Casuística, inductivismo y prejucios
- Opinión
Casuística significa, en teología moral, “aplicación de los principios morales a los casos concretos de las acciones humanas” y, en el terreno del análisis, “consideración de los diversos casos particulares que se pueden prever en determinada materia”1. En ambas ascepciones, tanto en el práctico moral como en el del análisis, la casuística es un ejercicio que tiene como objeto de atención los casos particulares (ya se trate acciones o de hechos). Se trata de un procedimento útil que, cuando se respetan sus límites, permite valorar cada caso (o acción) en todos sus matices y particularidades; lo mismo que permite comparar los casos así examinados, para encontrar sus semejanzas y diferencias. Lo que se consigue es un mayor conocimiento de los detalles intrínsecos de las cosas y de las relaciones existentes entre ellas.
La casuística, sin embargo, tiene riesgos a los cuales no se suele prestar atención. Más aún, puede convertirse en un “estilo” de pensamiento viciado, que como tal se caracteriza, por un lado, por la imposibilidad de trascender los casos concretos; y, por otro, por la propensión a realizar generalizaciones fáciles a partir de una colección de casos de los que se cree poseer un conocimiento fuera de toda discusión. Cuando esto sucede, un inductivismo injustificado entra en escena, es decir, la elaboración de planteamientos generales a partir de situaciones particulares. La casuística y el inductivismo no siempre van juntos, pero cuando lo hacen pueden dar lugar a conclusiones en apariencia irrebatibles, aunque débiles y nocivas para un mejor conocimiento de la realidad.
En sí misma, la casuística es inofensiva. Quienes son consecuentes con su uso, son conscientes de que en sus conclusiones no pueden ir más allá del caso examinado. Es decir, el caso considerado agota lo que se pueda afirmar acerca del mismo. La gran limitación de la casuística es que, precisamente, no va más allá de esa consideración de lo particular. Es un ejercicio de conocimiento que, como decía el P. Ignacio Ellacuría, sólo puede ver los árboles, pero no consigue ver el bosque. O sea, le están vedadas las visiones de conjunto, en las cuales cobran significado las cosas particulares.
Ahora bien, un ejercicio válido de la casuística –aún con las limitaciones señaladas— exige no sólo un análisis detallado de los casos objeto de atención, sino una selección precisa de ellos, pues de lo contrario se corre el riesgo de caer en la irrelevancia y la superficialidad. Esto último es lo propio de una “casuística vulgar”, la cual es incapaz de dicernir entre aquello que merece (o no) atención.
El inductivismo, por su parte, supone más riesgos que la casuística, al menos por dos razones: a) plantea, equivocadamente, que el conocimiento no necesita de presupuestos teóricos previos; b) defiende que el punto de partida del conocimiento son experiencias particulares, de las cuales podemos extraer enunciados generales, que se derivan de aquéllas. Con todo, pese a esas dos supuestos equivocados –que lo hacen indefendible como enfoque epistemológico—, el inductivismo hace apuesta por la obtención-recolección-sistematización de los mejores datos/experiencias, de tal suerte que la presunta generalización sea lo más firme posible. Y, en este sentido, el inductivismo guarda una cierta coherencia con la casuística: los casos particulares, examinados en detalle, pueden permitir a un inductivista elaborar enunciados generales, presuntamente derivados de aquellos. Sobran quienes creen que el conocimiento científico se consigue de esa forma, por muy prekantiana que sea esa suposición.
Hay una trampa en el inductivimo: escamotea las nociones, conceptos e hipótesis previas (prejuicios) que son las que orientan la selección de experiencias (datos, casos) y su análisis. Y lo que es peor: presenta sus conclusiones como algo derivado (por tanto, novedoso) de las experiencias examinadas, y no como lo que son: la confirmación de unas nociones previas que se querían probar de antemano, y a partir de las cuales no sólo se hizo la selección de experiencias (o casos), sino que estas últimas fueron amoldadas (deformadas) para que respondieran a aquellas y permitieran llegar a las conclusiones deseadas.
Esto es evidente en el inductivismo que descansa en una casuística vulgar: en el mismo, casos o experiencias obtenidas, sin rigor y de cualquier manera, son usadas y manipuladas para sustentar prejuicios que son ofrecidos como una conclusión presuntamente obtenida exclusivamente del examen de esos casos o experiencias. Esto está sucediendo con un cierto periodismo en nuestro país, y también –lamentablemente— en algunos ambientes académicos, en los cuales personas con una formación de primer nivel han caído en las redes del inductivismo y la casuística vulgar.
En virtud de ello, andan a la caza de cualquier tipo de evidencia en materia de seguridad –que es el ámbito en el cual hacen sus mejores malabarismos inductivistas— que confirme sus prejuicios (no confensados) de que en la Policía Nacional Civil (PNC) existen grupos de exterminio institucionalizados y que, en sintonía con ello, el Estado salvadoreño es un Estado represivo semejante al existente antes de 1992. Un corolario de ello es que la PNC es igual, en su naturaleza, a la antigua Policía Nacional2. Un inductivismo endeble, sostenido en una casuística vulgar, es su mejor herramienta para dar a sus prejuicios un aire de conquista investigativa (periodismo investigativo, le llaman) que supuestamente se deriva automáticamente de unos datos (experiencias, casos) obtenidos y manejados de una forma fría y objetiva.
