Trabajo, supervivencia y bienestar

23/09/2019
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La lucha por seguir vivos es el impulso primordial de los seres animales, y los humanos despliegan su ingenio y su resolución consciente para aplazar la muerte todo lo posible”.

Steven Pinker

 

I

 

Estas notas –que constituyen una especie de ensayo— contienen una reflexión (más o menos sistemática) sobre los vínculos existentes entre el trabajo –entendido como el gasto de energía humana para obtener recursos (energía) para vivir—, la supervivencia –entendida como la exigencia fundamental que hacen los genes a los organismos para asegurar su permanencia en el tiempo— y el bienestar –entendido como el equilibrio óptimo (interno y con el medio ambiente) al que tienden los organismos en sus afanes por sobrevivir. El argumento central es que los seres humanos, como “máquinas de supervivencia” que son, han estado movidos (y lo están) por el afán de trabajar menos (invertir menos energía) para obtener más recursos (energía) del medio, lo cual está presente ya en las tecnologías más rudimentarias heredadas de sus parientes de otras especies homo. Esta gestión de energía en favor suyo se ha traducido en un bienestar creciente, que ha mejorado sus posibilidades de sobrevivir, cuidarse y dejar descendencia. Para sustentar esta argumentación se ha recurrido a contribuciones decisivas provenientes de la biología evolutiva, paleontología y ciencias cognitivas, siguiendo, principalmente, los planteamientos de Richard Dawkins, Juan Luis Arsuaga, Steven Pinker y Antonio Damasio. Asimismo, se inserta en una línea de fundamentación científico natural de las ciencias sociales impulsada por el equipo Castro Nogueira (Laureno, Luis y Miguel Ángel), que está poniendo en cuestión tesis fundamentales del Modelo Estándar de las Ciencias Sociales, según el cual lo social y lo cultural pueden entenderse al margen de la realidad natural (biológica, física, química, mental) del ser humano1. En estas notas, son las nociones de trabajo y bienestar las que se examinan desde criterios biológicos, paleontológicos y neurocientíficos.

 

II

 

Desde que los seres humanos monetarizaron sus intercambios de recursos, la posesión de un mínimo de dinero se convirtió en algo imprescindible para acceder a determinados bienes y servicios no asequibles por otros medios, a menos que se tratara de pillaje o robo. La necesidad de contar con unos ingresos monetarios básicos ha sido parte de la vida de las personas, de manera creciente, desde tiempos pasados, aunque sólo se asentó firmemente cuando el capitalismo se estableció como modo de producción dominante, a partir de los siglos XVIII y XIX.

 

En el presente, en un mundo en el que impera una mercantilización de casi todas las esferas de la vida, poseer un ingreso económico mínimo es vital para los individuos y sus grupos familiares. Sin dinero no hay acceso a alimentos, vestuario, vivienda, educación, salud y recreación. De ahí que si a alguien se le priva (por las razones que sean, lo cual es otro asunto) de sus ingresos básicos, inmediatamente se le está privando del acceso a lo que es esencial para su vida, la cual desde las revoluciones norteamericana y francesa –y, posteriormente, con la creación del cuerpo normativo de los derechos económicos y sociales en el siglo XX— se convirtió en uno de los principales bastiones a defender –junto con la propiedad, la libertad y la igualdad— por las naciones civilizadas. No es casual que en los textos constitucionales inspirados en aquellas revoluciones, y coherentes con las normativas de derechos humanos prevalecientes desde 1948, esté plasmada, como obligación indelegable de los Estados, la protección de la vida, la integridad y la dignidad de los individuos.

 

En el siglo XX fueron los Estados de Bienestar europeos los que dieron concreción al derecho de sus miembros de gozar de un ingreso mínimo, partiendo de su derecho a ver salvaguardada su vida, dignidad y bienestar, independientemente de su contribución laboral específica. Esto constituyó un cambio de envergadura en la concepción tradicional acerca de quiénes sí tenían y quienes no tenían derecho a percibir un ingreso económico: la concepción tradicional había amarrado (casi) férreamente los ingresos al trabajo, de tal suerte que estaba afianzada la idea de que sólo tenían derecho a un ingreso económico quienes trabajaran (o tuvieran una ocupación o un empleo), siendo inconcebible (incluso, condenado por las morales al uso) que alguien recibiera un ingreso sin trabajar2.

