Lawfare, las cárceles de la política latinoamericana

09/07/2018
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Marcha en apoyo de Rafael Correa efectuada el 5 de julio en Quito
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El martes 3 de julio la jueza de la Corte Nacional de Justicia de Ecuador ordenó la captura del ex Presidente Rafael Correa bajo la acusación de ordenar el secuestro de un delincuente ecuatoriano, Fernando Balda, dentro del territorio de Colombia. Según la información oficial difundida por la secretaria de comunicaciones del gobierno de Lenin Moreno, la orden de detención será presentada a la brevedad a Interpol para solicitar su detención en Bruselas, donde vive actualmente con su familia el líder de la organización Revolución Ciudadana.

 

La solicitud del más alto tribunal ecuatoriano se efectivizó cuatro días después de que el vicepresidente de los Estados Unidos, Mike Pence, concluyera su visita a Quito y –según los medios hegemónicos locales— anunciara el fin de diez años de tensas relaciones entre ambos países, el exacto periodo en el que Correa instrumentó una política autónoma de los mandatos provenientes de Washington. La solicitud de detención coincide, también, con la recepción efectuada por el actual presidente de los técnicos del FMI –raleados durante el último decenio— y el anuncio de privatización de funciones que otrora realizaba el Banco Central, como la gestión y el control del dinero electrónico.

 

La visita de Pence es concordante, además, con la liberalización de las importaciones que provocó una caída del 21 por ciento del superávit comercial y el consecuente deterioro del tejido productivo. Otra de las azarosas concurrencias es el anuncio –notificado por Moreno— de limitar la denominada “ley de plusvalía” que impedía la especulación económica y financiera sobre tierras en zonas urbanas, para impedir que los pobres se vean obligados a abandonar el centro de las ciudades.

 

También fue (aparentemente) azaroso el anuncio sobre la potencial pérdida del status de asilado de Julián Assange, el ciber-activista que se encuentra en la embajada ecuatoriana en Londres, desde que Correa se lo concediera. El gobierno de Moreno restringió hace meses –a pedido de Estados Unidos— la comunicabilidad de Assange para evitar que continúe con su política de democratizar la información de los centros de poder internacional, desde el interior de la delegación diplomática.

 

Además, el último 5 de julio la cancillería de Ecuador informó que “el señor Assange debe de llegar a un entendimiento con las autoridades británicas. Ecuador es un facilitador”. Indudablemente Mike Pence fue convincente. Antes de abandonar Ecuador felicitó a Moreno por su compromiso en la lucha contra la corrupción evidenciado en el encarcelamiento –con una pena de seis años de cárcel— de su vicepresidente electo, Jorge Glas, quien se encuentra actualmente detenido en la cárcel 4 de Quito, acusado de recibir sobornos de la empresa brasileña Odebrecht.

 

 La causa contra Glas se inició a partir de un informe provisto por el Departamento de Justicia de los Estados Unidos en el que se consignaban pagos por 33,6 millones de dólares, provenientes de la empresa brasileña, a las arcas de funcionarios y empresarios entre 2007 y 2016.

 

La documentación enviada por Washington arribó a los tribunales ecuatorianos pocos meses antes de la campaña electoral de 2016. La difusión de esas denuncias benefició electoralmente a la fórmula derechista de Guillermo Lasso y Andrés Páez, quienes –a pesar de las ayudas del norte— no lograron derrotar a la Alianza País, cuya fórmula la compartían Moreno y Glas.

 

El vicepresidente electo, fue uno de los funcionarios de mayor confianza de Correa cuando el gobierno expulsó de territorio ecuatoriano a la empresa brasileña Odebrecht, en 2008, por incumplimiento de las normas en el contrato para la construcción de la represa hidroeléctrica de San Francisco.

 

En diciembre de 2016, cuando los documentos provenientes de Washington fueron conocidos en Quito, los analistas internacionales se interrogaban sobre la obvia contradicción que suponía recibir recompensas ilegales y al mismo tiempo expulsar a quienes se suponía que eran los coimeros (por no cumplir contratos públicos).

 

La causa judicial por la que se ha pedido la captura de Rafael Correa se inició a partir de la denuncia del abogado Fernando Balda, que fue condenado en 2010 por injurias y calumnias contra un funcionario cercano a Correa. El mismo Balda fue sentenciado tiempo después a 12 meses de cárcel por atentar contra la seguridad del Estado. En ambos casos, para evadir la cárcel, huyó a Colombia, siendo un prófugo de la justicia ecuatoriana entre 2009 y 2010.

