Justicia e impunidad

Desaparición forzada de personas en Latinoamérica

En América Latina, donde fue común el mecanismo de guerra contrainsurgente en las décadas pasadas, el número de desaparecidos asciende a 108 mil personas. Guatemala tiene el porcentaje más alto de desapariciones.

13/07/2021
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“Comprender todo no significa perdonar todo”

Sigmund Freud

 

La palabra “reconciliación” es, seguramente, de las más difíciles y problemáticas que pueda haber en el campo de las ciencias políticas. Pensar la reconciliación en términos políticos, en términos sociales como parte de un colectivo, de una gran masa de personas, es tremendamente complejo. Lo es porque, en realidad, la reconciliación constituye un proceso comprensible -y posible- entre dos partes cuando se trata de un universo micro: dos personas, una pareja, una familia, un pequeño grupo.

 

Cuando se trata de la complejidad de una sociedad donde son tantas y tan disímiles las variables en juego, se torna prácticamente imposible pensar en “reconciliarse”. ¿Quién sería, en ese caso, el sujeto de la reconciliación? Si hay tal cosa, a partir del prefijo “re” eso significaría que hubo originalmente una conciliación, un estado de relativo equilibrio, que por algún motivo luego se rompió y ahora se busca re-establecer. En tal caso, re-conciliarse sería volver a un estado previo de cierta armonía, de paz y concordia.

 

¿Es posible eso en una sociedad? Más aún: ¿es posible eso en una sociedad desgarrada por una guerra interna, tal como fue el caso de muchos países en Latinoamérica en estas últimas décadas? Sociedades que, en realidad, nunca fueron armónicas, sino que están marcadas en todas sus historias por la exclusión social, y en muchos casos por un racismo visceral.

 

Luego de las guerras viene la construcción de la paz. La paz nunca adviene espontáneamente: es producto de complejas transacciones, de reacomodos, de un gran esfuerzo en el más amplio sentido: económico, político, cultural. Esfuerzo, incluso, en relación a nuevas conformaciones psicológicas: quien convivió con la lógica de la muerte -eso es la guerra, en definitiva- debe hacer un pasaje, enorme y nunca falto de problemas, a una nueva cosmovisión. Si hasta el día de ayer, en guerra, se premiaba por “matar enemigos”, pasar a la lógica en que el día de hoy, ya con la paz, si se mata se es un asesino, no es tarea fácil. Construir y afianzar la paz implica no sólo el silencio de las armas: implica enormes cambios en la subjetividad de quienes combatieron, de quienes estuvieron implicados en esa dinámica de muerte. Valga para graficarlo un poema del alemán Wolfgang Borchet:

 

Terminada la guerra volvió el soldado a casa.

Pero no tenía qué comer.

Vio a alguien con un pan, y lo mató.

¡No debes matar!, dijo el juez.

¿Por qué no?, preguntó el soldado.*

 

Salir de una guerra no es sólo firmar un acuerdo de paz y guardar las armas. En muchos países de Latinoamérica (El Salvador, Guatemala, Colombia) eso sucedió hace ya algunos años, pero esas sociedades no viven en paz. Lejos de eso, el clima de violencia y de zozobra que se sigue atravesando a diario confronta con una situación bélica. La muerte sigue rondando altiva en cada rincón, y las causas estructurales que encendieron la mecha de alzamientos armados no han desaparecido; por el contrario, podría decirse que se mantienen igual o más fuertes que hace décadas: continúa el hambre, la falta de oportunidades, la segregación. La actual pandemia de coronavirus ha venido a profundizar todo ello.

 

Las guerras internas -guerras sucias, por cierto- que vivieron la gran mayoría de países de la región, cada uno con sus características particulares, dejaron marcas que aún están presentes como mensaje cultural en el colectivo de quienes la sufrieron, como recordatorio de las peores épocas; de quienes no la vivieron, como fantasma que ha dejado enseñanzas y, básicamente, ruptura en la memoria histórica. “eso aquí no pasó”. ¡Pero pasó! Borrar la historia es imposible. Y peor aún: es enfermizo, porque la historia no se puede borrar. Somos la historia; querer negarlo trae inconmensurables problemas. “Quienes olvidan su historia están condenados a repetirla”, puede leerse a la entrada del Pabellón 4 en el Museo del horror de Auschwitz, antiguo campo de concentración nazi.

 

En el marco de la Guerra Fría que libraban las por ese entonces dos grandes superpontencias, y desde la lógica de la Doctrina de Seguridad Nacional y combate al enemigo interno, el área latinoamericana en su conjunto se vio atravesada por un clima de desconfianza paranoica, de muerte y de terror que marcó todos los rincones. Nadie podía escapar a esas dinámicas. Pero lo peor es que los Estados, supuestos reguladores de la vida nacional entre todos sus habitantes, para el caso de estas guerras no funcionaron, precisamente, como regulador. Tomaron parte activa en la contienda siendo principalísimos actores, pero pasando por encima de toda norma.

 

Extremando las cosas, se podría llegar a decir que la “guerra contra el comunismo” lo justificaba todo. Pero entonces, si se sigue esa línea de argumentación, se desdibuja la esencia misma del Estado: de regulador de la vida de todos pasó a ser un actor de la contienda con las manos manchadas de sangre, por lo que la confianza en la institucionalidad mínima que debería existir, desaparece. El Estado, paraguas de todos sus habitantes que debería cobijar y defender por igual la dignidad de todos sus ciudadanos, fue el gran incumplidor de esa tarea.

