La música que contamina el ambiente
- Opinión
Por más de cincuenta años, el profesor Hugo le dedicó su vida a la educación. El colegio San Agustín tuvo la infinita fortuna, de apreciar el sagrado intelecto de nuestro hermano Hugo, quien encantaba a sus alumnos con su prosa llena de filosofía, literatura, lenguaje y poesía.
El arte de Hugo recorrió los salones de clases, y aunque la jubilación marcaba el final de su carrera docente, sus estudiantes lo recordaban por su extraordinaria calidad humana, que lo enaltecía como un gran hombre bondadoso, simpático y respetuoso.
Hugo no tenía la sangre de violencia, que caracteriza al resto de las personas. Sus ojos irradiaban la paz. Él no era envidioso, grosero y abusivo. Por el contrario, Hugo era un caballero que aprendió a vivir la vida con dignidad, y se esforzó en cuidar la moral y sus luces.
Pero como toda historia narrada en los libros, el punto final también tocaba la página de Hugo. En un abrir y cerrar de ojos, su salud decayó drásticamente, y la silla de ruedas se quedaba sin peso corporal.
Incapaz de levantarse de su cama, Hugo sabía que el verso de la gramática esperaba el último acento, por lo que reunió a toda su familia para declamar sus últimas palabras de vida.
Aunque sus familiares batallaron con la quimioterapia del hospital, invocaron las fotografías de sus recuerdos académicos, y cantaron a capela el glorioso feliz cumpleaños, el noble corazón de Hugo necesitaba descansar en santa paz.
Cuando la inspiración alcanzó su máximo apogeo, Hugo estaba postrado en su lecho de muerte, y con lucidez fue llamando nombre por nombre a sus hijos, a sus nietos, a sus hermanas y a sus vecinos.
Todos sus seres queridos se acercaron hasta su cama, esperando escuchar la última gota de sabiduría de Hugo, y así despedirlo con un silencioso aplauso de lágrimas y rosas.
Pero por desgracia del destino, cuando Hugo empezó a pronunciar sus últimas palabras de vida, un maldito idiota estacionó su automóvil frente a la casa de Hugo.
El maldito idiota escuchaba reguetón, con una cantidad de volumen tan endiabladamente fuerte, que se nos hizo imposible escuchar las últimas palabras de Hugo.
Mi abuelo Hugo ya no tenía fuerzas, para esperar que el reguetonero se alejara del lugar, y así empezar nuevamente su triste poesía. Todos estábamos tan indignados y tan desconsolados, que tampoco teníamos fuerzas para salir a la calle y ofender al maldito reguetonero.
Hugo murió en ese trágico instante, y no supimos el clamor de sus últimas palabras de vida. Intentamos con desesperación leerle los labios, pero fue imposible escuchar y entender el significado de sus letras.
El reguetonero literalmente nos rompió los tímpanos, con el exagerado sonido de los altavoces de su automóvil, y los más de cincuenta años de experiencia del profesor Hugo, se transformaron en polvo con la enmudecida voz de su plegaria final.
Mientras el bendito profesor Hugo moría en la cama, el maldito reguetonero compró tres paquetes de cervezas y una caja de cigarrillos, se montó en su maldito automóvil de maldita ignorancia, y se fue escuchando la descontrolada canción llamada “Mal de Amores”.
Quizás en el cielo que hoy lo valora con amor, Hugo pudo revelar el secreto de sus palabras finales. Tal vez Dios lo escuchó y perdonó al reguetonero. Es probable que Hugo sea el ángel guardián del querido reguetonero.
Pero al maldito reguetonero no le importó la agonía de Hugo, aunque conocía su delicado estado de salud. No fue a pedirnos perdón en el funeral de Hugo, pese a que era culpable del imperdonable escándalo. Y para completar su perversión moral, el reguetonero compró un gigantesco nuevo equipo de sonido, para colocarlo en su espectacular camioneta 4x4, que recordará la voz de Hugo con los descomunales decibeles del mal de amores.
