Política y apatía popular en los Estados Unidos (II)
- Opinión
El crecimiento económico de los EE.UU. en el último tercio del siglo XIX y comienzos del XX y, luego a partir de la segunda guerra mundial, expandió la industria, el empleo y las masas de trabajadores, así como reclamó el arribo de grandes oleadas de inmigrantes que el país pudo absorber en un marco de no pocas tensiones y desigualdades pero sin mayores dificultades.
Más que crear un ‘melting pot’ (una fusión de sus componentes) la sociedad estadounidense ha alimentado y logrado un delicado, pero cada vez más precario, equilibrio de las diferencias, de las tensiones, la competencia y de los miedos entre los diversos componentes étnicos y sociales del país, y entre las diversas ‘comunidades’. Tal equilibrio ha sido favorecido gracias a su expansión económica, a la particular conformación de su sistema federal, a la pretensión de excepcionalismo y de nación predestinada, que han actuado como factores aglutinantes, así como por el hecho de que los estadounidenses, pese a todo y en medio de sus inseguridades identitarias, han sido propensos a dar muestras de lealtades y patriotismos.
No obstante, la peligrosa ideología de supremacía blanca inhibe la cohesión social entre la población del país. Como señalamos en un anterior artículo, algunos analistas advierten que la evolución demográfica apunta a que la nación no será sostenible a largo plazo si no se corrigen las marcadas desigualdades entre las distintas comunidades étnicas.
Por otro lado, dada la opresión y las desigualdades económicas, la conciencia pública es débil entre muchos en las clases desposeídas, o predomina entre ellos un mayor rechazo y escepticismo hacia las instituciones del sistema. Como en otros confines, aquellos que más carecen se ven presionados por las urgencias cotidianas para vivir, y están faltos de tiempo y energías para trabajar por el cambio social. En su mayoría no concurren a las urnas electorales.
Pese a la pérdida de legitimidad de las principales instituciones del sistema, las élites adineradas, poseedoras de los recursos, y grupos organizados que representan intereses empresariales, han mantenido hasta el momento pleno control del sistema de instituciones y de todos los hilos del poder, y tienen un impacto sustancial independiente sobre las políticas de gobierno.
La actual campaña por la presidencia en EE.UU. se han transformado en una de las más sofisticadas operaciones de propaganda y mercadotecnia; con ejércitos de operadores sobre el terreno, voluntarios, facilitadores de eventos para recabar fondos y expertos en el análisis de datos encargados de diseccionar el mapa electoral de costa a costa. Desde los ‘70s ha sido más marcado el costo creciente de tales campañas electorales y el predominio plutocrático en el financiamiento de las mismas. Para las elecciones de 2016 ya resulta escandaloso que dos tercios del dinero empleado en las campañas procede ´corporaciones fantasmas´ y de grupos con fondos de oscura procedencia (dark money), es decir, frentes políticos no-lucrativos a los cuales no se les exige revelar que corporaciones o individuos están detrás, los que pueden invertir cantidades ilimitadas de dinero como un derecho de ‘libertad de expresión’.
Comentando acerca de la vergonzosa campaña presidencial de 2016 el agudo analista Chris Hedges señala que “los miles de millones invertidos en nuestro Circus Maximus: las elecciones, son parte de una pantalla de humo que ayuda a ocultar la devastación globalizadora en curso, la desindustrialización del país, los [tramposos] acuerdos comerciales, la guerra sin fin… Desafiar la fortaleza del estado es un suicidio político. Los políticos cortejan a Wall Street. Los candidatos palabrean clichés acerca de la justicia, la democracia y mejoras en los ingresos, pero es un rejuego de cinismo. Una vez que la campaña concluye, los vencedores se trasladan a Washington a trabajar con los grupos de presión y las élites financieras para llevar adelante el real negocio de gobernar”.
Como es sabido, las grandes corporaciones de Wall Street invierten enormes sumas de dinero para asegurar posicionarse en todas las ‘ramas’ del poder; y que finalmente la acción legislativa o la inevitable regulación financiera sean tan débiles como resulte posible. Además contratan ejércitos de cabilderos para obtener multimillonarias evasiones de impuestos y persuadir a sus amigos en el Congreso para que apoyen las leyes que mantienen el estado de cosas en su favor. Se trata de una pura transacción comercial de la que esperan recibir y reciben sustanciales beneficios financieros con las políticas promulgadas por aquellos que resulten electos.
Es muy extendido el sentir de que las instituciones del sistema no responden a los intereses de las mayorías y que nadie en posiciones de poder tiene intención alguna de dar solución a los crecientes problemas económicos y sociales que enfrentan. La clara evidencia de que el dinero controla la política, se suma al descrédito y efecto acumulativo de un quehacer político electoral elitista.
El 4 de agosto de 2015, durante un programa nacional de radio de amplia audiencia, el ex presidente Jimmy Carter fue interrogado acerca de las decisiones de la Corte Suprema que permiten financiamiento ilimitado de las campañas electorales. Carter respondió:
Se viola la esencia de lo que ha hecho grande al país. “Ahora [los EE.UU.] es solo una oligarquía con capacidad ilimitada de soborno, lo cual es la esencia para obtener las nominaciones para presidente o para ser electo. Y la misma cosa se aplica para las gobernaciones, los senadores y los miembros de la Cámara. De modo que nosotros estamos viendo una completa subversión de nuestro sistema político como una retribución a los grandes contribuyentes [de dineros para las campañas], quienes quieren y esperan y, algunas veces, obtienen favores después de las elecciones.”