 

Este Estado, en los años de la guerra -entre los 70 y 80 del pasado siglo-, con características distintas en cada país, pero siguiendo un guión similar, se convirtió en un Estado terrorista que mató, secuestró, masacró, torturó, siempre con fondos públicos, a parte de su población. He ahí la matriz de cualquier crimen posterior y toda violencia asumida como normal: si quien debía defender la vida y la dignidad de la vida terminó asesinando a sus propios ciudadanos, en general apelando a formas clandestinas, la idea de reconciliación se torna muy difícil si no imposible. ¿Quién se reconciliaría con quién? ¿Por qué y cómo reconciliarse entonces?

 

Terminada la guerra, la vida sigue. Como fue una guerra interna, las partes enfrentadas siguen viéndose la cara en la cotidianeidad. La vida misma impone la convivencia. Pero eso no es lo mismo que reconciliación. Quizá ésta es imposible en términos estrictamente masivos: las mayorías viven, reaccionan, se enfurecen, son manipuladas, pero el término “reconciliación” no les aplica en sentido estricto. La reconciliación tiene el sello del discurso político, del acuerdo, de la negociación. Y eso, hoy por hoy al menos, es producto de acuerdos cupulares. Estampar una firma en un papel no es, estrictamente, “reconciliar” a las personas. La población que fue víctima de esos atropellos por parte de los Estados contrainsurgentes que barrieron el subcontinente, siempre bajo la hegemonía de Estados Unidos: ¿con quién se debería reconciliar esas poblaciones: con ese mismo Estado? ¿Cómo?

 

Los Acuerdos de Paz firmados en los países que siguieron esos procesos establecen determinadas medidas para lograr la pacificación de la sociedad. En realidad, si algo se cumplió de esos pactos es la desmovilización militar de ambos bandos enfrentados: las armas se depusieron en muy buena medida, las fuerzas combatientes fueron desarmadas (el movimiento insurgente) o reducidas (el ejército nacional). En estos últimos años, salvo el caso puntual del ELN en Colombia, no volvieron a darse combates. Pero en ninguno de estos países hay paz. Muchos menos, reconciliación.

 

Lograr la “paz” -concepto tan difícil y problemático como “reconciliación”- no es olvidar los crímenes cometidos, no es dejar pasar los atropellos y las terribles violaciones a los derechos humanos mínimos y elementales que se sufrieron durante la guerra. Está más que probado que la abrumadora mayoría de violaciones fueron cometidas por los Estados y no por las fuerzas insurgentes.

 

En ese marco, es difícil que la población civil no combatiente que sufrió esos abusos quiera y pueda reconciliarse. Podrá recibir, como de hecho ha venido sucediendo, alguna compensación por los daños sufridos. De todos modos, pagos monetarios no pueden resarcir –y mucho menos pacificar– a quienes sufrieron los perjuicios que trajeron los conflictos armados. Lograr la armonía social no es cuestión de “pagar” por los muertos o por las partes dañadas del cuerpo (una pierna vale más que un dedo, y dos piernas valen más que una sola). Eso puede ser un elemento importante en el proceso político, necesario quizá, o imprescindible.

 

Pero eso sólo no alcanza. Lograr cierta –entiéndase bien: cierta, no toda– armonía social consiste en darle credibilidad a la Justicia, a las instituciones que ordenan la vida. Es devolver la confianza a los mecanismos sociales.

 

Si la impunidad sigue siendo lo dominante, si el mensaje que circula por la población es de desprecio por la legalidad, si se puede hacer cualquier cosa, violar nomas de convivencia y saltarse cualquier pauta institucional sabidos que no habrá consecuencias –¿qué otra cosa sino esto es la impunidad?– es imposible construir una sociedad pacífica y armónica. El neoliberalismo imperante -y toda una cultura aupada por los medios de comunicación corporativos- premia esa “viveza” en vez de castigarla. Es un “triunfador” el que logra los éxitos, no importando por qué medios. Esa ideología se ha ido entronizando en estos últimos años. La impunidad manda.

 

La justicia tiene un valor simbólico en las sociedades, en la dinámica humana. Se castiga lo que no debe hacerse, lo prohibido, lo que va en contra del bien común. Así se educa a un niño (¿para qué le diríamos, si no, que no se meta los dedos en la nariz, por ejemplo?) o se hace funcionar a todo un país (¿para qué se pagan impuestos si no?). Los distintos sistemas de justicia existentes en el mundo, cada uno con sus características propias, buscan fijar las conductas permitidas y las no-permitidas en cada sociedad. En otros términos: establecen las normas de convivencia, lo que se puede y lo que no se puede.

 

Tal como dijo el juez de la poesía citada: “matar no se puede” (al menos en tiempos de paz). Si no hay castigo por los asesinatos que se puedan cometer (incluso para la guerra hay normas: los Convenios de Ginebra), si la impunidad permite todo, entonces estamos ante el caos, ante la ley de la selva, del más fuerte.

 

Hoy día, en muchos países latinoamericanos donde tuvieron lugar estas guerras internas, se juzga a los militares -y en algunos casos también a miembros de las fuerzas insurgentes- como hechores de crímenes. ¿Por qué es importante lograr una condena de hechos que ya están comprobados como delitos de lesa humanidad -para el caso, siempre cometidos por fuerzas estatales o paraestatales-, por tanto, imprescriptibles? Porque el respeto a la ley es lo único que puede servir para construir una sociedad con alguna cuota de paz y armonía. El no respeto a la ley, la impunidad, es la invitación a más violencia.