Nos preguntamos: ¿Cuántas personas están sufriendo diariamente en Latinoamérica, por el exagerado bullicio acústico que se sufre en las calles?
Ancianos que necesitan absoluto reposo, personas con enfermedades terminales, pacientes con discapacidades físicas y mentales, animales domésticos, religiosos que asisten a las iglesias, alumnos de los colegios, y niños recién nacidos.
Todos estamos sufriendo el cáncer de los “automóviles discotequeros”, que son una plaga musical esparcida por todo el territorio latinoamericano, representando la suciedad de la sociedad, el egoísmo de los ciudadanos, y la apatía en contra del prójimo.
El reguetón más asqueroso, el vallenato más deprimente, la ranchera más mexicana, la bachata más burda, el merengue más bomba, la guitarra más metalera, y el sintetizador más electrónico.
Los géneros musicales vienen produciendo una agresiva contaminación sonora, que irrespeta el derecho elemental de vivir en un ambiente sano, donde todos podamos trabajar y descansar tranquilamente, sin la constante intromisión de ruidos molestos que perjudican a la salud humana.
Taparse los oídos, contar hasta diez y endulzar el café, son tácticas psicológicas muy inútiles, para resolver momentáneamente la perturbación sonora.
Los trastornos auditivos derivados del infierno citadino, provocan trastornos emocionales que predisponen el mal genio en los individuos, quienes reciben el caos de la histeria consciente e inconscientemente.
Cuando un ciudadano quería bailar música como idiota, beber licor como idiota, fumar sal como idiota, gritar vulgaridades como idiota, y hacer el ridículo como idiota, pues debía asistir con rapidez a una discoteca, a un club nocturno, a un bar de mala muerte, a un zoológico, y a una fiesta de locos.
Pero lamentablemente, nuestra sociedad ha permitido que las calles sean discotecas ambulantes, donde la escandalosa sirena de las veloces ambulancias, se confunde con la rojiza explosión de los escandalosos automóviles discotequeros, que intoxican a la hermosa flor de la vida humana.
Ningún latinoamericano se salva de los automóviles discotequeros, y la fiesta callejera incluye show de luces delanteras y traseras, divertidos piques de fango sobre el asfalto, irrespeto a las señales de tránsito terrestre, excesos de velocidad en áreas peatonales, accidentes con traumatismo craneal, y un poderoso contrabajo japonés hecho en China.
Según las sagradas páginas del diccionario, una calle es la vía pública pavimentada o empedrada, que se ubica entre edificios, casas, solares y árboles, donde los pobladores desarrollan sus actividades cotidianas.
Y según las sagradas páginas del diccionario, una discoteca es el local comercial donde se sirven bebidas alcohólicas, y se baila al son de música de discos, junto a los aparatos de sonido e iluminación, que amenizan audiovisualmente la fiesta.
Convertir las calles en discotecas, es una situación muy peligrosa para la colectividad, pues se atrofia la salud mental de todos los individuos, que circundan el escandaloso entorno ambiental.
Todos los días cotejamos el estresante dolor de cabeza, que produce la contaminación acústica ocasionada por el tráfico, por las alarmas, por el claxon, por los silbatos, por los ladridos, por el alto cilindro de los motores, por la maquinaria de carga pesada, por las peleas amorosas de pareja, y por el frenesí de la chillona muchedumbre.
Nos preguntamos: ¿Será que no es suficiente martirio el ruido citadino, como para seguir amplificándolo con los automóviles discotequeros?
Hoy analizaremos sociológicamente, el problema de los automóviles discotequeros en Latinoamérica, que vienen generando malestar y rechazo por toda la ciudadanía.
Creemos que todos los jóvenes y adultos, que viajan por las calles con sus automóviles discotequeros, buscando transformar esas vertiginosas calles en discotecas ambulantes, son personas que presentan una grave carencia afectiva, que los empuja a buscar en la calle lo que no consiguen en sus casas.
Los jóvenes reguetoneros que abundan en las calles latinoamericanas, son personas mentalmente frustradas que pretenden llamar la atención, generando una desagradable violencia sonora, con la cual drenan sus frustraciones.
