Nuestra sustentabilidad en cuestión

Uruguay: Crisis ambiental hoy

04/11/2020
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  • Opinión
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Foto: https://apiculturauruguay.blogspot.com
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Jamás ingresó tanto en nuestro territorio la agroindustria como hoy. Jamás tampoco se ha extranjerizado tanto nuestro suelo. Ni se ha cedido tanto espacio a las grandes corporaciones (excepción, con una corporación minera, pero su retirada no fue por mérito propio sino por pérdida de interés ante la baja cotización internacional).

 

Aunque se autodenomine “agricultura inteligente”, este tipo de producción está contaminando a diestra y siniestra los campos, el aire y las corrientes de agua: no sólo se despuebla el campo por la bajísima necesidad de mano de obra de esta modalidad; también se lo “despuebla” de otros seres vivos; afectando toda la biodiversidad; cada vez hay menos fauna y flora silvestre; nuestros arroyos ya casi no tienen peces.

 

Jamás habíamos registrado tamaños índices de contaminación. Y nuestros estudios al respecto son increíblemente débiles, embrionarios.

 

No es de extrañar que con semejante estado de situación, la ecología despierte resonancias refrescantes, posibilidad de transformaciones.

 

Pero no nos engañemos; lo que sigue a la ofensiva es la agroindustria y toda su red empresaria con el auspicio de quienes orientan e impulsan la agroindustria desde sus centros dinamizadores principales, como el Ministerio de Agricultura de EE.UU. (USDA), la Dirección Federal de Alimentos y Medicamentos de ese mismo origen (FDA, por su sigla en inglés) y la red internacional que acompaña (organizaciones de la ONU como la OMS; PNUD, FAO, el PMA).

 

Un intento de elaborar trigo y arroz transgénicos, en el 2000, fue recibido con tan fuerte rechazo generalizado, internacional, de redes rurales como la Vía Campesina, que se logró en ese momento arrinconar tales proyectos.

 

La trama agroindustrial optó, entonces, por quedarse con soja y maíz, que habían logrado en la última década del siglo XX. Desde entonces, “la colonización transgénica” tomó diversas sendas; frutos, verduras, cereales menores, pero evitó enfrentar la de los dos cereales mayores del planeta.

 

Pero parece que los estrategos del alegre envenenamiento planetario han decidido un nuevo empuje. Esa ofensiva se manifiesta, y sincronizadamente; para tener en cuenta en nuestras latitudes platenses. En setiembre el ministerio del área aprueba en Uruguay nuevas variedades de alimentos transgénicos y entre ellos −algo muy llamativo− ¡trigo transgénico! Y en octubre, son las autoridades ministeriales argentinas las que aprueban nuevos “eventos transgénicos”: otra vez, trigo incluido. ¿En 20 años nada, en 2 meses, tanto?

 

Las respectivas reacciones nos permitieron una vez más ver la tonicidad ambiental de Uruguay y Argentina. En Uruguay, hubo apenas reacción. En Argentina, unos mil investigadores, biólogos, agrónomos, técnicos, médicos, suscribieron una fuerte repulsa. Es cierto que el daño que han generado los cultivos transgénicos en Argentina ha sido mayúsculo. Pero en rigor, no sabemos si, proporcionalmente, no tenemos aquí algo por el estilo. Porque, entre nos, se registran daños ambientales todavía menos que en Argentina.

 

¿Cómo enfrentar esta ofensiva y en general el modelo agroindustrial instaurado?

 

El reciente informe de RAPAL1 nos revela que Uruguay “autoriza” plaguicidas de los considera-dos de mayor riesgo. El relevamiento, por ejemplo, nos muestra que los cultivos de invernaderos son los que están más recargados de tales ingredientes (con lo cual aumenta la importancia de consumir lo estacional; es decir, lo producido a cielo abierto, algo menos envenenado).

 

La intensificación en el uso de venenos es preocupante: en 1990, el país registraba el ingreso de 1762 ton. de plaguicidas y para 2014 ese consumo había pasado a 25.845 ton. Multiplicado por 15, hace 6 años… Como si el dato no bastara por sí mismo, se puede aclarar que la producción no se multiplicó de modo similar. Y eso, tomando en cuenta apenas lo cuantitativo, porque cualitativamente el balance es mucho peor; con la agroindustria empeora la calidad alimentaria.

