Sobre el “origen” y las “responsabilidades” de la pandemia (I)
- Análisis
Hace unos días, Donald Trump acusó nuevamente a China de ser “la responsable” de la actual pandemia; afirmó que Estados Unidos está investigando si el origen del nuevo coronavirus habría sido, no en un mercado de animales chino, como se ha postulado, sino en un laboratorio de investigaciones médicas y virología, en Wuhan.
El líder ultraconservador, para desviar la atención global de la magnitud de sus propias acciones, intenta nuevamente incluir la pandemia en la cuenta china, en medio de la creciente guerra económica contra su principal oponente geopolítico en la actualidad.
Sin embargo, la “investigación” que los Estados Unidos deberían efectivamente emprender para, no solo encontrar a los principales “responsables” de la pandemia, sino para evitar otras similares en el futuro, no necesitaría ir mucho más allá de su propio país – quizá hasta Europa Occidental. Si sus intenciones de resolver el problema fueran serias, sería esencial observar lo que ha sido investigado y probado por innumerables historiadores y científicos naturales en las últimas décadas, e incluso la propia ONU lo informa como la “causa principal” de la actual calamidad sanitaria: la destrucción acelerada del medio ambiente por un capitalismo en crisis que, en los obstáculos del camino, perdió sus últimas riendas éticas.
El origen “animal” del coronavirus
La Organización Mundial de la Salud (OMS) declaró, y ahora reafirmó, que un animal es la fuente probable de transmisión del nuevo coronavirus. Científicos de diferentes partes del mundo han confirmado esta hipótesis; aunque todavía no hay consenso.
El informe “Fronteras 2016: sobre cuestiones emergentes de preocupación ambiental”, preparado por el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA), afirma que los brotes recurrentes de zoonosis (transmisibles de animales a humanos, como es el caso de los diversos coronavirus) son reflejos de la degradación ambiental intensa.
Esas enfermedades han ido en fuerte aumento en el nuevo siglo; un escenario que solo empeora, ya que los hábitats salvajes son cada vez más destruidos por la actividad humana. En los últimos años, varias enfermedades similares a COVID-19 se han convertido en una preocupación mundial por su capacidad de causar pandemias, como el ébola, la gripe aviaria, la fiebre del Valle del Rift o el virus del Zika.
Según el PNUMA, las zoonosis se han impuesto progresivamente como amenazas contundentes para el “desarrollo económico, el bienestar animal y humano, y la integridad del ecosistema mismo” – en el que todos habitamos. En dos décadas, estas enfermedades tuvieron “costos directos” de “más de 100 mil millones de dólares”, que podrían haberse multiplicado (“varios billones de dólares”) si se hubieran convertido en pandemias. Como ahora...
Para evitar que ocurran tales zoonosis, dice el organismo de la ONU, sería fundamental que el “hombre” (léase menos vagamente: “la industria capitalista”) frene sus múltiples amenazas a los ecosistemas y la vida silvestre: reduzca la agresión y fragmentación de los hábitats de animales salvajes, así como la contaminación generalizada, y sobre todo detenga el cambio climático.
Controversias sobre el origen “espacial” del nuevo virus
En cuanto al origen “espacial” de este coronavirus, todavía hay controversias. Controversias que serían tontas, si no sirvieran para desviar la atención del problema real: la devastadora competencia capitalista por siempre más territorios y recursos naturales.
Ambas hipótesis que se han considerado – que el virus apareció por primera vez en los EE.UU. o en China –, aunque plausibles, no cambian mucho la constatación predominante: que la gran responsabilidad de la pandemia (un problema que va mucho más allá del simple “origen del coronavirus”) es un sistema de producción incontrolado y agresivo que, en un momento de empeoramiento de la crisis económica mundial (crisis estructural del capitalismo, que se ha profundizado desde 2008), desajusta amenazadoramente el metabolismo entre el hombre y la naturaleza.
En otras palabras: el desequilibrio del ecosistema planetario ya está en su límite; rápidamente se acerca a un punto de no-retorno, y esto deja espacio para que este tipo de catástrofes de salud sean recurrentes.