 

Extremando las cosas, si se demuestra en juicio público, con toda la transparencia del caso, que alguien es culpable de determinado delito, la legislación debe apuntar a promover un castigo de las conductas criminales. Pero de ningún modo el Estado, en forma encubierta, puede desarrollar prácticas contrarias a la legalidad como las desapariciones forzadas de personas, los asesinatos selectivos, la tortura, las masacres de población civil no combatiente. Los responsables de tales acciones deben ser debidamente juzgados y castigados porque eso es sano para el colectivo. Caso contrario, queda abierta la puerta para la más absoluta impunidad, es decir: el primado de la violencia total. El Estado, por tanto, debe ser garantía para la vida de todos sus ciudadanos, y no quien la quite arbitrariamente, enmascarado y apelando a la oscuridad tenebrosa.

 

Por eso, y no por motivos “revanchistas”, debe juzgarse a los responsables de prácticas fijadas como delitos por toda la legislación existente en derechos humanos. Es una cuestión de salud mental mínima e indispensable que necesitan las sociedades.

 

A modo de aporte en esta justificación del por qué no permitir la impunidad, presentamos aquí un muy modesto estudio sobre la desaparición forzada de personas –desarrollado en parte a través del Archivo Histórico de la Policía Nacional, en Guatemala– considerada un flagrante crimen de guerra condenado por toda legislación existente, práctica que tuvo lugar durante el período más álgido de la guerra interna -años 1978 a 1984- y que va en contra de la paz y la concordia, tan imperiosamente necesarias en nuestro país hoy día.

 

La desaparición forzada de personas como política de Estado

 

En Guatemala, como parte de la guerra interna que desangró al país por espacio de casi cuatro décadas, se produjo una cantidad muy elevada de desapariciones forzadas. Si se compara esa realidad con otros contextos latinoamericanos donde también se dio el fenómeno de guerras contrainsurgentes, el país presenta el triste récord en las desapariciones del continente americano: 46%. (De Villagrán: 2004). Es, a la vez, el país del mundo que tiene la mayor cantidad de desaparecidos per cápita; presea, por cierto, nada honorable. Muchas de esas desapariciones tuvieron lugar en la ciudad capital.[1]

 

¿Qué pasó con tantas personas desaparecidas? Aquí es importante aclarar que en el término mismo de “desaparición” hay un eufemismo interesado o, dicho de otro modo, un engaño: las personas no desaparecieron, ¡fueron víctimas de una política sistemática de desaparición!

 

Por tanto: hay responsables directos tras todo esto. Puntualmente, fueron capturadas ilegalmente, luego fueron ocultadas y, casi en su totalidad, eliminadas. Esto no es lo mismo que “desaparecer”. La idea en juego por parte del Estado contrainsurgente fue: 1) desarticular los movimientos insurgentes, y 2) enviar mensajes claros a toda la población: “al que se mete en babosadas… algo le puede pasar”[2]. Efectivamente, algo les pasó: “se los llevaron”.

 

¿Para qué buscarlos hoy?

 

El presente breve y falto de rigor opúsculo, si bien no aporta todos los datos necesarios para localizar a los desaparecidos, puede ser un importante llamado a mantener viva la esperanza de llegar a conocer, en algún momento, sobre su paradero y a tomar muy en serio las palabras que reciben al visitante en el Museo del Horror de Auschwitz, hoy día Polonia, memoria viva de otro gran drama de la humanidad durante el siglo XX: “olvidar es repetir”.

 

A más de dos décadas de terminado el conflicto armado interno, las secuelas de ese cataclismo social aún se hacen sentir. El clima de violencia que se vive actualmente, además de las causas históricas que se ligan con una estructura colonial que se viene perpetuando desde hace siglos, tiene que ver directamente con el desprecio por la vida y la violación sistemática de los derechos humanos que se agudizaron durante la guerra interna.

 

Entre las prácticas deshumanizantes que tuvieron lugar en esos oscuros años de la historia guatemalteca, la desaparición forzada de personas fue un mecanismo que se mantiene presente en la conciencia de la población, sirviendo como una pedagogía de la muerte y del silencio, que aún se hace sentir. Los desaparecidos siguen siendo una de las heridas abiertas de la sociedad. La única manera de cerrar esas heridas no es negando lo sucedido, echando un manto de olvido y dando vuelta la página: es entendiendo qué sucedió buscando los remedios del caso. Remedios que, para la ocasión, significan: juicio y castigo a los responsables de esos crímenes y reparación real de las heridas sufridas (que no se limita a un cheque, lo cual puede ser algo así como “comprar el silencio” de las víctimas).

 

El recuento de las víctimas de desaparición forzada en el país arroja un total que, dependiendo de las fuentes consultadas, oscila entre 32,000 y 50,000 personas (De Villagrán, 2004). En toda América Latina, donde también fue común ese mecanismo de guerra contrainsurgente en las décadas pasadas, el número de desaparecidos asciende a 108 mil personas (Ibídem), lo que indica que Guatemala tiene el porcentaje más alto de desapariciones en América Latina.

 

La desaparición forzada de personas es un delito de lesa humanidad; así lo consignaron por vez primera en la historia los Juicios de Nüremberg[3], en 1946, y posteriormente tanto la Asamblea General de Naciones Unidas, en 1992, como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la Organización de Estados Americanos (OEA), en 1994. Como tal, es un delito imprescriptible.

 

En Guatemala, al igual que en otros Estados latinoamericanos que durante la Guerra Fría desarrollaron estrategias de guerra contrainsurgente amparados en la Doctrina de Seguridad Nacional y combate al enemigo interno, la desaparición forzada de personas jugó un papel de suma importancia. Sirvió para inmovilizar a las poblaciones civiles, aterrorizándolas, enviándoles mensajes de control y de inocultables llamados a la desmovilización.