 

Balda sufrió en 2012 un intento de secuestro en Bogotá por el que culpó a integrantes de los servicios de inteligencia ecuatorianos. Tres meses después, en octubre de 2012, Balda fue deportado por Colombia hacia su país natal para dar cumplimiento a las dos sentencias de prisión inconclusas por fuga.

 

En el marco de un evidente acuerdo jurídico-político, los gobiernos de Colombia y Ecuador se complotaron para endosarle el intento de secuestro de Balda a Correa, partiendo de la sola declaración testimonial –sin más pruebas— de un agente policial que se desempeñaba en la Dirección General de Inteligencia de Ecuador (Raúl Chicaiza), que se encuentra detenido a disposición de la justicia de Quito. Correa ha rechazado los cargos, como una farsa en el marco de una operación de lawfare (utilización de la justicia como herramienta de persecución política, o guerra jurídica).

 

 Ecuador, Brasil, Argentina

 

 El neoliberalismo latinoamericano ha operativizado un nuevo dispositivo orientado a perseguir a los líderes sociales y/o políticos que se oponen al pensamiento único, diseñado en los centros financieros internacionales, como aptos y funcionales para la supervivencia de sus intereses estratégicos. La judicialización de la política se viabiliza y desarrolla en los países cuya cultura política no permite –en la actualidad— la ejecución paramilitar de dichos activistas opositores, como sucede habitualmente en Colombia, México u Honduras, donde semanalmente se asesina referentes sociales. El lawfare existe –por lo tanto— donde no se puede, aún, desaparecer o asesinar. Es un recurso que suple el exterminio.

 

Las características de la judicialización política represiva se asientan en una dictadura de los jueces que se asumen a sí mismos como una supra-institución que no puede ser evaluada por la sociedad civil ni rectificada por ninguno de los otros poderes.

 

Los socios estratégicos del lawfare son los principales medios de comunicación (generalmente monopólicos, como el Grupo Clarín en Argentina, la Red O ‘Globo en Brasil o Televisa en México), crecientemente articulados con las redes sociales, cuya Big Data es monitoreada por centrales de inteligencia, como queda en evidencia con el escándalo Cambridge Analytica/Facebook. El objetivo es la “desaparición” del enemigo político del neoliberalismo, que se instrumenta –inicialmente— mediante la deslegitimación al interior de la opinión pública, como paso previo a su judicialización.

 

El sambenito o comodín lingüístico, asociado a la cruzada contra los dirigentes políticos (que se atreven a enfrentarse a la lógica rentista y especulativa) es la afamada corrupción. Pasan a ser corruptxs todxs aquellxs que demandan la centralidad del Estado por sobre las trasnacionales, las empresas o las corporaciones. Son pasibles de ser judicializados quienes reivindican lo público por sobre lo mercantil y quienes establecen política de desarrollo productivo como modelos sustitutos a las aperturas comerciales, que tienden a destruir tejidos productivos locales.

 

 Serán víctimas prioritarias del lawfare quienes consideren que hay un territorio de lo político asociado a lo valorativo, superior a la eficiencia y la lógica tecnocrática de los expertos (formados habitualmente en microclimas favorables a intereses transnacionales).

 

El lawfare es la superación de la imparcialidad jurídica. Es el estado de excepción al servicio de la lucha contra la centralidad del Estado y la política (equiparables ipso facto a corrupción) y la defensa del sentido común neoliberal, auto percibido como una forma de naturalidad que los populistas (progresistas, izquierdistas, justicialistas, keynesianos, etc.) desafían. Para sus detractores –los dirigentes populares— no hay presunción de inocencia porque los medios se encargan de instalar la culpabilidad con insistencia diaria y sistemática. Eso permite encarcelar preventivamente (incluso sin peligro de fuga) o instruir una causa simplemente con la denuncia testimonial de cualquier ciudadano, e imponer jueces ad hoc destruyendo todo protocolo de jurisdicción.