 

En la cultura del capitalismo clásico era inconcebible (inmoral, parasitario) que quienes estaban forzados a trabajar para ganarse la vida (obteniendo un salario a cambio de vender su fuerza de trabajo) creyeran que merecían, si no trabajaban, algo más que la miseria. “Si quieres un ingreso, trabaja”: ese era el dictum de los capitalistas del siglo XIX y principios del siglo XX3. “Si recibes un ingreso sin trabajar, eres un holgazán, un aprovechado, un bueno para nada”: esta fue su arremetida moral, que era parte de una “moral del trabajo” más amplia en la cual se exaltaba la dedicación, la disciplina, la entrega y la dignificación alcanzada mediante el trabajo4.

 

III

 

La “moral del trabajo” fue de gran ayuda para una explotación rapaz de la fuerza de trabajo, que fue el signo característico del capitalismo de libre competencia. Eran tan voraces aquellos capitanes de la industria que no sólo no querían dar algo a quienes no trabajaran, sino que, a quienes lo hacían, les daban mucho menos de lo que les correspondía. Esto último fue un acicate de las luchas obreras de aquellos tiempos; luchas que se centraron en tres exigencias, en lo fundamental: derecho al trabajo (a un empleo), salarios justos y reducción de las agobiantes jornadas laborales.

 

Desde la lógica de los capitalistas (o de cualquier otro que hubiera nacido con las condiciones para no tener que trabajar para obtener recursos para vivir), las dos últimas exigencias estaban fuera de lugar, pues significaba que quienes las hacían querían trabajar menos y ganar más; y el secreto de la explotación radicaba justamente en lo contrario, es decir, en que se trabajara más y se ganara menos. Desde la lógica de los trabajadores, en la cual los ingresos eran (y siguen siendo) cruciales para acceder a mejores condiciones de vida, esa exigencia tenía pleno sentido, lo mismo que la de ver reducidas sus horas de trabajo, con lo cual tendrían tiempo para el descanso, esparcimiento y compartir con sus seres queridos, es decir, para su bienestar.

 

El Estado de bienestar logró conciliar, no sin dificultades, esas dos lógicas que no son necesariamente excluyentes, porque en el fondo sus protagonistas pertenecen a una misma especie (homo sapiens), y los miembros de esta especie se las han venido arreglando, desde hace unos 200 mil años para trabajar menos (gastar menos energías y esfuerzos) para obtener más recursos para vivir y disponer de tiempo libre para hacer cosas que les hagan felices. Y es que, en definitiva, el gran logro de una persona que nace con riquezas y propiedades (y que aumenta sus riquezas y propiedades explotando a otros) es no trabajar y disfrutar de la vida, accediendo a todo aquello que le dé bienestar.

 

Este logro, tal como lo revela la historia humana desde que se generaron excedentes en la obtención de recursos de la naturaleza, fue posible a expensas de otros, que tenían que trabajar, obligadamente, no sólo para sí mismos (para acceder a los recursos que les permitieran vivir), sino para quienes los mandaban, sus jefes, patronos o jerarcas militares, políticos o religiosos. En tiempos del reinado del capitalismo de libre competencia, eran sus jerarcas en la industria los que buscaban acrecentar su riqueza y mejorar su vida (y la de los suyos) a expensas del trabajo de los obreros, a quienes, en consecuencia, se les expoliaba con jornadas de trabajo intensas y bajos salarios. No otra cosa hicieron reyes, príncipes, papas, cardenales, emires, jeques y sultanes (y sus cortes de aduladores) en la edad media europea y musulmana.

 

IV

 

Individuos ricos e individuos pobres, individuos con herencia de patrimonio e individuos sin herencia –personas blancas y negras, mestizas, mulatas, morenas, altas y bajas—, poseen la misma condición de homo sapiens, con ancestros compartidos con chimpancés y bonobos5. En nuestra especie, la vena agresiva (violenta, según algunos autores) y de dominación, de los primeros, se junta con la vena de empatía, de los segundos, y que consiste en “hacerse una idea de las ansias y necesidades de los otros ayudarles a satisfacerlas”6.

 

Ambas han sido útiles a los individuos homo sapiens (a sus genes, diría Richard Dawkins) para sobrevivir, pero no de cualquier manera, sino maximizando su bienestar y minimizando los costos asociados al mismo. Precisamente, el trabajo –cuya definición clásica es “gasto o consumo de energía”— es una inversión de esfuerzo y energías que los individuos han tenido y tienen que hacer para obtener recursos o condiciones, desde la naturaleza o de productos previamente elaborados (en los que ya hay trabajo incorporado), para vivir, y no de cualquier manera, sino de la más óptima posible en orden al bienestar y la reproducción biológica. Homeostasis es el nombre técnico de esa búsqueda biológica de bienestar y algo más.