Se trata de una gran patraña. Ni hay tal búsqueda y manejo de datos de manera fría y objetiva, ni las conclusiones obtenidas se derivan automáticamente de ellos. Todo ese proceder está guiado por unos prejuicios (concepciones previas) que se busca defender y vender como una verdad inelectuble que sólo aparentemente se desprende de los datos. De ningún dato –especialmente si es obtenido y usado de cualquier manera—se deriva verdad definitiva alguna que vaya más allá del dato mismo. Cualquier cosa que se haga decir a un dato más allá del mismo, o bien es resultado de un prejuicio o bien es resultado de una hipótesis o una teoría.
Ahora bien, a diferencia de los prejuicios, las teorías y la hipótesis –que son algo previo a la búsqueda y obtención de datos— son conscientemente asumidas por quienes las usan. Y no sólo eso: quienes usan conscientemente teorías e hipótesis en sus procesos de investigación –es decir, los científicos, no los periodistas— las someten a una clarificación conceptual y lógica, para que orienten adecuadamente la búsqueda, el manejo y la interpretación de los datos que se necesitan.
Quienes guían su labor profesional (o personal) por prejuicios no tienen ninguna precaución acerca de las nociones que guían su búsqueda, manejo y tratamiento de los datos, y por eso se equivocan tanto en su visión e interpretación de las cosas. El problema es que sus equivocaciones tienen consecuencias que van más allá del conocimiento y afectan a la sociedad. Por ejemplo, si quienes quieren validar su prejuicio de que la PNC es igual a la antigua Policía Nacional convirtieran ese prejuicio es una elaboración conceptual, con una formulación teórica rigurosa y una hipótesis como guía de su búsqueda de casos y experiencias que la respalden, se verían en la necesidad de comparar la historia, filosofía, estructura y funciones de ambas instituciones, y ya desde ahí verían que su prejuicio es sumamente débil.
O lo mismo para quienes tienen el prejuicio de que hay un Estado represivo en El Salvador: hay que revisar no sólo la literatura sobre el tema, sino también hay que hacer una valoración histórica para determinar si ese prejuicio se puede convertir (o no) en una guía teórica para analizar el desempeño del Estado salvadoreño y sus acciones. O lo mismo con el prejuicio sobre la existencia de escuadrones de la muerte en el seno de la PNC (o la existencia de grupos de exterminio institucionalizados): hay que elaborar teóricamente e históricamente esas nociones, y es probable que ya desde ahí se revelen como poco válidas para entender fenómenos policiales y estatales que en el presente causan preocupación3. O también en lo que se refiere al prejuicio de la vigencia de una “guerra social”, en el marco de la cual las acciones criminales son vista como acciones insurgentes y la respuesta del Estado como represión política.
Quizás con marcos conceptuales más rigurosos y con hipótesis más apegadas a ellos –en los que se supere el nivel de los prejuicios— se puedan dar un mejor sentido a acciones y comportamientos (policiales, estatales) que desde los prejuicios se entienden equivocadamente, o peor aún distorsionan la capacidad de juzgar las cosas correctamente: es lo que le sucedió a Cyril Burt con su prejuicio de la inteligencia humana como algo heredado. “El hereditarismo de Burt–dice Stephen Jay Gould—no se basaba en sus investigaciones empíricas (…), sino que constituía un prejuicio a priori proyectado sobre un conjunto de datos que supuestamente venían a justificarlo. Y, en el caso de este hombre, obesesionado por su idea fija, también contribuyó a distorsionar su capacidad de juzgar, y, finalmente, a incitarlo al fraude”4.
Naturalmente que quienes quieren defender sus prejuicios a toda costa seguirán con su ejercicio de casuística vulgar y de inductivismo ingenuo. Ni van a someter sus prejuicios a una revisión crítica, a partir del conocimiento científico social y natural, ni van a renunciar al procedimiento –la casuística vulgar— que les permite confirmarlos. Y ello porque en todo esto no se trata sólo de conocimiento, sino de intereses políticos, económicos y, porqué no, también criminales, que son los que en definitiva dan aliento a prejuicios que se quieren imponer a toda costa como verdades inobjetables.
San Salvador, 13 de septiembre de 2017
2Este prejuicio no es nuevo. En los años noventa, un colega de quien esto escribe insistía en esta equiparación, para lo cual apelaba a ejemplos (casos, experiencias) particulares –obtenidas en cualquier lugar, un estacionamiento, por ejemplo--, de los que él tenía noticia. Lo suyo era, tal como se lo hacía ver en aquel entonces, pura casuística. Por supuesto que esto no quiere decir que su indignación no estuviera justificada, pero ese es otro asunto. Es decir, criticar la casuística y el inductivismo no significa que se reste importancia a situaciones particulares que por su gravedad nos interpelan, y ameritan nuestro rechazo y condena.
3 Y que precisamente porque generan indignación y preocupación deben ser interpretados correctamente, para atacarlos de la manera más adecuada.
4 Stephen Jay Gould, La falsa medida del hombre. Barcelona, Crítica, 2017, p. 274.
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