo generan. Cuando la sociología asume las tesis de la antropología de la cultura, a los condicionantes señalados se añade el componente simbólico cultural.

 

En suma, pues, desde la sociología, la violencia se entiende como un fenómeno social. Se entiende como resultado de dinámicas sociales (exclusión, marginalidad, polarización riqueza-pobreza) que la originan y reproducen. Que se la entienda como fenómeno social trae aparejado que se piense que si se comprenden sus resortes principales será posible diseñar los mecanismos de intervención que la reduzcan e incluso que la erradiquen.

 

Cabe destacar aquí que la sociología no ha dejado de lado el tema de la violencia en la escuela. Así, los dos enfoques sociológicos expuestos –el enfoque del conflicto y el enfoque funcionalista— tienen una postura bastante clara en torno al problema de la violencia en la escuela. El primero –en las versiones clásicas del marxismo— ve en la violencia en la escuela una manifestación de los conflictos de clases que afectan y dinamizan a la sociedad. La lucha de clases se reflejaría y reproduciría en la escuela.

 

En esta visión, el cuerpo docente y de dirección escolar son los agentes de un Estado controlado por la clase dominante, autorizados para aplicar la coerción para disciplinar a los alumnos y lograr que interioricen –mediante la aceptación de la ideología dominante— su papel en la estructura social. Antonio Gramsci dedicó buena parte de su obra al tema educativo e hizo énfasis en los aspectos culturales y disciplinares de la educación. El libro Cartas desde la cárcel35 recoge buen parte de sus intuiciones educativas. Un autor que vio al sistema educativo como pieza clave para la reproducción ideológica del capitalismo fue Louis Althusser36. Y Michel Foucault37, sin ser expresamente marxista, destacó las relaciones de poder –con la violencia que les es propia—, que se interiorizan mediante la institución educativa.

 

En lo que se refiere a la violencia en la escuela, los enfoques estructural-funcionalistas y afines también han dado pie distintos análisis de la misma. Se ha insistido en entenderla como una “desviación” o incluso como una patología. Los tipos de violencia escolar de los que se ocuparon inicialmente estos sociólogos fue la generada en la interacción entre adolescentes al interior del recinto escolar, aunque con el auge de las drogas en los años sesenta (especialmente, en EEUU) en entorno escolar fue tomado en cuenta como factor propiciador de la violencia en las escuelas. Esta visión de la violencia en las escuelas –centrada en el entorno escolar— tiene en estos momentos un enorme peso, sobre todo porque se ha articulado con interpretaciones epidemiológicas de la violencia; es decir, interpretaciones para las cuales la violencia es un asunto de salud pública que debe ser atendido tratando los factores de riesgo que la favorecen.

 

(c) Enfoque psicológico. La psicología, en buena parte de la primera mitad del siglo XX, estuvo fuertemente dominada por el conductismo, lo cual fue reflejo del predominio que en alcanzó a mediados de ese siglo el positivismo cientificista. Sin embargo, hubo una reacción muy fuerte a las tendencias conductistas –que explicaban el comportamiento humano mediante la lógica “estímulo-respuesta”— por parte de corrientes psicológicas de carácter genético que prestaron atención a la vida mental. Cuatro figuras destacan en este campo: los rusos Alexander Luria y Lev S. Vigotski, el francés Henri Wallon y el ginebrino Jean Piaget.

 

Cada uno de ellos aportó –en sendas obras teóricas y experimentales— lo propio para dar a la psicología unos sólidos fundamentos teóricos y metodológicos que justificaran su objeto de estudio: la vida subjetiva de las personas convertida en realidad exterior a través del lenguaje y la actividad práctica. En esta línea, Wallon sostuvo que “por el lenguaje, el objeto del pensamiento deja de ser quien, por su presencia, se impone a la percepción. Da a la representación de las cosas el medio de ser evocadas, confrontadas entre ellas y de compararlas con lo que en ese momento se percibe… A los momentos de la experiencia vivida superpone el mundo de los signos, que son las referencias del pensamiento, en un medio en el que puede imaginar y seguir trayectorias libres, unir lo que estaba desunido, separar lo que se había presentado simultáneamente”38.

