El mito de la no reelección en democracia

19/11/2019
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Las sociedades occidentales están acostumbradas a pensar y creer firme y militantemente que la forma específica de su democracia de corte liberal, procedimental y representativo es la única vía válida de pensar y practicar la democracia —a pesar de que ese contenido liberal, procedimental y representativo no sea en lo más mínimo sino el ejemplo más exacto de la instrumentalización del término y la práctica para expulsar de sus cauces a millones de personas que no le son útiles más que en las coyunturas comiciales.

 

Dentro de ese mito de que la democracia comienza, transita y se agota en las rondas electorales que periódicamente se celebran en esas sociedades, además, se endiosa a uno de sus principios más elementales: la no reelección y la alternancia entre opciones partidistas como muestras de pluralidad, de equidad de oportunidades y diversidad de opciones políticas a disposición de la ciudadanía.

 

La ficción de la democracia como pura coyuntura electoral, por supuesto, no se sostiene ni siquiera en los orígenes mitologizados de su génesis occidental en ese par de sociedades profundamente antidemocráticas que fueron la Grecia esclavista y la Roma imperial. Sin embargo, más allá de esa génesis que en el resto del mundo, en las periferias globales, ha tenido el efecto colonial de sustituir, reprimir o aniquilar formas de convivencia individual y colectiva mucho más igualitaristas, horizontales, recíprocas y comunitaristas, lo que es un hecho es que las constantes reinvenciones y resemantizaciones a las que Occidente ha sometido al término y a la puesta en práctica del mismo no sólo han conducido a un total vaciamiento del contenido de uno y otra, sino que, además, es en esa su abstracción y nula concreción que se han cimentado las más atroces injusticias sociales y estructuras coloniales, racistas, sexistas y clasistas de las que se tiene conocimiento en la historia del capitalismo moderno.

 

El principio de no reelección nació como una alternativa de resistencia colectiva frente al avasallante poder que los estratos reales, nobles y aristocráticos tenían en la organización de la vida colectiva hace un par de siglos. De tal suerte que el individualismo clásico burgués (alrededor de los siglos XVI y XVIII), en situación de desventaja frente a esos tres estamentos (sostenidos por sus brazos ideológico: iglesia cristiana; armado: milicias profesionales; y administrativo: burocracia estatal) instituyó el recurso al cambio permanente y sistemático de personas en el gobierno como una manera de contener la sucesión de linajes familiares y sustituirle por la meritocracia individual.

 

El problema con la concepción anterior es, no obstante, que eso que en sus comienzos se pensó como una estrategia política de sustitución de estamentos dentro del Estado y al frente de su andamiaje gubernamental hoy se encuentra deshistorizado de su genealogía y es empleado indiscriminadamente para defender la ilusión de que los cambios de personalidades son, por antonomasia, cambios en la correlación de fuerzas que se disputan el espacio de la política, por un lado; y cambios en y por sí mismos del contenido ideológico y programático entre gobiernos, por el otro. Es decir, lo que un par de centenas de años atrás nació para cambiar a la clase social hegemónica en el control estatal y gubernamental, hoy se piensa como una norma trascendental y transhistórica de la democracia occidental y de la propia política para defender la falsa conciencia de que una sucesión de múltiples individualidades al frente del Estado y del gobierno no significa, en ningún sentido, continuidad ideológica y programática; esto es, continuidad de agenda.

 

En este sentido, en la historia reciente de la civilización moderna, desde la inauguración del neoliberalismo con las dictaduras de seguridad nacional en el Sur de América, se ha venido defendiendo, desde el conservadurismo de derecha, que el cambio constante de representantes populares (y sobre todo de cabezas en el poder ejecutivo y en los órganos parlamentarios del Estado) es un claro signo de las mayores y más refinadas expresiones de la democracia occidental porque en ellos son palpables los cambios de rumbo, de planes de desarrollo, de políticas públicas, de agendas de gobierno y demás. En la sombra de ese discurso naive queda, no obstante, el hecho comprobable de que inclusive realizándose tales cambios en cada sociedad de la región, cada uno de los gobiernos emanados desde entonces ha promovido (a su modo, eso sí) la neoliberalización de la vida cotidiana.

