2 de octubre no se olvida
- Opinión
“La libertad es la libertad de aquel que piensa diferente”
Rosa Luxemburgo
En la historia contemporánea, 1968 es un parteaguas. Suele hablarse de un antes y un después del 68. Fue el tiempo de la irrupción de los jóvenes como sujeto histórico. De París a Berkeley (California), pasando por México. Los filósofos Marcuse, Sartre y Eli de Gortari, maestros. Y, en medio, la invasión soviética a Checoslovaquia, que cortó de tajo la primavera de Praga, un intento de darle un rostro humano al socialismo, desfigurado por Stalin. La intención era y es –asignatura pendiente— conciliar la libertad con la justicia, reunirlos, dado su desencuentro.
Aquí, en México, si bien se vivía un relativo desarrollo con estabilidad en la economía, predominaba el autoritarismo político, en que la del presidente en turno (del PRI desde 1929) era la única voz que valía. “¿Qué hora es? La que usted diga, Señor Presidente”, respondía el interrogado, con total sumisión. El movimiento estudiantil popular recogió antiguas, siempre renovadas, banderas, como de los ferrocarrileros, médicos y maestros. Como el día de hoy.
En el principio fue la palabra –el diálogo—, y bajo esta consigna, se imprimieron y distribuyeron hojas volantes por parte de brigadas. Era un ambiente lúdico con elementos críticos. Se trataba de socializar el conocimiento y la información sobre el movimiento. Nada que ver con ideas exóticas del extranjero, a no ser las de la Revolución Francesa: libertad, igualdad, fraternidad. Pero, el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz vio moros con tranchete, y se decidió por la fuerza. Cientos murieron, o fueron torturados y encarcelados, y después obligados a salir del país. Como en los tiempos de la pax porfiriana, sólo había tres opciones: encierro, destierro o entierro.
Ahí queda la marcha encabezada por Javier Barros Sierra, el Rector de la Dignidad, después del bazukazo a la puerta de la Preparatoria 1 y la ocupación militar de Ciudad Universitaria. En aquellos tiempos, era delito ser joven (en todo caso, pensar joven), y peor, ser estudiante. Aquí, recuerdo a mi maestro de Lógica, en la Preparatoria 9, Juan Pablo García, exiliado republicano español.
Salvador Zarco, estudiante de Filosofía en la UNAM y corrector en el periódico El Día, fue de los muchos que fueron a dar a Lecumberri (prisión inaugurada en 1910 por el otro Díaz: don Porfirio), en el área de los presos políticos. Allí conoció a Demetrio Vallejo, líder sindical de los ferrocarrileros, y a partir de entonces decidió cambiar de oficio. Hoy, es el director del Museo de los Ferrocarrileros, por los rumbos de la Basílica de Guadalupe.
Por esos días, el poeta Ramón Martínez Ocaranza escribió:
“Y Quetzalcóatl lloró
como no había llorado nunca un Dios
sobre
la
tierra”.
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