 

Así las cosas, a la psicología le interesan los procesos que llevan la interiorización de creencias, valores, opciones y formas de ver la vida (signos y representaciones, diría Wallon) y que, en definitiva, son los que orientan y dan sentido a los comportamientos efectivos de las personas. Es decir, lo que desde fuera se ve como una mera relación estímulo-respuesta en realidad está mediado por los factores biológicos y psicológicos que internamente condicionan el comportamiento de los individuos.

 

Específicamente, en el tema de la violencia la psicología se centra no sólo en los factores subjetivos que alientan prácticas violentas, sino en los mecanismos que hacen posible la interiorización de opciones, valores y creencias violentas por parte de los individuos. Es decir, se preocupa por cómo la violencia se hace parte de la subjetividad individual. Y para atender a esa preocupación entra en escena la psicología social que ofrece un enfoque interesante: la subjetividad individual vista como la confluencia de factores psicobiológicos y sociales, siendo estos últimos, sin desmedro de los primeros, el principal objeto los de su interés. En esta última perspectiva, para explicar la violencia se tendría que recurrir a los condiciones sociales y culturales en la que se fragua la subjetividad de cada cual.

 

Un autor decisivo en los enfoques las psicología social en América Latina (y no sólo en El Salvador) es Ignacio Martín-Baró, cuyos aportes esenciales se recogen en los libros Problemas de psicología social en América Latina y Acción e ideología, así como en innumerables ensayos publicados en la revista ECA. La tesis general de Martín-Baró es que la ideología condiciona las acciones humanas. Y la ideología, como cosmovisión que domina la subjetividad humana, se construye social e históricamente. La violencia, como acción social –así la entiende este autor— se inscribe en una ideología que justifica, legitima y valida el uso de la fuerza en contra otros. Hay que decir aquí que Martín-Baró no entiende ideología como “ideología política” o como “visión falsa de la realidad”, sino como la visión de la realidad –creencias, opciones, valores, usos y costumbres— que cada individuo construye en su relación indisoluble con otros individuos en una sociedad determinada39.

 

Desde el enfoque de Martín-Baró, la violencia en la escuela pone en juego, en las acciones de sus agentes, la ideología que ellos han interiorizado, la cual está tejida de valores, creencias, formas de ver la vida y opciones violentas. Esa ideología violenta se ha fraguado fuera de la escuela, pero se hace presente en ella, dado que alumnos, maestros y directores escolares son parte de una sociedad articulada según mecanismos que generan violencia y moldean la subjetividad de sus miembros. Conocer la dinámica de la violencia en la escuela supone entender la ideología (cosmovisión) que la alimenta y comprender los factores sociales, económicos y políticos que, en una sociedad determinada, condicionan y exigen la vigencia de una ideología que se nutre de componentes que inducen a la violencia y la legitiman. Atender problema de la violencia en la escuela significa salirse de la escuela e ir a los factores societales que la generan efectivamente y que generan también la ideología que la sustenta.

 

(f) Enfoque biológico. Desde la biología –especialmente desde una de sus ramas más importantes: la etología— la violencia (o la agresión, en el caso de los animales no humanos) ha sido un asunto central. Algunos investigadores quisieron apelar a la biología para entender la violencia criminal como resultado de una degeneración biológica. Así, el criminólogo Cesare Lombroso creía, hacia 1870, que “la mayor parte de los delincuentes eran degenerados o anormales desde el punto de vista biológico”40.