 

“El proceso homeostático –dice Antonio Damasio— no es un simple estado de estabilidad. Mirándolo en perspectiva, es como si las células aisladas o los organismos pluricelulares dirigieran sus esfuerzos para conseguir un tipo concreto de estado de estabilidad propicio para prosperar. Puede decirse que esta regulación natural se orienta hacia el futuro del organismo, y podría describirse como una inclinación a proyectarse en el tiempo mediante una regulación optimizada de la vida y la descendencia. Se podría decir que los organismos no sólo persiguen su bienestar, sino algo más… La esencia de la homeostasis… es la gestión de energía: obtenerla y asignarla a tareas básicas como la reparación, la defensa, el crecimiento, la procreación y el mantenimiento de la descendencia. Esta tarea supone grandes esfuerzos para cualquier organismo, y mucho más para los organismos humanos, dada la complejidad del entorno en el que se desarrolla su vida”7.

 

Esos “grandes esfuerzos” –de los que habla Damasio— constituyen la esencia del trabajo humano, aunque por extensión –restando las dimensiones de planificación consciente del trabajo humano— aplica para todas las especies vivientes, que también “gestionan energía” para “la reparación, la defensa, el crecimiento, la procreación y el mantenimiento de la descendencia”.

 

Una gestión energética exitosa se mide por los resultados que, como diría Dawkins, residen en la procreación y descendencia de los genes, que usan como “maquinaria de supervivencia” a los individuos (ya sean estos plantas, bacterias, hongos, mosquitos o primates). Esos resultados exitosos sólo son posibles si, en el intercambio de energía que se da entre los individuos y el entorno natural (y social), la inversión energética que hacen los primeros (para hacerse de recursos-energía para vivir) es menor que la energía obtenida, es decir, si ésta es mayor que la primera. Lo contrario es una amenaza para la vida, para la homeostasis, y, en el límite, puede llevar a la muerte de los individuos, siendo preámbulos de ésta el agotamiento y el deterioro biológico y la enfermedad. Trabajar menos y obtener más recursos para el bienestar orgánico y mental (en el caso de los organismos con mente) es un imperativo para el éxito reproductivo y para la supervivencia. Trabajar más (gastar más energía) a cambio de menos es una amenaza que esas “maquinarias de supervivencia” (que son los organismos) intentan –guiados por sus genes— vencer, y –cuando no lo logran— es su supervivencia la que está en peligro.

 

“Nosotros –dice Richard Dawkins— somos máquinas de supervivencia, pero ‘nosotros’ no implica solamente a las personas. Abarca a todos los animales, plantas, bacterias y virus. Es muy difícil determinar el número de máquinas de supervivencia sobre la tierra, y hasta el número de total de las especies es desconocido… Todos somos máquinas de supervivencia para el mismo tipo de replicador, las moléculas denominadas ADN. Hay muchas maneras de prosperar en el mundo y los replicadores han construido una vasta gama de máquinas para prosperar explotándolas. Un mono es una máquina que preserva a los genes en las copas de los árboles, un pez es una máquina que preserva a los genes en el agua; incluso existe un pequeño gusano que preserva a los genes en la cerveza. El ADN opera de manera misteriosa”8.

 

¿Y esos primates que somos nosotros? Preservamos los genes en los entornos socio-naturales que desde haces unos 200 mil años – al inicio con tecnologías incipientes heredadas de otros parientes del género homo9 y en el presente con tecnologías complejas alimentadas por la ciencia— hemos venido construyendo, y que se han revelado bonancibles para una gestión energética que, en definitiva, ha sido favorable para la supervivencia de la especie homo sapiens, de los individuos que la forman y de sus genes. Que estemos aquí, luego de un recorrido evolutivo de unos 200 mil años, así lo pone de manifiesto. Cualquier individuo homo sapiens que veamos ahora –mediano, pequeño, alto, moreno, negro, blanco, amarillo, musculoso o grácil— llegó hasta aquí –y con el grupo racial o étnico del que forma parte— porque su cuerpo es una “máquina de supervivencia” exitosa10.

