Gran confusión sobre las “fake news”
- Opinión
La difusión de artículos periodísticos advirtiendo al mundo de las peligrosas “noticias falsas”, se ha vuelto un hecho cotidiano. El problema radica en que, sin un conocimiento de la rica historia de la propaganda, el concepto de “fake news” (noticias falsas), solo puede causar mayor confusión.
El planteamiento que se suele hacer de este fenómeno en la prensa incluye por lo menos un par de mentiras implícitas, no expresadas textualmente sino solo sugeridas (las más peligrosas): primero, que las democracias modernas –occidentales, se entiende–, no producen “noticias falsas” o, para decirlo correctamente, no hacen propaganda. Este sería el recurso de oscuras dictaduras y gobiernos autoritarios. Segundo, que internet, y más específicamente, las redes sociales, trajeron consigo este indeseable colateral; de manera que es un fenómeno de nuestros tiempos, una novedad.
La realidad, ignorada por muchos de los escriben sobre “fake news” como quien toca el tema de turno, es que la propaganda, que podría incluir entre sus muchas herramientas a las noticias falsas (pero no, como veremos), tiene una rica e interesante tradición en la democracia occidental.
Para la propaganda, la información –o la noticia– es útil o no lo es, pero eso no se define atendiendo a su veracidad o falsedad, sino a las circunstancias particulares y en relación al objetivo perseguido. La propaganda no difunde información para dar a conocer un hecho, sino para producir un efecto en el receptor. En suma, las “noticias falsas” no podrían ser más que una técnica dentro de un gran espectro de herramientas, por lo que separar esta figura de la práctica propagandística, en términos generales, es un grueso error.
La élite y la masa
Los líderes de la nación más influyente de nuestros tiempos, Estados Unidos, comprendieron en las primeras décadas del siglo pasado que, en democracia, la ciudadanía tenía que ser conducida por una élite de hombres “responsables”, a través de la manipulación psicológica. Por suerte para nosotros, los intelectuales involucrados no sintieron ninguna necesidad de ocultar sus reflexiones.
En el libro “Propaganda”, de 1928, Edward Bernays abre su disertación con estas palabras: “La manipulación consciente e inteligente de los hábitos y opiniones de las masas es un elemento importante de la sociedad democrática. Quienes manipulan este insospechado mecanismo social constituyen un gobierno en la sombra que es el verdadero poder que rige nuestro país”. La propaganda, decía el sobrino de Sigmund Freud, sería el “brazo ejecutivo” de este gobierno en la sombra. Bernays sería solo uno de los más famosos entre el ejército de intelectuales que coincidía en la idea de que una élite inteligente (ellos), debía gobernar, no ya a través de la anticuada coacción física sino a través de una forma bastante más sutil de autoritarismo.
Una década antes, un tal George Creel, empleado por el gobierno norteamericano para cambiar la opinión pública pacifista de su ciudadanía, de cara a la entrada de EEUU a la Primera Guerra mundial, describiría sus esfuerzos como “la aventura en publicidad más grande del mundo”, para la cual empleo “todos los medios a su disposición”. En esos tiempos, los de Woodrow Wilson, se empezaría a hablar de “hacer el mundo seguro para la democracia”, y toda esa hipocresía barata a la que estamos tan acostumbrados. Bernays saldría de las canteras del Comité de Información Pública de George Creel.
Luego de la Segunda Guerra Mundial, el gobierno de Harry Truman, presidente de EEUU entre 1945 y 1953, se plantearía el siguiente dilema: cómo convencer a la ciudadanía de que acepte incrementar sustancialmente el gasto militar del país, de manera que este pudiera conservar su enorme ventaja material sobre el resto del mundo. “En ausencia de una crisis real y continua –notaría uno de sus asesores políticos–, una dictadura, sin lugar a dudas, puede superar a una democracia en una carrera armamentista”.
Como observa el historiador Steven Casey, gran parte de la historiografía alrededor de la política exterior norteamericana luego de la Segunda Guerra Mundial sostiene que, “desde la Doctrina Truman en adelante, el presidente y sus consejeros creyeron que la mejor manera de producir apoyo popular para sus políticas de Guerra Fría consistía en ‘asustar de muerte a América’, usando una retórica recalentada que colocara la política exterior norteamericana en una ‘camisa de fuerza ideológica’, quizás iniciando un ‘pánico de guerra’ para ‘engañar a la nación’”.
Cualquier análisis que prescinda de este trasfondo histórico y sus fundamentales consecuencias solo puede terminar en resbalones y patinadas. Desgraciadamente, lo que encontramos hoy en día en la prensa con respecto a “fake news” no es de provecho para la sociedad, pero sí para los diarios y otros medios periodísticos, ya que aleja a la audiencia de los medios alternativos, percibidos –o representados–, como más cercanos al mundo de las “noticias falsas”. Vuelva ahora mismo al redil de los desacreditados medios tradicionales, parecen decir.