 

El “destino” de los desechos de agrotóxicos (siempre en aumento) en nuestro país es más que preocupante. El uso de agrotóxicos registra ese aumento señalado ligado a un fenómeno característico: sustancias que luego de años de uso en los países “centrales” y “principales” del mundo, cuando allí se comprueba su toxicidad, se prohíben (en Francia, en EE.UU., en Dinamarca, por ejemplo), y así se siguen usando, intensivamente incluso, en la periferia planetaria; América del Sur, o África. En esos destinos, sí, se puede seguir “aprovechando” tales venenos. Sólo para consumo interno, eso sí, porque lo producido con dichos venenos tendrán la entrada prohibida al “Primer Mundo” (donde ya fueran prohibidos).

 

En rubros importantes, como el trigo, el informe de RAPAL nos muestra otro rasgo peculiar; un acentuado proceso de concentración de la producción: cada vez menos unidades productivas (y todavía menos productores) concretan la mayor parte de la producción.

 

Se observa una proporción directa entre uso de agrotóxicos y escala: cuanto más grande el campo, mayor cantidad de agrotóxicos.

 

¿Por qué el empresariado rural apuesta a venenos?

 

Porque elimina mano de obra. Aumenta la productividad. Pero ¿qué productividad? La empresaria, no la ambiental: estamos arruinando el planeta, no solo el paraje que cultivamos, o la región en qué vivimos.

 

Por eso las soluciones a gran escala, aunque se pretendan no agresivas con el ambiente, terminan lesionándolo.

 

La situación ambiental es tan pero tan seria que no admite la menor concesión: eliminar venenos y emplear mano de obra humana, control biológico de plagas, medidas que no debiliten ni contaminen más de lo que ya ha hecho el gran capital, impulsando las soluciones de “alta tecnología”; cuanto más avanzadas, mejor recibidas por los grandes consorcios transnacionales.

 

¿Qué es más sabio? ¿Seguir arruinando el ambiente, exterminando flora y fauna naturales, avanzar con el abejicidio, contaminando los mares?, obligarnos a “todos” a ser góndolodependientes? o ¿empezar a entender la razón de la aparente sinrazón de aquellos campesinos indios de medio siglo atrás, que rechazaban los venenos procurando mantener la vida de la minifauna (sobre todo insectos) que parasitaba lo cosechado por ellos mismos, o acaso la de los ludditas, resistiendo un ritmo industrial que los arrancaba de la sociedad?

 

La agroecología de los tecnooptimistas procura una alianza entre lo ecológico y la producción capitalista: ¿es eso posible?, ¿se puede hacer rentable una producción sin venenos y ambientalmente aceptable para el gran capital? ¿O habrá que empezar a entender que hay que tratar la tierra sin querer hacer negocio con ella?... un cambio copernicano.

 

No parece que podamos hacer la necesaria revolución de valores y hábitos si nos mantenemos adheridos a las formas de producción identificadas con el modelo contaminante y a gran escala.

 

La agroecología redescubre una vieja crítica de los ecologistas contra la agroindustria que sintetizara brillantemente Vandana Shiva hace ya décadas:

 

Que el rendimiento por ha de producción orgánica es mayor que el agroindustrial

 

A la luz de la cada vez más imparable contaminación y degradación de suelos y alimentos que ha llevado adelante la agroindustria, más técnicos y productores reempiezan a descubrir las virtudes de lo tradicional; el policultivo contra el monocultivo, la importancia de los factores bióticos.

 

Es el momento que estamos viviendo desde hace un tiempo: agroecología. La ecología no es una palabra gastada; al contrario, mantiene cierto renombre. Aunque a menudo se la jibarice, asimilándola a arreglos florales, paisajísticos o tareas de reciclado.

 

Los aditivos alimentarios; las sopas “mágicas” con ingredientes químicos –el sueño de Knorr-Suiza de 1953, p. ej.− está encontrando creciente dificultad; lo que a mediados del s. XX deslumbraba a tantas amas de casa y a técnicos alimentarios, está quedando sin tanta buena prensa en esta hora de comida sana, artesanal, y de toma de conciencia ante las causas de los cánceres, para no abundar en la creciente desconfianza hacia los ingredientes químicos en los alimentos.

 

Cuando se inventan los alimentos transgénicos, su primera denominación fue ingeniería genética; pero rápidamente los técnicos de imagen rebautizaron esa técnica como biotecnología. El prefijo “bio”, con su connotación, de vida, vital, le otorga una resonancia mucho más apta que lo ingenieril… (estamos hablando de comidas, no de puentes…).