Por lo tanto, la pregunta que debe hacerse, prioritariamente, no es si este virus, en sí mismo, es el resultado de una mutación genética o de una seguridad deficiente en laboratorios de virología (hipótesis posibles, y ya verificadas en la historia), sino: cómo la comunidad internacional podría hacer un esfuerzo conjunto para reorientar el desarrollo de un mundo que, durante siglos de “modernidad”, se ha mantenido como rehén de un “progreso instrumental”, meramente “tecnológico”; un falso “progreso”, ya que no apunta al “desarrollo social” y la “emancipación humana”, sino que por el contrario está francamente dirigido al “crecimiento de ganancias” (corporativas), a través del cada día más intenso control del hombre y de la naturaleza.
Si hace cinco siglos, el filósofo Francis Bacon, entusiasmado con los incipientes avances científicos (que comenzaban a llegar a una Europa aún periférica, atrasada y pobre), definió la función de la ciencia como la “victoria sobre la naturaleza”, durante todo esto tiempo esa visión superficial, controladora y sin perspectiva de la compleja “totalidad”, que constituye la vida social y natural, solo ha empeorado.
Las conspiraciones son posibles en la sucia geopolítica
Al comienzo de la epidemia, mientras el brote todavía se encontraba en China, un Trump muy feliz, casi con una sonrisa, desdeñó la calamidad (por medio de descuidados mensajes en redes sociales); mientras tanto, su Secretario de Comercio, Wilbur Ross, sin ninguna vergüenza, expresó públicamente su optimismo sobre el problema “chino” que se agudizaba, llegando incluso a declarar (digamos, con “poco humanismo”) que el nuevo coronavirus: “ayudará a acelerar el regreso de los empleos en los Estados Unidos”.
El mes pasado, Trump, ya menos alegre, mostró finalmente preocupación por el brote de coronavirus y lo llamó provocativamente “virus chino”, a medida que vio colapsar las perspectivas económicas de su país.
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Resulta que la pandemia, que ya ha infectado a más de dos millones de personas en todo el mundo y ha estado afectando violentamente la economía global (especialmente la de los Estados Unidos, amenazando su posición geopolítica dominante desde la Segunda Guerra), tiene la peculiaridad de ser en cierto aspecto “democrática”, pues (aunque amenaza más a los pobres y sin recursos, como cualquier enfermedad) también ha afectado a los ricos y poderosos. Este hecho ha llevado a los neoliberales más convencidos (pero con mínima racionalidad, lo que no es el caso de terraplanistas y neofascistas similares), a abstenerse de su ambición de obtener ganancias rápidas, optando por la parálisis económica; no por “sentimientos humanos”, por supuesto (que tienen tan poco), sino porque proyectan mayores pérdidas, en caso contrario.
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El gesto intempestivo y xenófobo de Trump pronto recibió una respuesta (¡contundente!) del portavoz del Ministerio de Asuntos Exteriores de China, Zhao Lijian: “Puede haber sido el Ejército de los EE.UU. el que llevó la epidemia a Wuhan”.
En su reclamo, Lijian se refirió a algunos episodios curiosos, que todavía no se han investigado a fondo:
i) En octubre de 2019, los Juegos Olímpicos Mundiales Militares han tenido lugar en Wuhan, con la participación de más de 100 países; en un informe, el periodista estadounidense George Webb afirma que el piloto y ciclista militar Maatje Benassi habría llevado el virus a China, en su participación en la competencia; una publicación del Departamento de Defensa de los Estados Unidos confirma que este ciclista realmente participó en una carrera en Wuhan, justo antes de que comenzara la epidemia;
ii) Según un artículo publicado en el periódico The New York Times, el Pentágono detectó, en el mismo período, casos de coronavirus entre sus soldados (que al principio estarían operando en Corea del Sur e Italia);
iii) Otro hecho a investigar es el cierre, debido a la “falta de seguridad”, de laboratorio de “armas biológicas” en el Centro Médico Militar Fort Detrick, en Maryland (EE.UU.), que se dedicaba a la investigación de virus, gérmenes y enfermedades infecciosas, y ha terminado sus actividades en julio de 2019, supuestamente debido a problemas con la “eliminación de materiales biológicamente peligrosos”, que incluso se habrían escapado, según el Centro para el Control y la Prevención de Enfermedades de Estados Unidos (CDC) .
