Caso McDonald: No fue un accidente, fue un crimen

23/12/2019
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La “prensa grande” una vez más ha puesto en evidencia su sucio papel: encubrir delitos, cuando estos son cometidos o afectan en su ejecución, a la poderosa “clase dominante”. O tender una cortina de papel para que nadie piense en el hecho. La portada de “Gestión” bien pudo haber salido del libro de Borges “La historia universal de la infamia”. Méritos, lo sobraron.

 

Ha habido varias muestras de ello en el informe del trágico caso de los dos jóvenes que murieran recientemente en el expendio de comida en el McDonald que funciona en Pueblo Libre. Inicialmente aludió al hecho como un “accidente de trabajo” al tiempo que ocultaba la denominación de la empresa, indicando apenas que se trataba de “un restaurant de comida rápida”.

 

Luego, y casi contra la pared, encontró otros modo de encubrir a los responsables, aseverando, incluso, que no era McDonald la propietaria del negocio, sino una concesionaria -“Arcos dorados”- “que no había cumplido” los requisitos exigidos.

 

Y claro, ocultó impúdicamente que una buena parte de sus avisos comerciales provienen precisamente de esa empresa que todos conocen con la denominación de origen, y a cuyo nombre se reparte el avisaje a modo de prebenda.

 

No ha sido menos hipócrita la reacción de las autoridades. El funcionario edil de Pueblo Libre encargado de la “seguridad ciudadana” dijo muy suelto de huesos que ellos no habían hecho nunca una inspección en la empresa, porque se trataba de “una multinacional”. En otras palabras, porque era intocada e intocable.

 

Y la ministra de Trabajo apenas si aludió a una inspección que se hará “en el lapso de 30 días”, y un organismo supervisor con nombre de remedio -“Sunafil- como si los hechos registrados el pasado domingo no fueran absolutamente evidentes, y no ameritaran indagaciones mayores.

 

En este marco, la reacción de la empresa fue torpe en extremo. Se refirió a los trabajadores, considerándolos apenas “colaboradores” negando en la práctica cualquier vínculo contractual con ellos. Y suspendió “por dos días” –en señal de duelo, y pesar- la venta de sus productos, luego de lo cual –claro está- continuará el negocio.

 

Alexandra Porras Inga y Carlos Gabriel Campos Zapata no perecieron como consecuencia de un “accidente de trabajo”. Se trató de un crimen alevoso consumado por una empresa a la que le importa una higa la vida y la seguridad de sus trabajadores. A ellos, los obliga a trabajar 12 horas –de 7 de la noche a 7 de la mañana, por ejemplo-; les cambia turno inopinadamente cada vez que quiere, les impone laborar en pisos mojados, y no les brinda protección alguna. A cambio, les ofrecía una suerte de propina que los afectados del caso guardaban como un tesoro “para pagar sus estudios universitarios”.

 

Pero ¿cómo? ¿No es que la educación en el Perú es gratuita? Claro que no. Gratuita, la educación es en Cuba, o Venezuela, o en Nicaragua. Allí los jóvenes no necesitan trabajar como esclavos para seguir una carrera. Eso lo saben incluso los venezolanos que están acá vendiendo caramelos, o pidiendo limosna en las unidades de transporte y que no quisieron quedarse en su país a trabajar en las profesiones que les otorgó el proceso revolucionario del que hoy denuestan.

 

Alexandra y Carlos Gabriel fueron víctimas de un sistema. El mismo que mató a Ana Betsabé Torres, Joel Condori, Soledad Moreima y Sonia Repetto, en Larco Mar, en noviembre del 2016. El mismo que mató en Las Malvinas, en julio del 2017, a Jove Herrera Alania y a Jorge Huamán Villalobos. El mismo que apenas el 20 de abril de este año, mató a Elmer Santos Tocto trabajador de la Corporación Industrial Wash SAC. El mismo que mata con alucinante frecuencia a obreros de construcción civil que caen sin protección alguna de los andamios; o a transportistas formales e informales que se desbarrancan en las carreteras o chocan en las vías públicas agobiados por la crisis y enloquecidos por la miseria. Hay ya más de 300 víctimas en las cuentas de dolor.

 

¿Hay solución para casos como esto? A corto plazo, no. A largo plazo, si: una revolución social que cambie las relaciones de producción y que convierta a los trabajadores en dueños de su destino

 

Pero hay una ruta aquí y ahora: la organización de los trabajadores. Es una herramienta válida. Y para los empresarios, un arma letal. Mil veces más urticante que una “comisión investigadora”, o una multa cualquiera.

 

La sangre de Alexandra y Carlos Gabriel, debe germinar en sindicato. La Central de Clase de los Trabajadores Peruanos tiene el deber de organizar sindicalmente a todos los trabajadores de McDonald y de todas las otras en las que hoy no existen sindicatos.

 

Y la autoridad de Trabajo -si realmente quiere cumplir con su deber- debe tener la obligación de proteger esa acción y asegurar que esos sindicatos sean reconocidos de inmediato, y tengan derecho a todo: negociación colectiva, pactos salariales, estabilidad en el puesto, condiciones de trabajo, seguridad en el empleo, y otros.

 

Nada devolverá la vida a estos jóvenes, pero un busto que los perpetúe, y que se coloque frente a la puerta de ingreso al centro de trabajo con una leyenda que explique su muerte, podría servir para que se les recuerde siempre.

 

 

 

https://www.alainet.org/de/node/203968
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