 

V

 

Una de las claves evolutivas que explican el éxito de los individuos de nuestra especie –y en última instancia de sus genes— es que, en la ecuación que vincula trabajo con recursos para la vida, la cantidad de energía (y esfuerzo) gastado en la obtención de recursos es menor que la energía obtenida de éstos. La vuelta de tuerca de esa ecuación en favor del ahorro del trabajo radica la capacidad de supervivencia del homo sapiens. Y para ello, los conocimientos y la tecnología ha sido decisivos, desde las herramientas más rudimentarias (hechas a partir de piedra y madera y usadas por individuos de otras especies del género homo, como el homo habilis, el homo ergaster, el homo erectus y el homo neanderthalensis)11 hasta los modernos equipos mecánicos y electrónicos (por ejemplo, carros, lavadoras, refrigeradoras, aire acondicionado, computadoras, teléfonos, aviones, barcos y robots). Con mejoras tecnológicas graduales o con transformaciones espectaculares, el resultado ha sido –ya sea en pequeña o ya sea gran escala— la reducción de la energía y del esfuerzo humano (o sea, el ahorro de trabajo) a cambio de una mayor obtención de recursos para la vida y un mayor bienestar.

 

A lo largo de la historia del homo sapiens, aunque de manera extraordinaria desde el Renacimiento y luego en los siglos XVII y XVIII, la balanza se fue inclinando en favor del ahorro del trabajo y el aumento del bienestar. Los individuos homo sapiens, como máquinas de supervivencia que somos, hemos batallado desde siempre por obtener mayores recursos para vivir –reparar nuestro cuerpo, sentirnos bien reproducirnos y dejar descendencia— invirtiendo la menor energía y esfuerzos posibles, según han sido (y son) las condiciones socio-naturales y las capacidades culturales y tecnológicas disponibles.

 

En la mayor parte de la presencia del homo sapiens en la tierra (y su ancestro de hace unos 900 mil años, el homo antecesor), lograr que la ecuación fuera favorable para la vida y el bienestar ha sido sumamente difícil, siendo en muchos momentos casi imposible obtener recursos que superen, significativamente, el esfuerzo y energías (trabajo) invertidos. En los lejanos tiempos de dificultades extremas para sobrevivir, hunde sus raíces la “moral del trabajo”, que se convirtió en el marco sancionador para aquellos en los que el egoísmo era más fuerte que el altruismo y la cooperación. Las personas enfermas o ancianas también eran un problema, pese a lo cual nuestros ancestros se las ingeniaron, como revelan los datos paleontológicos de Atapuerca12, para cuidar de aquellos que, por dolencias físicas severas, estaban impedidos para trabajar. Sin embargo, no todo era primor y cuido hacia los semejantes, pues el canibalismo –como también revelan los datos de Atapuerca— no era ajeno a aquellos humanos empeñados en sobrevivir en ambientes precarios y hostiles.

 

Para los humanos de hace unos 200 mil años fue extremadamente duro conseguir recursos para su vida, lo mismo que lo fue para las otras especies del género homo ya desaparecidas. Tuvieron que trabajar hasta la extenuación, en ambientes extremos y hostiles (con amenazas naturales de todo tipo: sequías, fríos o calores extremos y depredadores, por ejemplo), para conseguir aquello que era necesario para sobrevivir. Durante miles de años, apenas superaron levemente, en la energía obtenida, lo invertido en energía y esfuerzo.

 

Cuando esa balanza les fue desfavorable –cuando fue más el trabajo y menos lo obtenido en recursos para vivir y tener bienestar— el deterioro, la enfermedad y la muerte asolaron a las comunidades humanas. Aun en este siglo XXI, con toda su riqueza y las conquistas científicas y tecnológicas con las que se cuenta, hay comunidades humanas a las que la ecuación no les es favorable, pues apenas obtienen de sus ambientes socio-naturales –con un desgaste extremo de sus organismos debido a la intensidad y dureza con la que trabajan— los recursos necesarios para sobrevivir.

 

Trabajan intensamente, pero lo que obtienen no es suficiente para asignarlo “a tareas básicas como la reparación, la defensa, el crecimiento, la procreación y el mantenimiento de la descendencia” (Antonio Damasio). En estas situaciones críticas, paradójicamente, el trabajo (como gasto de energía vital para obtener energía para seguir viviendo) se convierte en una amenaza para la vida: si un individuo gasta más energía (eso es trabajo en sentido estricto) de la que integra a su ciclo de vida individual, reproductivo y de bienestar, el deterioro, la enfermedad y la muerte irrumpen prematuramente, lo cual es una seria amenaza para su supervivencia y la perpetuación de sus genes.