 

En algunas corrientes de las neurociencias actuales –en algunos de sus exponentes— esa tesis ha reaparecido. Es lo que se sostiene en el libro divulgativo de Eduardo Punset, El alma está en el cerebro41, que en el marco de un reduccionismo biologicista ciertamente discutible, sostiene argumentos que sin duda serán del agrado de quienes prefieren tratar la violencia como una enfermedad que como un problema social. Luego de constatar la preocupación mundial por la violencia, Punset señala que “creíamos que la violencia era la consecuencia de actos conscientes, decididos por la inteligencia humana; creíamos que podíamos ser pacíficos o violentos dependiendo de nuestra voluntad… Y de repente, el profesor Adrian Raine42 se atreve a publicar que la ‘la conducta criminal debe tratarse como una enfermedad clínica’. ‘Efectivamente –nos dijo Adrian Raine—, en la conducta delictiva y en la violencia hay una base biológica. Vamos a concretar: hay muchos factores que conforman el comportamiento de los adultos; algunos los conocemos bien, como los malos tratos en la infancia, la falta de educación por parte de los padres o la pobreza… Pero las nuevas investigaciones parecen demostrar que también hay factores genéticos y biológicos que contribuyen a la conducta delictiva y a la violencia’”. Y remata Punset:

 

“Según Raine, uno de los factores biológicos es el mal funcionamiento y la estructura defectuosa de una parte del cerebro que está situada justo encima de los ojos, y se esconde detrás de la frente. Esta zona se llama cortex prefrontal, Es una parte del cerebro que interviene en la regulación del comportamiento y, al mismo tiempo, se la parte del cerebro que se activa a la hora de tomar decisiones complejas. Pero lo más importante es que el cortex prefrontal es también la zona del cerebro que inhibe la agresividad. Si esta área del cerebro no funciona con normalidad o existen impedimentos estructurales que afectan esa parte del cerebro, ello puedo suponer una predisposición para la violencia y la conducta delictiva”43.

 

Punset no es coherente con la tesis que pretende sostener al inicio de su argumentación, pues de la afirmación inicial –contundente—de que la violencia es una enfermedad que debe tratarse clínicamente, y de la cual no son responsables sus agentes –ya que padecen una enfermedad cerebral— termina aceptando que “si esta área del cerebro no funciona con normalidad o existen impedimentos estructurales que afectan esa parte del cerebro, ello puedo suponer una predisposición para la violencia y la conducta delictiva”. Es decir, se puede suponer una predisposición a la violencia, pero no un desencadenamiento automático de conductas violentas, ya que –como dice el autor que él cita— los factores genéticos contribuyen a la conducta delictiva, pero no son los únicos.

 

Dicho lo anterior, la pregunta por la biología humana sigue en pie. Y es que en la mira de distintos autores –incluido Charles Darwin— ha estado el propósito de comprender la violencia entre los seres humanos. Porque “el análisis del comportamiento violento se puede emprender desde varios puntos de vista, por ejemplo, el comparativo, el neurológico, el endocrinológico y el antropométrico… Las diversas hipótesis y resultados de experimentaciones son contradictorios a menudo, y no obstante los recientes esfuerzos de la investigación interdisciplinaria, hay grietas difíciles de salvar como, por ejemplo, entre la Etología y la Endocrinología”44.

 

La gran pregunta que se hace desde la biología y que sigue sin responderse es si hay en las raíces biológicas de los individuos factores que, por naturaleza, lo induzcan a agredir a sus semejantes. No se trata de un asunto sobre el que exista una postura concluyente; y las posturas concluyentes provienen de autores que no eran biólogos: J.J. Rousseau, para quien el ser humano es bueno por naturaleza; y S. Freud, para quien la violencia está inscrita en la estructura biológica de los individuos, siendo la cultura una instancia creada para domeñar los impulsos violentos de estos últimos.