 

Piénsese en los casos, por ejemplo, de los gobiernos emanados del priísmo mexicano desde Miguel de la Madrid hasta Ernesto Zedillo (y luego Enrique Peña Nieto), que a pesar de ser sexenios con presidentes distintos, promotores de plataformas políticas diferentes, políticas públicas variadas y programas sociales diversos (a veces hasta contradictorios con sus antecedentes inmediatos), compartían, en lo fundamental, un núcleo de principios ideológicos y directrices programáticas que los consolidaron como gobiernos de continuidad en la progresiva liberalización de la economía nacional, como defensores de la expansión, cualitativa y cuantitativa, de la privatización de la actividad productiva; del sometimiento económico a los ajustes fondomonetaristas, del alienamiento con los regímenes fiscales favorecedores de las corporaciones transnacionales, de la precarización de los salarios y el encarecimiento de la vida cotidiana, etcétera. Hasta los dos gobiernos emanados del Partido Acción Nacional (PAN), autodenominados de alternancia democrática y política continuaron con esa agenda (aunque imprimiéndole algunos de sus rasgos conservadores, como solo un partido de derecha de su tipo es capaz de hacerlo).

 

O qué decir, en una línea de ideas adyacente, de esa simulación que es la no reelección en un México en el que un Manlio Fabio Beltrones, un Enrique Gamboa Patrón, un Porfirio Muñoz Ledo, una Ifigenia Martínez, un Gustavo Madero o un Diego Fernández, han transitado por todos o la mayoría de los puestos de representación popular a nivel local (presidencias municipales, gubernaturas, diputaciones y secretarías ejecutivas estatales, etc.), y otros tantos federales (Congreso de la Unión, Ejecutivo Federal), rotando y transitando entre niveles y poderes de gobierno de manera sistemática. Personajes como estos, sin ir más lejos, han repetido legislaturas, aunque no consecutivamente, sí de manera sistemática entre unos sexenios y otros.

 

El discurso liberal, por supuesto, encubre esta farsa detrás del velo del cambio de personalidades, como si con ello hubiese una suerte de renovación total de la vida nacional, de las dinámicas económicas y las estructuras políticas vigentes. A menudo, también, justifica esa circulación de actores (que en los hechos está siempre concentrada en pequeños círculos políticos y estratos sociales aún más reducidos) oponiéndola a los casos en los que dictadores de la talla de Pinochet o de Trujillo permanecieron en el cargo por más tiempo que el de un mandato promedio a nivel regional: irónica contraposición, por cierto, toda vez que las democracias occidentales no únicamente no movilizaron al entramado multilateral internacional (ONU, OEA, FMI, BM) para condenar sus métodos represivos y presionarlos para dimitir a su mandato, sino que, además, les premiaron haciendo de ellos sus principales aliados políticos y socios comerciales regionales para extender la proyección geopolítica y las capacidades de intervención contrainsurgente estadounidenses.

 

Épicos son, al respecto, los intercambios epistolares de los teóricos de la economía neoclásica y neoliberal (profundamente agresivas en contra del Estado y su participación en la vida económica de una sociedad), celebrando el fortalecimiento militarista del Estado latinoamericano y de sus aparatos represivos.

 

He ahí el secreto de la farsa antirreeleccionista: el mantenimiento de una elite en el control del Estado y de su andamiaje gubernamental, con plena conciencia de clase, genérica y racial, que hace transitar por uno y otro a sus propios miembros ocultando las continuidades y los sentidos comunes que comparten como programa político, cultural, histórico, económico, identitario e ideológico. Pero también he ahí al enemigo ante el cual se instituye a sí mismo, pues es solo cuando resulta electo y se sostiene en el tiempo (por su fortaleza popular, de base) un proyecto político, cultural, histórico, económico, identitario e ideológico opositor —sea cual fuere su personificación— que el argumento se esgrime para condenar cualquier tufo a continuidad (de proyecto o de personalidad).

 

Es en este punto en el que la propia abstracción sobre la reelección o la no reelección debe adquirir toda su consistencia y profundidad poniendo de manifiesto que el tema no es si la primera es opuesta a toda forma de gobierno democrático o si sólo a través de la segunda es posible consolidad a la democracia en tanto forma de gobierno. El tema central es, antes bien, en que al ser la reelección una forma más de manifestación y de realización de la democracia, su disputa debe darse en el terreno de la ética; es decir, en el debate sobre las consecuencias que ésta tiene en la consecución de un cada vez mayor grado de justicia social y de integración política, histórica, cultural, económica, etc., de los sectores tradicionalmente excluidos en el entramado de lo comunitario.