 

De aquí que las ideologías que, en el presente y en sociedades que tienen recursos materiales y tecnológicos para dar bienestar a sus ciudadanos, animan (exaltan, glorifican) a un trabajo extremo hasta el agotamiento –basadas en una moral del trabajo justificada para otras épocas de mayor precariedad— pueden dar (y han dado) pie a desastres en la salud y el bienestar de las personas. En los debates actuales sobre la salud y la enfermedad es patente que el agotamiento físico, emocional y mental de las personas es un factor vinculado a enfermedades como el cólera o la tuberculosis, e incluso algunos tipos de cánceres.

 

“El concepto de enfermedad –escribe José Manuel Sánchez Ron— es algo más que la identificación de un germen. No existe semejante cosa para los cánceres. Deberíamos recordar, por ejemplo, la experiencia del siglo pasado. Aunque los antibióticos y vacunas desarrollados entonces para enfermedades contagiosas como el cólera o la tuberculosis salvaron millones de vidas, a la larga aquellas enfermedades fueron dominadas mediante otro tipo de medidas: mejor alimentación, menos horas de trabajo y, sobre todo, mejores condiciones de vida, en particular de salubridad” 13.

 

En resumen, “mejor alimentación, menos horas de trabajo y, sobre todo, mejores condiciones de vida, en particular de salubridad” implican mayor bienestar, es decir, una homeostasis óptima para las personas. Esa búsqueda de bienestar, que está ínsita en las estructuras biológicas del homo sapiens, ha sido el acicate para que éste inventara, a partir de las potencialidades de su cerebro, artefactos, técnicas, instituciones y un mundo social-cultural que le he han permitido obtener un plus de energía del entorno por encima de la energía gastada en el esfuerzo (trabajo) por obtenerla.

 

VI

 

Durante la mayor parte de su estancia en la tierra ese plus ha sido ínfimo (y muchas poblaciones humanas no lograron superar los niveles críticos necesarios para la vida), pero a partir del siglo XIX –con la ciencia, la tecnología, y la economía de mercado y democracia— ese plus tuvo una carrera ascendente que no se detuvo en el siglo XX y sigue en aumento en el siglo XXI14, al punto que en algunas naciones se están tomando decisiones acerca de qué se hará ante la desaparición de espacios laborales que hasta hace unas décadas requerían “trabajo humano” y que, en lo que algunos llaman la “cuarta revolución industrial”, ya no lo requieren o lo requieren en una mínima cantidad.

 

Y es que los avances científicos y tecnológicos aplicados a las más diversas actividades económicas –industria, servicios financieros, comercio, agro industria, transporte, comunicaciones— han permitido, de manera acelerada desde la segunda mitad del siglo XX—, que el trabajo sea realizado por máquinas-herramientas, robots y sistemas de mando computarizados. O sea, las máquinas herramientas y los robots –si no en todas las áreas de la economía, sí en algunas que son estratégicas— están reduciendo al mínimo o haciendo innecesario la participación humana, lo cual no quiere decir que se les excluya de los recursos para su vida y bienestar.

 

En naciones que son herederas del Estado de bienestar, y ahí donde los avances científicos tecnológicos hacen innecesario parcial o totalmente el trabajo humano, se está dando un paso inédito en la historia humana: el acceso a los recursos para la vida y el bienestar se está independizando del esfuerzo humano por obtenerlos (trabajo). Puesto en términos de ingresos, éstos están dejando de estar determinados por el trabajo realizado (porque cuando no se trabaja esa determinación se queda en el aire) y más por las necesidades de bienestar físico, mental y cultural de las personas. En estos contextos, la moral del trabajo pierde su sentido, pues una persona obtiene un ingreso (y otros recursos no monetarios) para su vida y bienestar sin trabajar; y no porque no quiera trabajar (porque sea perezosa u holgazana), sino porque no hay necesidad de su trabajo (de su desgaste e inversión de energía).

 

O dicho de otra manera, hay naciones en las que, en áreas económicas fundamentales, ya no se requiere (o sólo en grado mínimo) del esfuerzo y energías del homo sapiens para la obtención de recursos para la supervivencia. Culmina, en ellas, la larga marcha de la inventiva humana por emanciparse del trabajo. No es un estadio de progreso, como hace notar Steven Pinker, alcanzado por todas las sociedades del planeta; de hecho, una enorme porción de ellas sigue atada a la necesidad de un trabajo humano agotador, en condiciones extremadamente precarias en lo científico y lo tecnológico y en entornos socio-naturales hostiles. Son sociedades en las que el atraso económico, la pobreza, la enfermedad y la violencia se dan la mano, creando espirales de deterioro individual y grupal cada vez más críticos. Aquí la inversión intensiva de energía humana sigue siendo ineludible para la obtención de recursos para una supervivencia precaria y al borde de la inanición. Y la violencia se convierte en un medio para la obtención de recursos para la vida, como lo ha sido siempre en la historia humana.