 

De todos modos, lo que no puede negarse es que los seres humanos tenemos una dimensión biológica que nos conecta con las demás especies viviente y, en lo más cercano desde un punto de vista evolutivo, con los primates superiores. Y lo que la evidencia arroja sobre estos parientes cercanos es que su agresividad no es descontrolada y constante, sino fuertemente defensiva y ligada a su sobrevivencia. Los estudios de individuos humanos en estado natural (o casi natural), aunque escasos, han revelado una desprotección y una debilidad extrema en situaciones de nacimiento y crecimiento aisladas de cualquier contacto humano y de unas condiciones sociales de acogimiento y preparación para la vida. Desde la biología, Diego Gracia ha defendido la tesis de la indefensión del ser humano fuera de la sociedad, debido a su “inespecialización” biológica, lo cual hace que la conexión estímulo-respuesta sea sumamente frágil. Y Carlos Beorlegui, en sintonía con las tesis de Diego Gracia y Xavier Zubiri, habla se la “singularidad” del ser humano, singularidad “que es consecuencia de la estructura comportamental que poseemos: no nos hallamos determinados por orientaciones rígidas de la genética y la biología, sino por la necesidad de elegir entre diversas opciones de actuación”45. Mientras tanto, el psicólogo venezolano Alberto Merani hizo un importante análisis del niño salvaje del Aveyron en su libro Naturaleza humana y educación46. A propósito de la inespecialización biológica humana, Natalia López Moratalla sostiene lo siguiente:

 

“El tamaño, la forma y la organización del cerebro, especialmente la localización de las funciones del sistema nervioso en partes más anteriores del cerebro; la división en dos hemisferios, izquierdo y derecho, que pueden transferirse información y pueden coordinarse las actividades mentales, fue el mayor cambio que produjo la hominización. La gran diferencia entre el cerebro de los monos y los humanos es el enorme desarrollo de las áreas prefrontales humanas; esto significa no sean la causa del intelecto superior humano, sino que este mayor desarrollo da soporte a muchas de las funciones del cerebro que se correlacionan con una inteligencia superior. Además se ampliaron las zonas temporal y occipital de córtex, que favorecen el desarrollo de la visión y la audición, presupuestos biológicos de un ser social que necesitó del lenguaje para comunicarse.

 

Por último, cabe destacar que se produce una inespecialización reflejada en características como: una capacidad de unión sexual no ligada a un tiempo de celo; aguante de las mayores oscilaciones de temperatura; poca especialización digestiva; no posesión de órganos de ataque, etc. El desarrollo corporal se hizo más lento, apartándose también en esta característica de los restantes individuos no humanos. Este desarrollo prolongado implica un entorno social más protector, y una familia en que, probablemente por primera vez, los padres intervenían en el cuidado y alimentación de los hijos. Ese ritmo del crecimiento del individuo humano se adecua a la inespecialización funcional. La dependencia de sus padres es larguísima y la dependencia del entorno social es constitutiva: es esencialmente social y educable… es cultural”47.

 

El enfoque biológico, pues, explora la inquietante pregunta de si hay algo en la naturaleza humana (en la dimensión animal del ser humano) que dé lugar a (que sea fuente de) la violencia. El biologicismo es un riesgo (es decir, pretender que el ser humano es por naturaleza violento), pero no por evitarlo se debe dejar de lado que el ser humano tiene una dimensión biológica ineludible que debe ser conocida de la mejor manera posible. También tiene que evitarse la visión de la conducta violenta como manifestación de una enfermedad mental (cerebral), pues llevada a sus extremos esa visión no sólo supone que de lo que se trata es de aplicar el medicamento apropiado a los pacientes “enfermos de violencia”, sino que se exime a los agentes violentos de responsabilidad alguna por sus acciones.

 

3. A manera de conclusión

 

A partir de lo anterior se puede concluir que cada uno de los enfoques acerca de la violencia aporta una mirada parcial acerca de la misma. Para una comprensión más cabal de la violencia esas miradas tienen que ser integradas en una concepción del ser humano como realidad biológica, psicológica, social y simbólica.