 

De ahí que el tema no sea elegir entre reelección sí o reelección no, sino, por lo contrario, en determinar los mecanismos de control, los procedimientos, las normatividades y las regulaciones que permitirían, en primer lugar, asentar las bases de las condiciones de posibilidad de regímenes políticos con sistemas de reelección político-electoral que trasciendan ese plano de lo puramente electoral, representativo y procedimental hacia la instauración de formas de convivencia colectiva más democráticas en el terreno, justo, de lo comunitario (la democracia como forma de organización, participación y convivencia social, colectiva, antes que como forma de gobierno institucionalizada); y por el otro, asegurar que los principios que primen en la consecución de una reelección —con independencia del espectro ideológico al cual se adscriban— sean los del reconocimiento de que la soberanía se funda en la totalidad de la sociedad y que esa soberanía sea respetada como expresión de una voluntad colectiva.

 

Ahora bien, puestas así las cosas, un elemento que es importante no perder de vista, aquí, tiene que ver con el reconocimiento de que todo proceso político y toda sociedad, en el capitalismo moderno, es potencialmente un escenario de disputa en el que los aparatos represivos del estado, las estructuras de clase y las potencias de los capitales se encuentran en una posición jerárquica de supra-subordinación respecto del resto de quienes integran a la sociedad en cuanto tal. Es decir, sociedad civil, por un lado; y sociedad política, instituciones represivas y capitales nacionales y extranjeros, por el otro; no son dos lados de una misma ecuación que se encuentren en situaciones equitativas de competencia ni en condiciones de simetría en términos políticos, económicos, culturales, históricos, etcétera.

 

Y es que, si se desconoce esa fundamental asimetría reproducida sistemática y orgánicamente por la lógica del funcionamiento del capitalismo moderno desde su génesis y hasta el día de hoy —para asegurar sus dinámicas de concentración y centralización de capital—, el riesgo que se corre es el de conceder que una reelección permanente de un personaje como Pinochet es tan válida y legítima como la de un Evo Morales, cuando en realidad son diametralmente opuestas por cuanto las condiciones de posibilidad de las sucesivas reelecciones del primero están dadas por el control que éste tiene de los aparatos y andamiajes del Estado, así como por el favor de los capitales que lo financian y le permiten desarrollar la vida económica nacional en relativa normalidad.

 

La diferencia no es menor, y es fundamental para comprender porque la manera en que llegó Bolsonaro a la presidencia de Brasil no es equiparable a la manera en que los hizo Hugo Chávez, en Venezuela. Y también para no barrer con el mismo rasero a la deposición de Evo Morales (por la vía de un golpe de Estado) y a las exigencias de los y las estudiantes chilenas. O para no colocar en el mismo saco, en general, a los gobiernos progresistas en la región y a los gobiernos neoliberales que les antecedieron, les alternaron o les sucedieron. Proceder de esa forma, equiparando lo inequiparable, es justo la manera en que la racionalidad instrumental del capitalismo moderno consigue que los procesos políticos y sociales históricos concretos sean despojados de sus contenidos cualitativos y de sus concreciones, haciendo abstracción de ellos y colocándolos al margen de la forma.

 

La reelección como una de tantas formas de expresión y realización de la democracia, por eso, debe fundar sus propias reglas y sus marcos de contención, pues de lo contrario, si se la emplea dentro de las estructuras provistas por las normalización liberal, procedimental y representativa de la democracia occidental, ésta corre el riesgo de convertirse en poco menos que una estrategia y un instrumento de poder al servicio de élites gubernamentales que observan en el Estado y en su andamiaje gubernamental un botín al servicio de sus propios intereses.

 

Un dictador, en este sentido, no se hace ni se define por el tiempo que se mantiene gobernando a su sociedad, sino por los contenidos éticos ausentes, por los retrocesos en materia de justicia social y por el ensanchamiento en los márgenes de los excluidos (de la política, la economía, la cultura, la historia, etc.,) que su gestión consigue. Y es que, una persona como Jair Bolsonaro, en Brasil, puede bien no contar con más de cuatro años de gestión y aún así haber instaurado un régimen de terror militar en su sociedad; mientras que un presidente como Evo Morales puede sumar en su biografía política más de una década de mandato y, sin embargo, haber conseguido, como resultado de su gestión, los mayores niveles de justicia social, de integración social y de construcción de una ética de la vida en colectividad.

 

Ricardo Orozco, Internacionalista por la Universidad Nacional Autónoma de México

@r_zco

 

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