 

En Argentina, la dirigente social Milagro Sala permanece detenida hace tres años por una causa que juzga el lanzamiento de huevos al entonces diputado Morales, hoy gobernador de Jujuy. En ese gravísimo atentado, Sala no estuvo presente. Sin embargo, para su detención fue vital el testimonio de un empleado de Morales, quien indicó que Milagro alentó ese “lanzamiento de huevos”. Julio De Vido –diputado nacional electo y ex ministro de Cristina Kirchner— permanece detenido por promover mejores condiciones de vida a los trabajadores de Rio Turbio y por supuestos sobreprecios en la adquisición de gas licuado.

 

 En ambos casos las evidencias fueron sustentadas en peritajes reconocidos como incorrectos o fraudulentos (uno de los peritos, David Cohen, fue procesado por aportar datos falsos para incriminar a los funcionarios), a pesar de lo cual no le han concedido aún la excarcelación.

 

Cristina Kirchner acumula tres causas estrafalarias: una ligada al memorándum de entendimiento con Irán (votado en el Congreso por más de dos centenas de legisladores de las dos Cámaras), la muerte del fiscal Nisman (en la que se busca transformar –a costa de violentar incluso las evidencias fácticas— un suicido en un homicidio) e imputaciones (risibles) ligadas a la gestión de los hoteles familiares, en el sur del país, que estaban a cargo de administradores autónomos. Carlos Zannini (ex Secretario Legal y Técnico) y Luis D’Elía (dirigente social) permanecieron 100 días en prisión preventiva por el primero de los delitos imputados a CFK. Fernando Esteche permanece encarcelado por esa misma causa, sin fecha de inicio del juicio oral y público.

 

En Brasil, Lula fue condenado a 13 años de prisión en el marco de una causa conocida como Lava Jato, en la que se lo acusó de “corrupción pasiva” por la tenencia de un “apartamento triplex en Guarujá”, cuya titularidad pertenece a otra persona, lugar en el que nunca vivió ni habitó ningún día de su vida. Para condenarlo, el juez de primera instancia Sergio Moro tuvo en cuenta la evidencia de un mail y un testimonio y desechó a 73 testigos que negaron la “ocupación del departamento por parte de Lula”. La contracara de esta escena es que el máximo responsable del esquema de corrupción al interior de América Latina –por coimas distribuidas por valores superiores a los 300 millones de dólares—, Marcelo Odebrecht, CEO de su empresa, permanece en arresto domiciliario desde el 17 de diciembre último gracias a delaciones premiadas brindadas a la justicia.

 

Tácticas de guerra

 

El lawfare tiene particularidades en relación con la prisión preventiva. La mayoría de las constituciones de América Latina la habilitan –en la etapa de instrucción— tan solo cuando el acusado puede obstruir la investigación de la causa de la que es imputado o si existe una posibilidad de fuga. La supervivencia del neoliberalismo ha necesitado tergiversar esa doctrina para encarcelar preventivamente como mensaje mediático disciplinador (un ex vicepresidente en pijama y esposado pasa a expresar el éxtasis del lawfare comunicacional). En todos los casos de las detenciones preventivas –incluso la causa por la que está detenido Lula, dado que aún no hay sentencia firme, porque está presentada la apelación— los jueces no han explicado los motivos que justifican dichas detenciones en el marco de los potenciales peligros de fuga u obstrucciones de las investigaciones. Ergo: marche preso.

 

El concepto de lawfare fue generado por el general estadounidense, asesor del Pentágono, Charles Dunlap, quien lo definió como la táctica para utilizar la ley como medio para lograr un objetivo militar. Se trata de transformar “códigos legales en balas”. El lawfare es menos letal, más económico, pero –en muchas oportunidades— más efectivo que acciones militares planificadas. Su principio deviene de tratar de dar una apariencia de legalidad a la excepcionalidad, a la persecución y al hostigamiento. Es ajeno al sistema democrático porque lo sustituye. Elige quién no tiene que participar en él y quién debe ser excluido. Promueve el descrédito mediático a través de la utilización del tiempo jurídico: la condena no es lo importante sino el trayecto; puede resultar inocente pero la instrucción debe ocupar las primeras planas para deslegitimar una carrera y –sobre todo— el vínculo del dirigente con los sectores sociales más desfavorecidos, sobre el que hay que imponer el máximo de inversión comunicacional mediática y de redes sociales.

 

Jorge Elbaum

Sociólogo, doctor en Ciencias Económicas, analista senior del Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE, www.estrategia.la). Publicado en elcohetealaluna.com.

 

 

 

 

 

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