 

Asimismo, de la visión de conjunto de esos enfoques se puede proponer una definición básica de violencia: ante todo, se trata de un fenómeno social, que se caracteriza principalmente por ser un ejercicio de fuerza por parte de individuos, grupos o instituciones en contra de individuos o grupos que pueden ser destinatarios pasivos o activos de ella. Pero es un ejercicio de fuerza (efectivo o potencial) que no se da en el vacío: hay contextos que lo cualifican de determinadas maneras. También la violencia puede tener un sentido de violencia psicológica que, aunque no deje una huella física evidente, altera la salud mental de las víctimas, dando pie a temores, miedos y cambios en la conducta. La violencia, por último, requiere de un soporte ideológico –presente en la subjetivad de los individuos— que la justifique y legitime. En lo que atañe a la violencia en la escuela, la mirada antropológica, sociológica y psicológica nos pone en alerta acerca de los factores posibilitadores de violencia que, siendo externos a la institución escolar, se viven y reproducen dentro de ella.

 

Primer Coloquio de Bio-política y violencia en El Salvador, Universidad de El Salvador, 10-14 de octubre de 2016.

 

_____________

 

*El presente ensayo retoma, con algunas modificaciones leves, la primera parte de un estudio más largo sobre el tema de la violencia, publicado con el título de Violencia, violencia social y escuela (San Salvador, UDB, 2012). En realidad, muy poco es lo que podría añadir, o decir de novedoso, a lo que está plasmado en esas páginas a propósito del abordaje teórico de la violencia. En el ensayo “Aproximación teórica a la violencia”, escrito por el autor en colaboración con Carmen Elena Villacorta (ECA, octubre de 1998), se pueden encontrar ideas complementarias a las planteadas en aquí.

 

1 Un desarrollo teórico amplio del tema se encuentra en: Carmen Elena Villacorta, Luis Armando González, “Aproximación teórica a la violencia”. En: http://www.uca.edu.sv/publica/eca/599art4.html

 

2 México, Tusquets Editores, 2010.

 

3 Rüdiger Safranski, Ibíd., p. 14.

 

4 Para un acercamiento a este debate, se puede leer el sugerente texto de Mario Caponnetto, “Una reflexión filosófica acerca de la violencia”.

En: http://www.notivida.com.ar/Articulos/Violencia/Una%20reflexion%20filosofica%20acerca%20de%20la%20violencia.html

 

5 OPS-OMS, Informe mundial sobre la violencia y la salud. Washington, 2002, p. 5.

 

6 Mario Caponnetto, Ibíd., p. 4.

7 OPS-OMS, Informe mundial sobre la violencia y la salud, p. 5.

8 Conrad Philip Kottak, Antropología cultural. Madrid, McGraw Hill, 2002, p. 3.

 

9 Ibíd., pp. 225 y ss.

 

10 Ibíd., p. 2.

 

11 Cfr., Ernst Cassirer, Filosofía de las formas simbólicas (I y II). México, FCE, 1998.

 

12 Cliford Geertz, “Géneros confusos. La refiguración del pensamiento social”. En Carlos Reynoso (Comp.), El surgimiento de la antropología postmoderna. Barcelona, Gedisa, 1998, p. 65.

 

13 Buna parte de ese simbolismo está recogido en mitos y leyendas. Cfr., Walter Krickerberg, Mitos y leyendas de los aztecas, incas, mayas y muiscas. México, FCE., 2004.

 

14 Cfr. Johanna Broda, “La ritualidad mesoamericana y los procesos de sincretrismo y reelaboración simbólica después de la conquista”.

En: http://www.filosofia.buap.mx/Graffylia/2/14.pdf

 

15 Santiago Marín Arrieta, “La leyenda negra”. En http://www.lulu.com/items/volume_8/206000/206936/1/preview/La_Leyenda_Negra.pdf

 

16La obra de Enrique Florescano es amplia. Aquí sólo referimos su obra Etnia, Estado y Nación. Ensayo sobre las identidades colectivas en México. Bogotá, Aguilar, 1999.