 

Es una señal de cambios culturales a lo largo de la segunda mitad del siglo pasado.

 

Como con lo “bio”, hoy se nos presenta la agro-ecología como lo necesario, lo imprescindible, pero extrañamente es presentada por los mismos personeros de la agroindustria… reconvertida.

 

Hasta hace algunos pocos años, los referentes agroindustriales nos habían estado “persuadiendo” de las bondades y seguridades de sus avances tecnológicos; granos científicamente acondicionados, vigorizados con nutrientes y minerales, y protegidos por plaguicidas de toda índole; persiguiendo un mundo “sin microbios”…

 

A la vista del deterioro sanitario, cada vez más patente y extendido −las aguas están cada vez más contaminadas (en buena parte por los plaguicidas y fertilizantes); la presencia de desechos plásticos es cada vez más inocultable; el sol, cada vez con “menos filtros”, afecta a los seres vivos como no era imaginable apenas décadas atrás−; lo producido por la humanidad para su alimentación empieza a recibir otra mirada: la agricultura orgánica, que había recogido el guante, ha generando una opción, a menudo, sencillamente conservando los usos tradicionales de producción, ampliados por nuevos conocimientos, para poder comer sin venenos.

 

Y junto con esa tendencia a reencontrarse con alimentos “sanos” es cada vez más insoslayable encarar la metástasis planetaria que ha desencadenado una tecnologización desaprensiva, arrasadora sólo atenta a los valores de la comodidad y el dinero. Por ejemplo, la presencia de los desechos, de “la basura” nuestra de cada día. En ese aspecto, la agroindustria también “coopera” generando basura; basta ver los envases plásticos esparcidos en el campo por doquier (siempre, además, con residuos tóxicos). Pero es mucho más que eso: en el asunto plásticos es nuestro estilo de vida el gran “productor” de los plásticos diseminados (y de las islas oceánicas de plástico…)

 

Promotores de la agroecología

 

Al estar la agroecología instrumentada y blandida por la burocracia internacional de la ONU, merece recelos. Porque falta el necesario ajuste de cuentas con la contaminación planetaria que la agroindustria ha tendido como un manto tóxico sobre los campos.

 

Dice la FAO: “que los modelos agrícolas basados en elevados insumos y un uso intensivo de recursos han alcanzado su límite.” 2 Esta forma sibilina de invocar el desastre planetario que ha provocado la agroindustria tiene muy sencilla explicación: la ONU, en general toda la burocracia onusiana, ha sido cómplice de ese desarrollo, recubierto bajo el manto de la modernización y la sacralización tecnológica, dirigido desde laboratorios transnacionales y un plan geopolítico desde usinas de poder estadounidense.

 

Véase p. ej. lo que confiesa El Mercurio, protagonista mediático chileno:” “La baja diversidad de plantas cultivadas en monocultivos ha puesto a la producción mundial de alimentos en un gran peligro […]”.3 Lo que hasta hace pocos años era verdad revelada por los tecnooptimistas de Argentina, Chile o Uruguay, resulta ahora un peligro… el “paquete tecnológico” que prometía el oro y el moro, la eliminación del hambre en el mundo, el bienestar de la población mundial, ha traído contaminación, obesidad (cambiando causas de muerte de pobres, pero no eliminando la pobreza).

 

¡Y El Mercurio no critica falta de producción (económica) sino de diversidad (biológica)!

 

El “maravilloso paquete tecnológico” que consistía, consiste, en semillas acondicionadas, agrotóxicos y supresión cuasirradical de mano de obra… no trajo lo prometido sino el dominio del campo por grandes consorcios agrolaboratoriles y la extensión inabarcable de contaminación…

 

¿Cómo podríamos confiar en esta nueva “voz de aura” que envía la ONU? ¿Cómo creer que ahora sí trabajará con y para la gente y no con los inversores de siempre? (que procuran aggiornarse sin perder sus privilegios, que comparten con la burocracia onusiana)?

 

La buena nueva agroecológica podrá tal vez convencer a quienes no hayan vivido a ofensiva recia, calculada, de la agroindustria produciendo un campesinicidio a escala universal de un alcance sin precedentes. Pero quienes conocieron esa ofensiva del gran capital transnacionalizado y de “alta tecnología” “tienen su dificultad” ante este nuevo optimismo.