 

En concreto, y en el orden de lo psicosocial, la desaparición forzada de personas es

…un acto de violencia extrema, cometido por agentes del Estado o por personas autorizadas por éste, que se constituye a partir de la captura ilegal, el ocultamiento deliberado de una persona y la consecuente pérdida de su presencia física (o material), sin que exista la posibilidad de establecer con certeza las circunstancias que determinan su “no presencia física”. Las condiciones de persistencia e incertidumbre que la acompañan hacen de ella un sutil instrumento de tortura con las consiguientes secuelas físicas y severas alteraciones a nivel del psiquismo individual y colectivo. La práctica sistemática de la desaparición forzada implica la alteración de los sistemas de relaciones sociales y el implantamiento del terror. (De Villagrán, 2004:2).

 

En Guatemala, específicamente en la ciudad capital, desde 1954 se presentaron casos aislados de desaparición forzada de personas; el fenómeno creció paulatinamente durante las décadas de los 60 y 70, llegando a su punto más alto al inicio de la década de los 80. En ese momento, la represión se generalizó y la desaparición forzada se extendió al área rural, que pasó a ser el principal teatro de operaciones del conflicto armado.

 

En todos los casos, los operativos urbanos tenían siempre el mismo patrón: los realizaban grupos de tareas integrados por miembros activos de los diversos cuerpos del ejército, de los cuerpos élites de la policía y/o por grupos irregulares adscritos a las fuerzas de seguridad, compuestos por entre 4 y 15 hombres fuertemente armados, operando siempre en la clandestinidad. Generalmente actuaban bajo el mando de un oficial del ejército vestido de civil, dependiendo del lugar en que debía realizarse el operativo y de las expectativas que se tuviera de capturar materiales o equipo. Los miembros de estos grupos se movilizaban en vehículos particulares, en general sin placas identificadoras. En todos los casos, actuaban con total impunidad, la misma que existe hoy día, que se ha venido perpetuando en estos años y que la absolución del juicio del general Ríos Montt podría terminar de coronar.

 

Una vez capturada y ocultada la persona, su destino era totalmente incierto. Y en eso consistía justamente el valor político-ideológico-cultural de este mecanismo: enviaba un mensaje aterrorizador a la población. Está demostrado que la desaparición física de alguien sin que se sepa fehacientemente qué sucedió con la víctima posteriormente, produce alteraciones diversas en los allegados, que quedan en una espera eterna. El mecanismo utilizado por las fuerzas de seguridad es perverso: sirve para paralizar a la población dejando a los familiares y allegados ante la imposibilidad de elaborar un duelo.

 

La desaparición de un familiar/amigo/allegado es altamente nociva para la psicología de quien queda en espera de saber lo acontecido. Los efectos psicosociales son diversos; entre otros pueden citarse:

 

  • Alteraciones inmediatas a la desaparición: en general, reacciones psicosomáticas de distinta intensidad.
  • Alteraciones en el mediano y largo plazo: trastornos psicosomáticos crónicos, trastornos sensoperceptivos y cognitivos tales como dificultades de concentración, inhibición de la actividad intelectual y disminución general del rendimiento.
  • Alteraciones permanentes: diversos cuadros afectivos que pueden ir desde la anestesia afectiva hasta la depresión profunda; trastornos de aprendizaje; trastornos emocionales diversos (miedo, angustia, impotencia, aislamiento, irritabilidad, pérdida de control, sentimiento de culpa, desconfianza generalizada); alteraciones en la percepción (desubicación espacio-temporal).
  • Muchos otros, algunos no descritos y otros recién identificados.

 

En definitiva, la desaparición forzada produce una variedad de síntomas emocionales y cognitivos que inhiben a los directamente ligados con el desaparecido, produciendo una conducta de miedo y consecuente apatía por los problemas colectivos.

 

Abordar la problemática creada por las atrocidades sufridas implica una serie amplia de acciones: intervenciones psicoterapéuticas puntuales en los casos en que así se requiera, propuestas colectivas organizadas en demanda de esclarecimiento y aplicación de justicia, recuperación y fortalecimiento de la conciencia histórica y ciudadana y la demanda de respuestas consecuentes por parte del Estado.

 

Entre las recomendaciones dadas por la Comisión para el Esclarecimiento Histórico se dice, en relación al capítulo de “Desaparición forzada”: “Que el Gobierno y el Organismo Judicial inicien a la mayor brevedad investigaciones sobre todas las desapariciones forzadas, para aclarar el paradero de los desaparecidos” (CEH, 1998:32).

 

Dado que la estrategia contrainsurgente de desaparición forzada de personas contempla la clandestinidad y la secretividad, reconstruir lo acontecido implica investigar hechos fragmentarios y dispersos que requieren de meticulosidad y paciencia, tal como el armado de un rompecabezas. Pero la tarea se complica, porque aquí siempre faltan piezas.

 

Hacer ese seguimiento no es fácil; se trata de una búsqueda detectivesca donde casi no hay pistas. Algunas de las estructuras y mecanismos funcionales a esa secretividad no han sido desmantelados y, en muchos casos, aún se esconden al interior de los aparatos del Estado, dificultando su inmediata remoción. Ninguna administración de las que ha habido desde la Firma de la Paz ha querido/podido desarmar este complejo entramado. La estrategia de las fuerzas estatales, orientada a no dejar pistas, dificulta avanzar en estos intrincados laberintos.