Algunos consideran que el más notable fenómeno político de la actualidad en los EE.UU. es la revuelta bastante abierta de amplios sectores en contra del establishment de gobierno, contra la claque de profesionales que han dominado el quehacer capitalino durante varias décadas. Ello incluye a los líderes partidistas y de los comités del congreso, con su séquito de asesores, estrategas políticos y legales, etc., gente que cuando no están en cargos de gobierno se reciclan en Washington como lobistas, consultores, abogados influyentes, recaudadores de fondos y mediadores entre factores de poder.
Más afincados en el poder están los ejecutivos de las corporaciones, jerarcas de Wall Street y los multimillonarios quienes han ayudado y aupado a esos líderes políticos – y para quienes los políticos proveen en reciprocidad favores de todo tipo.
En las últimas décadas ha emergido una capa de supermillonarios, unas tres docenas de oligarcas, se desentienden de compartir poder e influencia con las tradicionales entidades corporativas y las directivas de los partidos, financian a sus propios candidatos y compran sus propios medios de difusión.
Como resultado de la decisión de la Corte Suprema en 2013, que destripó lo esencial de la Ley de Derecho al Voto, varios estados han modificado los procedimientos electorales que en su mayor parte quedan sin supervisión federal, en un intento deliberado de dificultar o despojar a los pobres y votantes de las minorías de su derecho al sufragio.
Solo en los últimos cuatro años, 17 estados, en su mayoría del bajo Sur y del Medio oeste han pasado severas leyes que dificultan el registrarse para votar, exigen fotos y documentos oficiales de identidad, pruebas de ciudadanía, eliminaron sitios de votación y el voto desde otras locaciones, etc.
Por otra parte, la polarización del país y las tendencias manipuladoras hacen que nuevas leyes estén siendo promulgadas en numerosos estados a lo largo del país para hacer más difícil tanto registrarse como votar, particularmente en estados bisagra o de péndulo, de votación cerrada o cambiante, tales como Florida, Virginia, Wisconsin, Michigan u Ohio, donde se puede decidir la elección presidencial.
En los 25 estados o más donde los republicanos controlan las tres ramas del gobierno, ellos han erosionado de manera sustancial derechos básicos de los trabajadores y las catalogadas como ‘personas de color’ para el ejercicio del sufragio y otros. Por otra parte, durante la campaña de 2016, incluso desde círculos establecidos y grandes medios de prensa se expresan dudas sin precedentes acerca de la confiabilidad del sistema de sufragio y se acepta que puede ser manipulado. Reconocen que fácilmente millones de ciudadanos pueden ser excluidos de las listas de votantes y que el resultado oficial puede resultar alterado a partir de máquinas electrónicas de votación que no dejan constancia documental, y de centrales de tabulación computarizada que pueden ser jaqueadas o vulnerables a la manipulación.
Entre 2009 y 2015 unos 900 escaños en legislaturas estaduales pasaron a manos republicanas. Se dice que hay estados y zonas rurales donde el Partido Demócrata apenas presenta batalla. Por lo demás, hay interrogantes acerca de la efectividad e integralidad coyuntural del Partido republicano dada la polarización interna entre sus dos alas tradicionales y el efecto de la influencia excesiva del ‘Tea Party’, los fundamentalistas religiosos y otras fuerzas de ultraderecha.
A unos 50 años de que los dirigentes republicanos comenzaron un cínico acercamiento y manipulación a masas de votantes blancos encolerizados, muchos de ellos desposeídos, el partido está recogiendo lo que sembró: unas bases que están siendo consumidas por la furia, no solo contra los demócratas sino contra los republicanos que han roto las promesas hechas para cortejarlos, según se ha reflejado en el favoritismo que otorgaron a figuras como Donald Trump, ajenas a la maquinaria del Partido durante parte de la campaña electoral de 2016.
Aunque agobiada por las urgencias cotidianas y pese a los obstáculos puestos en el camino de la participación popular – también hacia el otro lado del espectro la gente tiene el potencial de responder ante expresiones más frescas y alternativas sobre los asuntos del momento, como se reflejó en el respaldo bastante espontaneo (también por fuera de los canales previstos, en este caso, por la maquinaria demócrata) con que respondieran a la campaña presidencial del senador independiente Bernie Sanders.
Alimentado en buena medida por el hecho de que una mayoría de la población ha experimentado un virtual estancamiento o declinación de beneficios y oportunidades, existe un sentido de desesperanza con el futuro y fuerte antagonismo hacia las instituciones. La desilusión, angustia y odio respecto a casi todas las instituciones es abrumador. El nivel de respaldo al Congreso se ha mantenido durante años en torno al 10%. Algunos consideran que, aunque tal rechazo no adquiere formas organizadas, puede devenir en desarrollos amenazadores.
Es decir, grandes bloques de votantes están rechazando de manera consciente las élites de sus respectivos partidos. Una enorme ola contra el establishment tiene lugar tanto a la izquierda como a la derecha del espectro. Tanto el fenómeno de Sanders, como el de Trump en el otro extremo, son muestra de la profunda insatisfacción entre los estadounidenses con el disfuncional sistema político del país, en particular los rejuegos simbolizados en Wall Street y en la capital federal. El destacado periodista Bill Moyers señalaba (abril 2016) que “ambos partidos están igualmente amenazados de perder su legitimidad si mantienen el amplio abismo que separa a sus dirigentes del pueblo”.
Articulo tomado de un capítulo de libro del autor en proceso de edición
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