 

17 México, Taurus, 2011.

 

18 Pablo Baullosa, Ibíd., pp. 114-115.

 

19 Ibíd., pp. 114-115.

 

20 Cfr. Manuel Antonio Garretón, “La transformación de la acción colectiva en América Latina”. En: http://catedras.fsoc.uba.ar/toer/articulos/txt-garreton01.htm

21 Cfr., Marcelo Cavarozzi, Autoritarismo y democracia, 1955-2006. Barcelona, Ariel, 2006.

 

22 Cfr. Guillermo O´Donnel, 1966-1973. El Estado burocrático autoritario. Buenos Aires, Editorial de Belgrano, 1982.

 

23 Stella Calloni, Los años del lobo. Operación Cóndor. Buenos Aires, Icaria Editorial, 1999.

24 México, Ediciones de la Casa Chata, 1983.

25 Cfr. “La cultura de la violencia” (editorial ECA). En: http://www.uca.edu.sv/publica/eca/588edit.html

26 Ibíd.

27 Luis Armando González, “Raíces sociales de la violencia: el aporte del marxismo”. En: http://www.uca.edu.sv/revistarealidad/archivo/4de4fe40d31d0reaices.pdf

 

28 Cfr., V. I. Lenin, El Estado y la revolución. En: http://www.marxists.org/espanol/lenin/obras/1910s/estyrev/index.htm

 

29 Citas del Presidente Mao Tse Tung. En: http://stolpkin.net/IMG/pdf/El_Libro_Rojo.pdf

 

30 Christine Buci-Glucksmann, Gramsci y el Estado (Hacia una teoría materialista de la filosofía). México, Siglo XXI, 1978, pp. 78-79.

 

31 Cfr., Enrique Leff (Comp.), Ciencias sociales y formación ambiental. Barcelona, Gedisa, 1994.

 

32 Cfr., Luis Armando González, “Sociología y cambio político en El Salvador”. Contrapunto, 30 de marzo de 2010. En: http://www.contrapunto.com.sv/columnistas/sociologia-y-cambio-politico-en-el-salvador

 

33 Anthony Giddens, Sociología. Madrid, Alianza, 1999, pp. 235-236.

34 Ibíd., p. 231.

 

35 Buenos Aires, Nueva Visión, 2006.

 

36 Cfr., Louis Althusser, Ideología y aparatos ideológicos de Estado. En: http://www.ucm.es/info/eurotheo/e_books/althusser/

 

37 Una buena aproximación al tema de la educación en Michel Foucault la hace Patricia Carabelli en “Reflexiones sobre educación y verdad desde la perspectiva de Michel Foucault”. En: http://www.fermentario.fhuce.edu.uy/index.php/fermentario/article/view/47

 

38 Henri Wallon, La evolución psicológica del niño. México, Grijalbo, 1974, pp. 158-159.

39 Cfr., Ignacio-Martín-Baró, Poder, ideología y violencia. Madrid, Trotta, 2003.

40 Anthony Giddens, Ibíd., p. 233.

41 Barcelona, Ediciones Destino, 2006.

42 Profesor de Criminología y psiquiatría en la Universidad de Pennsylvania, EEUU.

43 Ibíd., pp. 247-249.

44 Marvin E. Wolfgang, Franco Ferracuti, La subcultura de la violencia. México, FCE, 1982, p. 214.

45 Carlos Beorlegui, La singularidad de la especie humana. De la hominización a la humanización. Bilbao, Universidad de Deusto, p. 503.

46 México, Grijalbo, 1972.

47 Natalia López Moratalla, “Mundo natural”. En Gloria Tomás Garrido (Coord.), Manual de bioética. Barcelona, Ariel, 2001, pp. 161 y ss.

https://www.alainet.org/de/node/181403
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