 

Está claro que esas estrategias funcionaron a la perfección. Como indicaba la Secretaría de la Paz durante el período presidencial de Álvaro Colom en su análisis sobre la autenticidad del Diario Militar:

 

Las estructuras militares en el contexto del conflicto armado, no actuaron de manera improvisada; siempre se dieron como parte de un plan que definía las acciones a realizar y señalaba en qué momento debían cumplirse y contra quiénes. Al relacionar lo que dice el Diario Militar y examinar los documentos del AHPN, se hace evidente que las operaciones ejecutadas por las diferentes unidades policiales, en especial la Brigada de Operaciones Especiales (BROE), DIT y Cuarto Cuerpo, estaban subordinadas a órdenes emanadas del ejército. (…) Algunos de los casos documentados con información proveniente del AHPN, evidencian que las fuerzas de seguridad del Estado guatemalteco habían estado elaborando, a lo largo de varios años -en ocasiones hasta una década-, detallados expedientes de las personas que, a su criterio, buscaban desestabilizar al régimen, con el fin de proceder en el momento que consideraran oportuno y mediante operativos bien planificados, a su captura y posterior eliminación (Secretaría de la Paz, 2011:134).

 

Tanto la maquinaria de gobierno al servicio de la estrategia contrainsurgente, como la clandestinidad en que tuvieron lugar sus operaciones, pavimentaron el camino para que hoy se haga tan difícil averiguar lo sucedido. Y mucho más, por supuesto, para hacer justicia. Como una muestra, téngase en cuenta lo declarado por el encargado de Relaciones Públicas de la Corte Suprema de Justicia en mayo de 1984 en relación a los recursos de exhibición personal interpuestos por la Comisión de Derechos Humanos de Guatemala (CDHG) “sólo causan problemas a la Corte” (Prensa Libre, 25 de mayo de 1984). Declaraciones como ésta permiten apreciar cómo el sistema judicial funcionaba al servicio de la impunidad y no de la justicia. Seguir manteniendo eso hoy día, dejando en el olvido el juicio y condena al general Ríos Montt, o incluso amnistiándolo, es continuar alimentando ese clima de impunidad, y por tanto, llamar a más violencia, a más sufrimiento para la población guatemalteca, a más odio y resentimiento.

 

Estudiar qué sucedió, saber cómo es la historia, saber por qué estamos como estamos, es lo único que puede permitir cambiar el curso de los acontecimientos y buscar algún remedio a lo sucedido. Negar el pasado, disfrazarlo, intentar olvidarlo no impide que la historia siga pesando. Las desapariciones de personas durante nuestra guerra interna deben ser conocidas, analizadas, debidamente procesadas y sancionadas, porque sin ningún lugar a dudas constituyen crímenes de lesa humanidad.

 

Las desapariciones forzadas en Latinoamérica y en Guatemala

 

Es preciso enfatizar desde un inicio que se usa el término “desaparición forzada” porque decir sólo “desapariciones” induce a confusión, puesto que así se llama también a aquellas que no tienen lugar por motivos políticos de contrainsurgencia. Hoy se escribe mucho sobre el tema tratando de sepultar el problema no reconocido de las desapariciones forzadas.

 

Si fueron “forzadas” es porque alguien, un grupo de poder determinado, se encargó que así sucediera, lo cual confirma la existencia de una política específica sobre el asunto. Y si hubo tal cosa, hay responsables de carne y hueso. ¿Puede premiarse acaso con impunidad el haber llevado a cabo esa criminal política? De ninguna manera. Por eso es importante para la “salud mental” de la sociedad guatemalteca condenar esos atropellos, para lograr que nunca más puedan volver a cometerse.

 

Entre algunas de las prácticas deshumanizantes que tuvieron lugar en esos trágicos años de nuestra historia, la desaparición forzada de personas fue una estrategia que aún está presente en la conciencia de la población, aterrorizando, sirviendo como una pedagogía de la muerte y del silencio que todavía se hace sentir.

 

Los desaparecidos siguen siendo una de las heridas abiertas de la sociedad que el final de las acciones bélicas, hace ya cerca de dos décadas, no ha podido remediar. Valen al respecto las palabras de Lía Ricón:

 

Siguiendo la cita freudiana, lo primero que se perdió en la sociedad con desaparecidos es “el modo como se reglan los vínculos recíprocos entre los seres humanos”. La pertenencia a una cultura, a un grupo humano cohesionado por una ley, nos incluye en un discurso que determina los modos de relación de los seres humanos, supuestamente en la cultura en la que vivíamos estábamos sujetos a una ley y había un organismo que se ocupaba de hacerla cumplir. (…) [Los] aspectos defensivos y protectores se pierden en el terrorismo de Estado. (…) Se pasa bruscamente a una estructura social con leyes que no están en los códigos, con arbitrariedades por las que no hay a quien protestar (Ricón, 1992:78).

 

El recuento de las víctimas de desaparición forzada en el país nunca podrá ser exacto por diversos motivos. Hasta hoy y a pesar de múltiples esfuerzos, no existe un ente que haya sido capaz de centralizar la información y cada organización de búsqueda y/o de defensa de los derechos humanos tiene cifras diferentes; por otro lado, hay muchas personas que no se han acercado a estas organizaciones a denunciar la desaparición de sus seres queridos por miedo y desconfianza.

 

En Guatemala los datos sobre desapariciones forzadas arrojan un total que oscila entre 32 mil y 50 mil personas. A ellas habría que sumar las personas desaparecidas en hechos no registrados en los informes existentes, de los que no hay cuantificación. También deberían agregarse las personas aparecidas en los procesos de exhumación, que no habían sido reportadas.

 

Por todo ello se puede afirmar que el número de víctimas del conflicto armado adolece de sub-registros. Investigadores como Patrick Ball, Paul Kobrak y Herbert Spirer, puntales indispensables en este trabajo debido a su seriedad y competencia profesional, lo dicen con claridad.