Como en sus casas nadie se preocupa por ellos, como no reciben la santa bendición de nadie, como nadie les prepara comida casera, como nadie se interesa por sus tonterías, y como a nadie le importa el futuro de sus vidas, pues los reguetoneros deciden convertir las calles en sus casas, y utilizan sus automóviles discotequeros para mendigar un poquito de atención, un poquito de consuelo, y un poquito de amor.
Generalmente viven en estado de ebriedad, duermen pocas horas, sufren retrasos cognitivos, y no les importa salir un viernes en la noche, o festejar un miércoles por la tarde.
Podemos considerarlos como los típicos vagabundos de la calle, pero montados en la soledad existencial de sus automóviles discotequeros.
El problema de la contaminación acústica en Latinoamérica, abarca tanto a las unidades de transporte público, como a las unidades del transporte privado.
Taxis, autobuses, camiones, grúas, motocicletas, tanques, escarabajos y trenes.
Todos los conductores sienten la infernal tentación, de transformar sus vehículos en los salvajes automóviles discotequeros, demostrando que la mayoría de los irresponsables adultos, son realmente niños vestidos con pantalones grandes.
En todos los países latinoamericanos existen instrumentos legales vigentes, que impiden el estruendoso remolino auditivo de los automóviles discotequeros, imponiendo sanciones legales a los delincuentes, que abarcan las multas económicas, el pago de unidades tributarias, la realización de servicio filantrópico obligatorio, y hasta la privación de libertad por cometer el delito.
Sin embargo, el marco legal es letra muerta en el continente de Bolívar, y resulta muy difícil castigar el problema de la contaminación acústica, porque la mayoría de los organismos policiales, de las instituciones encargadas de gestionar la vialidad y de los ministerios ambientales, vienen aceptando y tolerando el exceso de ruido en las calles, justificándolo por la supuesta industrialización que presentan las comunidades.
Gracias a los automóviles discotequeros no podemos dormir, no podemos leer un libro, no podemos reír, no podemos sanar, y no podemos morir en quietud.
La contaminación acústica genera una grave alteración del sistema nervioso, que facilita la aparición de la hiperacusia, del insomnio, de la ansiedad, del mal humor, de las pesadillas, de las náuseas, de las jaquecas, y de la depresión.
Es común que los ciudadanos de las comunidades latinoamericanas, ejerzan el placer de la venganza para castigar a la persona abusiva, que molesta con la permanente contaminación sonora.
Envenenar a la mascota del abusivo, romper los vidrios del vehículo del abusivo, y hasta golpear físicamente al abusivo, son falsas soluciones practicadas a menudo en nuestras comunidades.
Pero la violencia no puede solucionarse con más violencia. Por el contrario, debemos agotar la vía del diálogo con el abusivo, explicándole el malestar que genera la perturbación sonora, empleando un lenguaje sano, una actitud pacífica, y el deseo de resolver prontamente el inconveniente.
Si el abusivo se rehúsa a resolver el conflicto, y la perturbación sonora es habitual en nuestra localidad, podemos utilizar la videocámara incorporada en muchísimos teléfonos celulares, para grabar fácilmente el delito que está cometiendo el delincuente, y dirigirnos con esa evidencia cronológica hasta la oficina policial más cercana, buscando que validen la denuncia, que se detenga in fraganti al involucrado, y que se apliquen los correctivos judiciales.
Un poquito de respeto no es tóxico para los latinoamericanos, y nadie quiere escuchar reguetón en el mismo trágico cementerio, donde entierran el alma de su padre, y donde olvidan el dolor de su madre.
Si usted desea escuchar música y comportarse como un idiota, vaya a los centros privados de recreación que existen en su localidad, pero NO convierta las calles públicas en discotecas ambulantes.
Por una Latinoamérica menos ruidosa y más silenciosa, respetemos el milagro de la vida, y denunciemos a los delincuentes que producen contaminación acústica.
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