 

Steven Pinker recuerda que “el análisis de Hobbes de las causas de la violencia, que los datos actuales sobre la delincuencia y la guerra confirman, demuestra que la violencia no es un impulso primitivo e irracional, ni una ‘patología’, excepto en el sentido metafórico de una condición que todos quisieran eliminar. Al contrario, es el fruto casi inevitable de la dinámica de organismos sociales racionales y que procuran su propio interés”. La precariedad, la falta de recursos y la pobreza favorecen que el propio interés se persiga mediante la violencia criminal. También es un incentivo para ello el decaimiento de la fuerza de la ley: “cuando la fuerza de la ley decae, aparece todo tipo de violencia: el pillaje, el saldar viejas cuentas, la limpieza étnica y las pequeñas guerras entre bandas, señores de la guerra y mafias”15.

 

Otras sociedades, aunque no tan avanzadas como las que viven directamente los resultados de la cuarta revolución industrial –y que ya vivieron los resultados de las otras tres—, reúnen condiciones para ir liberando a sus ciudadanos de las ataduras del trabajo (reduciendo los horarios laborales y las edades de jubilación, por ejemplo), pero la voracidad de sus élites y la ceguera de sus políticos les impide tomar decisiones en favor del bienestar de sus ciudadanos. Aquí la moral del trabajo se usa como subterfugio para mantener prácticas de explotación injusta y para contener las ansias de bienestar propias del ser humano.

 

VII

 

En síntesis, con el Estado de bienestar comenzó el desmontaje de la moral del trabajo, a partir del establecimiento del derecho de los trabajadores gozar de mayores salarios, menores jornadas de trabajo, seguros de desempleo, condiciones de seguridad laboral y social, y pensiones de jubilación dignas, en coherencia con los criterios de igualdad y libertad propios de la democracia constitucional de derecho16.

 

“La vida –escribe Steven Pinker— está hecha de tiempo y una medida del progreso es una reducción del tiempo que las personas han de dedicar para mantenerse vivas a expensas de las cosas más agradables de la vida. ‘Os ganaréis el pan con el sudor de vuestra frente’, dijo el Dios siempre misericordioso cuando exilió a Adán y Eva del Edén; y, en efecto, la mayoría de la gente a lo largo de la historia ha tenido que sudar… En 1870 lo europeos occidentales trabajaban un promedio de sesenta y seis horas semanales (los belgas trabajaban setenta y dos), mientras que los estadounidenses trabajaban sesenta y dos horas. Durante el último siglo y medio, los trabajadores se han ido emancipando progresivamente de la esclavitud asalariada, de manera drástica en la Europa Occidental socialdemócrata (donde en la actualidad trabajan veintiocho horas menos a la semana) que en los ambiciosos Estados Unidos (donde trabajan veintidós horas menos)”17.

 

Pero no sólo lo anterior: la conquista más extraordinaria del Estado de bienestar fue independizar el ingreso del trabajo, rompiendo con un amarre entre ambos que se remontaba a épocas pasadas incluso precapitalistas. Es decir, en los Estados de bienestar –desde criterios de salvaguarda de la vida y bienestar de los ciudadanos— se crearon fórmulas (políticas sociales, culturales, sanitarias, fiscales y de ahorro) que aseguraron que ninguna persona se quedara sin ingresos (o sin recursos) para vivir y sin un mínimo de bienestar, con independencia de su contribución laboral.

 

Los extraordinarios avances tecnocientíficos de las últimas cuatro o cinco décadas, y su aplicación económica (también social, ambiental y en la salud), están dando pie a otra transformación de envergadura: la eliminación o drástica reducción de la necesidad de trabajo humano en sectores económicos estratégicos. La riqueza que se obtiene en esos sectores con poco o ningún esfuerzo (trabajo) humano se traduce, ahí donde el bienestar ciudadano es uno de los focos de la política y de la economía, en una mejor alimentación, salud, deportes, cultura y esparcimiento para los individuos y sus familias.

 

Esos avances tecnocientíficos, y el progreso económico derivado de los mismos, también está cambiando –ha venido cambiando desde los años 70 del siglo XX— el significado del “trabajo” en esas sociedades. Y es que una enorme gama de actividades y prácticas con las que se asoció en sus orígenes la palabra y sus connotaciones (gasto de energía, cansancio, agotamiento, desgaste físico) se suavizaron o fueron erradicadas a lo largo del siglo XX. Por poner un ejemplo, hasta antes de la invención y posterior comercialización (y abaratamiento) de las lavadoras, el lavado de ropa (llevando la ropa al río y luego regresando con ella a casa) implicaba un enorme gasto de energía para las personas. El agua potable (una nueva tecnología) supuso un primer ahorro de energía humana; la lavadora fue una verdadera revolución en los hogares en cuanto a su rendimiento y al mínimo trabajo humano que requiere “lavar ropa”.