 

Según recuerdan estos autores:

 

En octubre de 1993, algunas de las organizaciones… [GAM, CONAVIGUA, CERJ, CPR] se unieron a otros grupos de derechos humanos para formar la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos de Guatemala (CONADEHGUA). En 1996, las organizaciones de la Coordinadora decidieron conjuntar la información que cada una de ellas tenía sobre violaciones a los derechos humanos. La tarea fue delegada al Centro Internacional para Investigaciones en Derechos Humanos (CIIDH), por su experiencia en tratar el tema. Así, el Centro fue encomendado para estructurar y analizar la información en una base de datos computarizada. Esta designación se dio en el marco de las definiciones que CONADEHGUA estableció para apoyar el trabajo de la Comisión de Esclarecimiento Histórico (CEH). (…) [Pero] la base de datos del CIIDH no presenta un panorama completo de la violencia en Guatemala. (Ball, Kobrak y Spirer, 1999:32).

 

El Comité Internacional de la Cruz Roja cuenta también con una base de datos disponible que se suma a los listados dispersos ya existentes. La abundancia de datos dispersos impide un conteo exacto, envolviendo el problema en una nebulosa que se presta a críticas y manipulaciones mal intencionadas.

 

En toda América Latina, donde también fue común esa estrategia de guerra contrainsurgente en las décadas pasadas e igualmente existe subregistro, el número de desaparecidos se calcula que asciende a 108 mil personas, lo que indica que Guatemala tiene el porcentaje más alto de desapariciones de toda la región.

 

En toda esta área geopolítica la práctica de desaparición forzada de personas terminó por convertirse en una estrategia estatal de la política contrainsurgente dominante, por supuesto no declarada, pero eficaz. Numerosos países la utilizaron, por ejemplo: Argentina, Bolivia, Brasil, Colombia, Chile, El Salvador, Haití, Honduras, México, Paraguay, Perú y Uruguay.

 

Según estimaciones de organizaciones como FEDEFAM (Federación Latinoamericana de Asociaciones de Familiares de Detenidos Desaparecidos), Amnistía Internacional y diversos organismos de derechos humanos, en algo más de veinte años (1966-1986) 90 mil personas en América Latina sufrieron directamente los efectos de esta política.

 

Desapariciones forzadas en América Latina (1956-1996)

 

Elaboración de Felipe Juárez

 

De acuerdo a la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas, aprobada por la OEA en Belem do Para, Brasil, en 1994:

 

Se considera Desaparición Forzada a la privación de la libertad a una o más personas, cualquiera que fuera su forma, cometida por agentes del Estado o por personas o grupos de personas que actúen con la autorización, el apoyo o la aquiescencia del Estado, seguida de la falta de información o de la negativa a reconocer dicha privación de libertad o de informar sobre el paradero de la persona, con lo cual se impide el ejercicio de los recursos legales y de las garantías procesarles pertinentes (OEA, 1994).

 

Por su parte, el Comité Internacional de la Cruz Roja, en una consideración más amplia, incluye dentro de su programa “Missing” una idea que va más allá de la desaparición forzada, y establece que:

 

El término personas desaparecidas debía interpretarse en un sentido más amplio. Las personas desaparecidas o dadas por desaparecidas son aquellas de las que los familiares están sin noticias y/o que han sido dadas por desaparecidas sobre la base de información fiable. Una persona puede ser dada por desaparecida en muchas circunstancias, como el desplazamiento, sea desplazados internos, sea de refugiados, la muerte en acción durante un conflicto armado, o la desaparición forzada o involuntaria (CICR, 2006).

 

En la ciudad de Guatemala, con el recrudecimiento de la represión hacia fines de las décadas de los 60 y los 70, se produjo una enorme cantidad de desapariciones. En los 80, si bien el fenómeno urbano no se extinguió, se desplazó en buena medida hacia el área rural, que pasó a ser el principal teatro de operaciones del conflicto armado. Los operativos rurales y los urbanos tenían diferentes patrones; en zonas rurales, las desapariciones van más unidas a las políticas de masacre, donde en un operativo se barría completamente con toda una población, asesinándola, y eventualmente dejando algún testigo para que relate lo sucedido. Los operativos urbanos se realizaban por fuerzas de tarea que se movían coordinadamente en varios vehículos y hacían desaparecer personas en forma selectiva, previo estudio e identificación al detalle de las víctimas.

 

Organismos como la CEH, que estudiaron profundamente el tema de las desapariciones forzadas, dejaron importantes recomendaciones encaminadas a procesar las secuelas dejadas por las mismas. Entre otras cosas, se invita a recuperar la memoria histórica y dignificar a las víctimas. Tal recomendación sólo muy parcialmente ha sido tenida en cuenta; por parte del Estado no ha habido investigaciones profundas. Han sido básicamente los esfuerzos de algunos familiares de desaparecidos(as), de manera aislada o a través de las organizaciones de búsqueda creadas específicamente con ese fin, quienes han tomado la iniciativa logrando pequeños avances. Falta aún la investigación sistemática promovida desde el Estado guatemalteco que permita conocer el paradero de quienes fueron desaparecidos, contribuyendo a sanar las heridas aún abiertas.

 

El fenómeno de la desaparición forzada de personas en Guatemala, dada su masividad y la impunidad con que se realizó, puede entenderse sólo en función de una matriz histórica de violación sistemática de los derechos humanos, de una cultura de impunidad y de una apología de la violencia y de la muerte que viene marcando a la sociedad desde hace siglos. Por eso, y no por un espíritu revanchista, condenar a alguien de carne y hueso que represente esa política tétrica, es un imperativo ético. Dejar las cosas en el olvido es fomentar la impunidad, y por tanto llamar a nueva violencia.