Otro “psicosocial”
El término “fake news”, con sus respectivas traducciones, no era usado en 2015. Si revisamos Google Trends, el servicio que mide la popularidad de los términos ingresados por los usuarios en el buscador más importante de internet, podremos verificar que el uso de este concepto se dispara en noviembre de 2016, coincidiendo con la victoria electoral de Donald Trump.
Y sucede que poco después de ese traumático desenlace, ocurrido el 8 de noviembre de 2016, la prensa corporativa norteamericana empezó a difundir cientos de informaciones, que rápidamente se difundieron por el mundo, sugiriendo que Trump había ganado la presidencia gracias a Vladimir Putin, el presidente de Rusia, quien habría puesto en funcionamiento varias operaciones psicológicas en favor del infame magnate convertido en candidato presidencial, entre ellas la emisión masiva de “fake news”.
Esta nueva campaña de miedo se nutriría de las ya acostumbradas versiones “oficiales” de los servicios de inteligencia norteamericanos, que rara vez muestran evidencias, y de fraudes transparentes como el “Steele Dossier”, un documento confeccionado por un exespía británico contratado por el Partido Demócrata de Hillary Clinton específicamente para embarrar a su rival y asociarlo con el gobierno ruso.
Desde entonces, el mismo gobierno estadounidense y sus varios aliados, junto a una plétora de organizaciones civiles afines, como el Atlantic Council, se dedican a “regular” el discurso en internet y las redes sociales. Como proponemos aquí, el término “fake news” se impuso sobre la opinión pública de manera completamente artificial, gracias a la presión y a la repetición ad nauseam de la prensa corporativa que, para casos como este, adopta una postura monolítica, un discurso único. El objetivo era conseguir un mejor control de lo que los ciudadanos expresamos en las redes.
La banalidad de las “fake news”
El papa habría votado por Trump; Trump, en compañía de prostitutas, orinó en una cama de hotel donde antes habría dormido Barack Obama; la azafata de una conocida aerolínea acostumbra tener relaciones sexuales con los pasajeros, al vuelo. En los raros casos en los que se nos ofrecen ejemplos, los especialistas en noticias falsas nos presentan este tipo de banalidades y anécdotas irrelevantes. ¿Qué sucede con la propaganda que tiene como consecuencia la guerra, la destrucción de sociedades y seres humanos? ¿Por qué esas “fake news” no son mencionadas? ¿Dónde está el caso de las famosas incubadoras kuwaitíes supuestamente vaciadas por soldados iraquíes, dejando morir a sus ocupantes, que instigó la primera Guerra del Golfo? ¿Dónde las armas de destrucción masiva de Sadam Hussein? ¿Dónde figuran las gruesas mentiras que justificaron la destrucción del gobierno libio en 2011? ¿Qué ha pasado con todos los ataques químicos que se le adjudicaron a Bashar al-Assad durante la guerra en Siria, justo después de que los norteamericanos amenazaran con que el uso de ataques químicos constituiría la “línea roja” que el gobierno sirio no debía transgredir?
En lugar de alimentar la desinformación sobre cómo se nos manipula en democracia, debemos visitar a los grandes estudiosos de la propaganda, la práctica que nadie desea que aprendamos y que tenemos que explorar por nuestra cuenta si queremos comprender el mundo contemporáneo. Uno de esos estudiosos fue el filósofo y sociólogo francés Jacques Ellul, quien dejó para la posteridad profundas reflexiones al respecto: “proveer de motivaciones ideológicas colectivas que lleven al ser humano a la acción es exactamente la tarea de la propaganda”.
La propaganda, que se cuelga de nuestros más profundos deseos y pasiones, de nuestra autoimagen, es exitosa porque alivia momentáneamente algunas de las tensiones psíquicas producto de la enorme incoherencia de la sociedad que hemos creado, y la producida por el mar de información en el que nos sumergimos a diario. Como una droga. Usted es egoísta, no conoce la empatía, pero su sociedad insiste en que debe superar ese defecto y adquirir la virtud de la generosidad. Eso le produce tensión. Luego viene un tal Milton Friedman a contarle que “la avaricia y el egoísmo” son las fuerzas que hacen girar el mundo, que el pobre lo es por su propia dejadez… y ¡listo! La tensión ha sido eliminada con un sencillo eslogan propagandístico. Ahora usted puede dirigirse a la oficina con una sonrisa en la cara. Todo está bien.
-Publicado el viernes 20 de septiembre en el semanario Hildebrandt en sus 13, Lima, Perú.
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