El portavoz chino, en su respuesta, también citó al propio director del CDC, Robert Redfield, quien, recientemente cuestionado sobre si hubo muertes por coronavirus póstumamente descubiertas en los Estados Unidos, respondió: “Algunos casos, ahora, han sido realmente diagnosticados de esa manera en los Estados Unidos”.
Despertadas por el debate, se hicieron varias solicitudes a los EE.UU. para que expusieran los controles de salud de Benassi en aquél momento, llevando a cabo también nuevas pruebas, y haciendo públicos estos datos, a fin de resolver posibles especulaciones y facilitar las investigaciones sobre la pandemia.
Pero la administración Trump no tuvo en cuenta las solicitudes de transparencia (“transparencia” que ahora “exige” a los chinos).
El terrorismo biológico tiene historia.
Únase a las piezas y hay una posibilidad interesante de pensar que el misterioso “paciente cero” podría haber sido un estadounidense, como dice el periodista; y que por lo tanto podrían haber sido, no animales salvajes de un mercado chino, sino competidores militares estadounidenses, previamente contaminados, los responsables de hacer que el virus haya llegado a Wuhan: ya sea voluntaria o involuntariamente.
Y, de hecho, hay ejemplos desafortunados en la historia que prueban la plausibilidad de la hipótesis “voluntaria”.
Por ejemplo, durante la Guerra de Corea, en el marco de la Guerra Fría, la Unión Soviética y la China acusaron a los Estados Unidos de usar agentes biológicos contra Corea Popular; más tarde, Washington admitió que había estudios para producir tales armas (!), pero que no fueron utilizadas.
Ya en 1963, según documentos ahora desclasificados (publicados por el Archivo de Seguridad Nacional de EE.UU.), la CIA, con el apoyo de la Casa Blanca, intentó contaminar con bacilos de la tuberculosis Fidel Castro, a través del abogado-espía James Donovan, quien entonces negociaba con el comandante cubano la liberación de unos mercenarios yanquis (hecho que incluso ya ha producido libros y películas).
Otro caso ocurrió poco después del fracaso de la invasión de la Bahía de los Cochinos, en Cuba, cuando, con el respaldo del gobierno de R. Kennedy, la CIA se alió con la mafia estadounidense (ver episodio recientemente abordado por el propio cine de Hollywood) en la famosa “Operación Mangosta”, que incluyó el uso de agentes biológicos y químicos para destruir cultivos cubanos y contaminar a campesinos.
Entre tantos otros ejemplos, vale la pena recordar la confesión de Eduardo Arocena, en 1984; este agente de la CIA, de origen cubano, en un juicio celebrado en Nueva York, declaró ante el tribunal que la misión del grupo que encabezaba era obtener organismos infecciosos (patógenos) e introducirlos en Cuba; un documento que aparece en acta pública, pero que jamás fue investigado por las autoridades “competentes” de esa nación-imperio.
Dado que la intención de este artículo no es dedicarse a estos muchos casos de “guerra sucia” – que muestran hasta qué nivel de bajeza fue y es capaz el hombre-moderno en su búsqueda de ganancias y poder –, se cierra el “capítulo” mencionando que en julio de 2001, George W. Bush vetó un protocolo de la ONU que tenía como objetivo otorgar más poderes a la Convención Internacional sobre Armas Biológicas, argumentando que esto podría interferir con “investigaciónes legítimas” de los Estados Unidos. En ese momento, un especialista entrevistado por la BBC (Nicholas Sims, de la London School of Economics) consideró que esta actitud era “aislacionista”, siendo vista obviamente como “un obstáculo para el fortalecimiento de la Convención”. Un gesto que, por lo tanto, ha facilitado la posible propagación de “virus” como armas de exterminio humano.
Considerando, en el caso de esta calamidad específica, que (en el mejor de los casos) el virus se originó “naturalmente”, o más bien “causado al azar” (motivado por la destrucción del medio ambiente), volvemos a lo que se dijo al principio: la responsabilidad de la pandemia actual debe investigarse en el llamado “progreso moderno”; en su falso “desarrollo”, meramente técnico, espectacular y controlador; en un mundo desregulado, sometido a los intereses corporativos (especialmente después de la consolidación neoliberal en los 1980), y cuya capacidad autodestructiva se conoce al menos desde la catástrofe de la Primera Guerra Mundial.
[Continúa...]
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