 

Es evidente entonces que el ejercicio de esta terrible práctica no es producto azaroso ni circunstancial, sino que forma parte de una muy estructurada política pública. De ahí que, tanto las desapariciones forzadas de personas como todo el arsenal de recursos utilizados en esta guerra sucia, si no son debidamente analizadas, conocidas, revertidas, condenadas como prácticas contrarias a las más elementales normas de convivencia y solidaridad, perpetúan sus efectos en el tiempo creando un clima de zozobra y tensión social que hace la vida un calvario.

 

En Guatemala, hoy por hoy, en muy buena medida la vida cotidiana tiene mucho de calvario, con los climas de desconfianza paranoica que se viven, alimentados generosamente por la explosión de delincuencia que nos envuelve, con la cultura de violencia que lo permea todo y con los grados de impunidad tan profundos que moldean la experiencia del diario vivir. De ahí que luchar contra la impunidad tiene un efecto especialmente reparador, es un camino a la sana convivencia, a la recuperación de la salud mental que se ha venido deteriorando con la guerra interna y luego con los niveles de criminalidad tan grandes que nos asolan.

 

El destino de los detenidos-desaparecidos

 

La desaparición forzada de personas no se hacía tanto por razones prácticas para obtener información del “enemigo” sino que tenía, ante todo, otras características. Entre ellas: es un mensaje político, una forma de control social para paralizar a una población. Envía un terrible recordatorio de lo que espera a quien tome un compromiso político-social, que levante la voz, que ose tener una actitud crítica contra el estado de cosas.

 

Cuando ingresaba al circuito de la desaparición, el mundo perdía todo contacto con él. Durante la detención clandestina era imposible seguir las pistas de la persona secuestrada. Ningún recurso de exhibición personal lograba adelantar alguna información, alguna pista conducente a saber qué había sucedido.

 

Véase, al respecto, el más que elocuente Memorándum con que abrimos el texto: “por ningún motivo hay que mostrar el libro de control de detenidos a los jueces que vienen a practicar recurso de exhibición personal de algún detenido”. Literalmente: “la tierra se los había tragado”. Lo poco que se podía llegar a reconstruir era producto de las escasas y fragmentarias informaciones que circulaban boca a boca entre allegados al desaparecido (familiares, compañeros de la organización, amigos).

 

Hoy día, gracias en buena medida al descubrimiento del Archivo de la Policía Nacional, se puede empezar a conocer un poco más esta historia oculta. Pero de todos modos el rompecabezas sigue siendo muy difícil de armar, por lo fragmentario de los datos, lo que puede llevar a pensar que esa “confusión” de datos sueltos obedece a una política trazada específicamente.

 

Y más aún: cuando se encontraban cadáveres de personas no identificadas tanto en la vía pública como en “botaderos” específicos (zonas descampadas, en general en las afueras de las ciudades), los mismos presentaban laceraciones que complicaban o impedían la identificación (rostro desfigurado, piel de las yemas de los dedos quemada o manos cortadas, cuerpos completamente calcinados). Es más que obvio que allí había una política en juego con personas responsables. ¿Por qué dejar eso en la impunidad, entonces?

 

Es difícil, cuando no imposible, reconstruir con fidelidad los hechos que se sucedieron luego de cada desaparición forzada. Lo cierto es que, pasadas ya más de tres décadas de ese momento, son pocos los casos de personas que han reaparecido vivas. Y no siempre aparecieron los cadáveres de quienes desaparecieron. Todo indica, obviamente, que en su gran mayoría fueron ejecutados extrajudicialmente. Incluso el Archivo Histórico de la Policía Nacional ayuda relativamente poco en saber con exactitud qué sucedió: hay muy poca, casi ninguna información al respecto.

 

Por otro lado, los archivos del ejército nunca fueron puestos a disposición de la población, y como van las cosas, seguramente nunca se pondrán, por lo que todo apunta a que se pretende seguir alimentando la impunidad, el silencio, el mensaje aterrorizante: “el que se mete en babosadas (¿el que piensa y es crítico?) corre riesgo”.

 

Las ejecuciones clandestinas (homicidios, lisa y llanamente, realizados en el más total anonimato) no están asentadas en ningún lado. El secretismo extremo las rodeaba y las sigue rodeando al día de hoy para completar la idea de que una desaparición forzada implica la inexistencia o negación del sujeto.

 

Lo que en la actualidad puede saberse a partir de algunos casos estudiados es que, si los desaparecidos no morían en los centros de tortura, eran ejecutados con lujo de violencia, con armas punzocortantes, ahorcados o asesinados con armas de fuego. En algunos casos, los cadáveres con signos de haber sufrido violencia extrema antes de la muerte, eran abandonados, como arriba dijimos, en la vía pública o en ciertos sitios en la periferia de la ciudad.

 

Ahora bien: si según los cálculos existentes (conservadores para más de alguno) se dieron 45 mil desapariciones forzadas, ¿dónde fueron a parar todos esos cuerpos?

 

Evidentemente hubo una política sistemática de ocultamiento de tanta matanza. En algunos casos, los menos, esos cadáveres aparecían botados; pero en su gran mayoría, no están. ¿Se los tragó la tierra?

 

En cierta forma: sí. El mismo mecanismo de represión alentado desde el Estado contrainsurgente buscó borrar toda evidencia de lo sucedido. Por lo pronto, una gran cantidad de cadáveres de desparecidos no está, lo que hace presumir que esos cuerpos fueron arrojados al mar y/o en el cráter de algún volcán. Y si efectivamente eso comenzó a hacerse en algún momento, cuando la política se masificó y la cantidad de cadáveres se hizo enorme, por razones de costo operativo se prefirió hacer lo más barato: botarlos en fosas comunes clandestinas.

 

O igualmente, más tarde, aparecían en lugares descampados en torno a las ciudades, careciendo siempre de documentos de identificación, por lo que debían ser trasladados a las morgues como “no identificados”, para posteriormente ser enterrados en cementerios públicos como XX.