 

La palabra “trabajo” se sigue usando (y se seguirá usando), pero en algunos contextos –aunque quienes la usan crean psicológicamente lo contrario— es probable que se refiera a algo totalmente distinto al trabajo (en inversión de tiempo y esfuerzo requeridos18) que hacían sus abuelos o incluso sus padres19. También es probable que no; y que, en efecto, se refiera a actividades laborales semejantes, en lo fundamental, a las realizadas por sus padres y abuelos.

 

Como quiera que sea, la moral del trabajo, tan grata a muchos oídos –y motivo de orgullo para algunas personas— va a contracorriente de los afanes de esa “máquina de supervivencia” que es el homo sapiens por trabajar menos y vivir de manera óptima (o sea, disfrutar más). Si el afán opuesto fuera la fuerza motriz –trabajar más y disfrutar menos, agotarse más y tener menos bienestar, gastar más energía a cambio de menos recursos—, no habría piedras talladas, lanzas, martillos, tenazas, taladros, pinzas, tijeras, sopletes, ruedas, luz eléctrica, barcos, aviones, carros, lavadoras, secadoras, computadoras, teléfonos, radios, televisores, etc.— porque todos esos instrumentos y recursos nos ayudan (y han ayudado) a trabajar menos (a gastar menos energía) a cambios de más recursos para la vida, con lo cual hemos dispuesto de más tiempo para nuestro bienestar (y el de nuestros genes), y con ello le hemos plantado cara a la entropía, que no es si no deterioro, enfermedad y muerte.

 

Deberíamos mover a nuestras sociedades –deberíamos movernos como individuos— hacia ordenamientos políticos, económicos e institucionales en los que lo central sea el bienestar de las personas. El agotamiento (o la enfermedad y la muerte) por el trabajo (o por la falta de recursos para vivir) es lo opuesto ese bienestar. De tal suerte que es urgente inclinar la balanza a favor de este último, especialmente pensando en el bienestar de quienes dejaron sus mejores energías en trabajos agobiantes y ahora están jubilados o en edad de jubilarse. Para estas personas debería fijarse la mejor pensión posible, según las condiciones financieras reales de cada país y según la dignidad y el bienestar de aquéllas.

 

También, ahí donde la extenuación laboral se ha impuesto desde criterios de explotación económica, es urgente reducir las jornadas de trabajo y mejorar el bienestar de los trabajadores, por ejemplo con incrementos significativos en sus salarios. Y, para quienes salen prematuramente del mercado laboral o no pueden (o nunca pudieron) ingresar, asegurarles un ingreso universal, significativo, no de miseria, debería ser una meta a alcanzar lo más pronto posible20.

 

Y, por último, ahí donde el trabajo físico extenuante pueda ser suplido con mejoras tecnológicas, éstas deben ser impulsadas, sin que ello suponga pérdida de ingresos y bienestar para los trabajadores. Lo dicho apunta a que, como señala José Manuel Sánchez Ron, tenemos que entrar en “el ámbito de la acción política; porque tendríamos que plantearnos el cambiar nuestros modelos de sociedad”21. Al mandato, trágico y agotador, de Génesis 3:19, que dice “Te ganarás el pan con el sudor de tu frente, hasta que vuelvas a la tierra de la cual fuiste sacado”, se le debe contraponer esta estrofa, alegre y vital, del Negrito del batey: “A mí me llaman el negrito del batey/ Porque el trabajo para mí es un enemigo/El trabajar yo se lo dejo todo al buey/Porque el trabajo lo hizo Dios como castigo”.

 

San Salvador, 22 de septiembre de 2019

 

- Luis Armando González es Docente Investigador de la Universidad Nacional de El Salvador, Escuela de Ciencias Sociales. Miembro del grupo de Trabajo CIESAS Golfo del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO).

Estas reflexiones se han ido tejiendo al calor de interesantes discusiones con mis alumnos de la Maestría en Derechos Humanos y Educación para la paz, de la Facultad Multidisciplinaria de Occidentem de la Universidad Nacional de El Salvador.