 

Volver a recuperar la biodiversidad biológica, achicando la escala de cultivos y cuidados, reaprender a producir sin venenos… no va a ser fácil. Pero tarde o temprano habrá que romper con la red institucional que nos ha traído a este sombrío panorama: no alcanza que ahora esa red, tanto pública como privada, se proclame, palabras, parole, a favor de la vida…

 

¿La agroecología es un nuevo momento, que abre el horizonte de la evolución económica y alimentaria humana?

 

En rigor, la agroecología es un cierto retorno al uso de la agricultura tradicional que de modo insensible y a pequeños saltos fue abandonando criterios ecológicos espontáneos, tradicionales, ante el desarrollo de una agricultura llamada moderna, crecientemente basada en complementos químicos. Este proceso no fue fruto de conspiración alguna; como suele pasar entre humanos, se fue hilvanando a pequeños pasos, como nuevo conocimiento humano, en este caso, de la naturaleza al servicio de nuestras necesidades. Y así se fue naturalizando.

 

Baste pensar que la llamada “era del guano”, a mediados del s XIX, aprovechándose de depósitos de excrementos de aves marinas de muchas generaciones (en las islas Galápagos), cuyo uso como abono constituyó una revolución en la productividad agrícola, y resultó el eslabón para llegar a los fertilizantes químicos, industriales (una vez que las deyecciones de las aves, fueron consumidas a un ritmo mayor del que era el generado por las mismas aves).

 

La agroindustria fue construyendo un modelo de explotación de mayor rendimiento, monoproductor, y por ello más frágil que la producción tradicional, plural. Por eso se hizo más importante, conseguir antídotos ante nuevas fragilidades. Junto con la monoproducción fue siendo desplazado un campesinado extendido por un empresariado rural cada vez más concentrado.

 

Basado en fertilizantes y, sobre todo en plaguicidas. Venenos. Sin advertir la hipoteca que se estaba implantando sobre ciclos bióticos. De animales, plantas y humanos.

 

Cuando ese precio es ya impagable, porque pone en entredicho hasta nuestra propia supervivencia, hay una suerte de retorno a la “solución” ecológica, ahora agroecológica.

 

La agroindustria se ha caracterizado por un ensanche permanente de las unidades productivas; la agricultura ecológica tendrá que cumplir un proceso inverso, de achique permanente; no que el minifundio pase a dividirse, sino que superficies de miles o de millones de hectáreas se vayan redimensionando para restablecer una relación cada vez más directa de los humanos con su producción y consumo, restableciendo cierta relación entre ambas esferas de nuestra vida, de nuestra sociedad.

 

Parece difícil alcanzar eso.

 

Pero hay que entender que la Revolución Verde, que trastornó la agricultura del mundo entero, fue un reflejo del american way of life. Una cultura autista, exclusivista, confiada en el sí mismo, carente del diálogo tan caro a otras culturas. La sociedad estadounidense es culturalmente autista (no sólo expansionista, racista y colonialista; señalando sólo los debes).

 

La Revolución Verde se trató de implantar en el mundo entero; un mundo madeinUSA que pasó por alto la contaminación planetaria, nada menos.

 

No vemos forma de crear una mixtura aceptable entre la tenencia de la tierra en muy pocas manos y una atención ecológica o agroecológica de esa misma tierra y sus nutrientes, alimentos para plantas, animales y humanos.

 

Asimismo, habrá que remontar la enorme destrucción de conocimiento humano que ha significado lo que denomináramos el campesinicidio. Todo el conocimiento rural perdido.

 

En beneficio de laboratorios, supermercados y góndolas.

 

Hay brotes, ciertamente. La pequeña producción orgánica, ecológica se va extendiendo. Débiles, pequeños, vacilantes, pero con empuje. Como las plantas primaverales. Como la vida misma.

 

- Luis E. Sabini Fernández es docente del área de Ecología y DD.HH. de la Cátedra Libre de Derechos Humanos de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, periodista y editor de Futuros. http://revistafuturos.noblogs.org/

 

 

1 Red de Acción en plaguicidas y sus alternativas para América Latina: ”Los plaguicidas altamente peligrosos en Uruguay”, junio 2020.

3 Stgo. de Chile, 2 ene 2018.

 

 

https://www.alainet.org/de/node/209616
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