 

1 Cfr., Laureano Castro Nogueira, Luis Castro Nogueira, Miguel Ángel Castro Nogueira, ¿Quién teme a la naturaleza humana? Homo suadens y el bienestar en la cultura: biología evolutiva, metafísica y ciencias sociales. Madrid, Tecnos, 2016.

2 Ecos de esta concepción tradicional se escuchan por doquier por quienes sostienen que quienes reciben ingresos o bienes sin trabajar se vuelven indolentes y con una autoestima deteriorada. Seguramente, no han preguntado a los beneficiarios como se sienten, si son felices o infelices, etc. Y, en no pocas ocasiones, quienes generan y propagan esas valoraciones en la sociedad son personas pudientes y acomodadas, que han trabajado poco o nada en su vida.

3 Claro está que este rechazo a que alguien recibiera dinero sin trabajar aplicaba a quienes no tenían patrimonio o riquezas heredados –sino únicamente su cuerpo y energías— para hacerlo, pues era evidente que los herederos de patrimonios (propiedades, rentas o capitales) no habían trabajado para obtener los recursos que al nacer los convertían, automáticamente, en ricos y prominentes.

4 Una arremetida moral que no ha dejado de escucharse desde entonces y que ha arraigado en la cultura del capitalismo neoliberal globalizado.

5 Cfr. Frans de Waal, El mono que llevamos dentro. Barcelona, Tusquets, 2018.

6 Ibíd., p. 16.

7 Antonio Damasio, El extraño orden de las cosas. La vida, los sentimientos y la creación de las culturas. Barcelona, Planeta, 2018, pp. 72-74

8 Richard Dawkins, El gen egoísta extendido. Madrid, Salvat, 2017, p. 28.

9 Como el modo olduvayense de fabricación en piedra, de hace más de 2 millones de años. Cfr., Juan Luis Arsuaga, Manuel Martín-Loeches, El sello indeleble. Pasado, presente y futuro del ser humano. Barcelona, DeBolsillo, 2018, pp. 202-203.

10 No tiene sentido, pues, afirmar que cualquier grupo humano de los que actualmente existen –o los individuos que los forman—son superiores o inferiores en virtud de sus características físicas. Los que son menudos, bajos o medianos, poco o nada musculosos o espigados son exitosos en los entornos socio-naturales en los que siguen reproduciéndose sus genes. Esto aplica a las mal llamadas “especies inferiores”, que son muestran su éxito en la medida que siguen dejando descendencia y no han dejado de hacerlo desde hace miles de años.

11 Cfr., Juan Luis Arsuaga, El collar del neandertal. En busca de los primeros pensadores. Madrid, Booket, 2019.

12 Cfr., Eudald Carbonell, Rosa M. Tristán, Atapuerca. 40 años inmersos en el pasado. Barcelona, National Geographic, 2017.

13 José Manuel Sánchez Ron, Diccionario de la ciencia. México, Booket, 2019, p. 55.

14 Cfr., Steven Pinker, En defensa de la Ilustración. Por la razón, la ciencia, el humanismo y el progreso. Barcelona, Paidós, 2018.

 

15 Steven Pinker, La tabla rasa. La negación moderna de la naturaleza humana. Barcelona, Paidós, 2018, pp. 489-490.

16 Estas conquistas, con sus peculiaridades, se hicieron presentes en El Salvador, en la Constitución de 1950.

17 Steven Pinker, Ibíd., p. 311.

18 Lo cual no quiere decir que algunas de esas actividades laborales no impliquen otros tipos de agotamiento, distintos a los conocidos en épocas anteriores. Para el caso, el agotamiento por estrés –y las enfermedades asociadas al mismo—es un signo de las nuevas exigencias laborales en las sociedades de capitalismo neoliberal globalizado. Ahí donde el bienestar de los ciudadanos es una prioridad (o donde se conservan conquistas del Estado de bienestar), las remuneraciones, las vacaciones extendidas, la reducción de los días de trabajo y los servicios de atención en salud, son los incentivos otorgados a quienes se dedican a esas actividades.

19 Cuando no eran ricos, pudientes o acomodados, se entiende.

20 Claro está que esto va a contracorriente de la mentalidad productivista, eficientista y expoliadora prevaleciente, pero nadie ha dicho que esa mentalidad sea verdadera sólo porque es aceptada por muchas personas. Más cerca de la realidad está la visión que, anclada en los aportes de la biología evolutiva, la paleontología y las neurociencias, nos enseña que el bienestar es una de las claves para la supervivencia humana.

21 José Manuel Sánchez Ron, Ibíd., p. 56.

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