 

Oficialmente, por tanto, no había responsables. Era como que no hubiese sucedido. De todos modos, hoy, ya varios años después de terminado el conflicto armado, la realización de exhumaciones ha dado como resultado el hallazgo de una buena cantidad de restos de personas desaparecidas, lo cual indica que sí, efectivamente, hubo planes bien trazados para llevar adelante esa política. ¿Un Jefe de Estado podría desconocer eso acaso?

 

El informe de la Comisión para el Esclarecimiento Histórico comenta que uno de los aspectos…

 

…que caracterizó las aprehensiones de las víctimas, de modo especial en las áreas urbanas, fue el ocultamiento de la identidad de los autores en el momento de practicarlas. Son numerosos los testimonios recibidos por la CEH donde se reiteraba que los responsables actuaban disfrazados, encapuchados o cubriéndose los rostros con pañuelos. Queda así descrita una forma de actuación, por parte de los agentes del Estado, realizada no sólo con el propósito de garantizar la impunidad del hecho, sino que además constituye uno de los primeros elementos que perseguían: borrar el rastro del detenido (CEH, 1998:118).

 

Ante esta absoluta y cerrada secretividad, ante tamaña política de impunidad, es muy difícil realizar una búsqueda efectiva de esos miles de cuerpos desaparecidos. Lo fue en el momento mismo en que sucedían los hechos, cuando arrecia la represión entre fines de los 70 y comienzos de los 80 del siglo pasado. Y lo sigue siendo ahora. El Archivo Histórico de la Policía Nacional es un instrumento útil en esta búsqueda, pero no garantiza resultados contundentes, aunque posibilita hacer importantes seguimientos.

 

En mayo de 1999 apareció el posteriormente denominado Diario Militar, importantísimo eslabón para conocer los patrones y las dinámicas existentes al interior de un centro clandestino de detención. A partir del contenido del Diario, se sabe que, aunque clandestinos, existían registros pormenorizados de la captura y el destino de los desaparecidos y que había un control detallado de su filiación política.

 

Como información relevante que puede otorgarnos, hace saber que se les mantenía vivos por poco tiempo y registra (por medio de códigos) las diferentes causas de muerte. En relación con los pocos sobrevivientes, indica que algunos fueron trasladados a bases militares del interior de la República y a otros centros de detención clandestina, siendo contados los casos en que los prisioneros fueron liberados. Curiosamente, según el Diario, sólo se consigna haber dado seguimiento a algunas personas que fueron liberadas.

 

La CEH afirma que “los cadáveres de las víctimas eran arrojados a ríos, lagos, al mar, sepultados en cementerios clandestinos, o se les desfiguraba para impedir su identificación, mutilando sus partes, arrojándoles ácidos, quemando o enterrando los cuerpos o sus despojos” (CEH, 1998:217).

 

Así, dentro del informe, se llega a realizar la afirmación siguiente:

 

Los crematorios y cementerios clandestinos eran por lo tanto parte integrante de los centros de interrogatorio, en la medida que era preciso deshacerse de las personas torturadas y posteriormente ejecutadas. La disposición de cadáveres, sobre todo en la escala masiva en que se mataba, era una medida de seguridad de contrainsurgencia para tratar de evitar que se conociesen los suplicios y asesinatos realizados en los centros de interrogatorio (CEH, 1998:220).

 

En la ciudad de Guatemala el cementerio La Verbena (público) ha cumplido desde hace largo tiempo la tarea de enterrar a las personas no identificadas; durante los años del conflicto armado esto se intensificó, pues la cantidad de cadáveres abandonados creció en forma exponencial. Al día de hoy se estima en varios miles la cantidad de desaparecidos enterrados como XX en ese cementerio. Buena parte de esos cuerpos, o quizá la gran mayoría, podría corresponder a los desaparecidos de décadas atrás. La recuperación de la memoria histórica posible de hacerse a partir del Archivo Histórico de la Policía Nacional podría llevarnos al cementerio de La Verbena como destino final de más de alguna, o muchas, de las personas que se siguen buscando.

 

Según los estudios que sobre este cementerio ha venido realizando uno de los equipos de antropología forense que ha trabajado por más largo tiempo en el país, la Fundación de Antropología Forense de Guatemala -FAFG-, se podría pensar que muchas de las personas desaparecidas fueron enterradas también como XX en distintos cementerios municipales.

 

Si bien hace años que existen denuncias de las desapariciones y que varias organizaciones de familiares de víctimas y defensoras de los derechos humanos vienen trabajando en el esclarecimiento de qué pasó, la política contrainsurgente que llevó a cabo el Estado ha buscado -y sigue buscando- la mayor de las secretividades en el asunto, por lo que esa búsqueda se entorpece, cuando no queda prácticamente bloqueada. Las investigaciones antropológico-forenses pueden ser una inestimable ayuda en la iniciativa.

 

Conclusiones

 

  • Teniendo en cuenta que la desaparición forzada de personas fue una de las estrategias de control político-social implementada durante el conflicto armado interno -junto a las masacres con la política de “tierra arrasada” desarrollada básicamente en áreas rurales, más la guerra psicológico-ideológica de gran envergadura que tuvo lugar a nivel nacional por todos los medios masivos de comunicación- dejar todo eso librado a una cuestionable Ley de Reconciliación Nacional que olvidaría esas atrocidades para, perdonando todo, mirar hacia un “futuro nuevo” (como si ello fuera posible acaso sin atender a la reparación de esos daños), es un despropósito. En tal sentido tiene un valor altamente reparador para la sociedad dañada en sus cimientos con todo esto el juicio (emblemático si se quiere) de algún o algunos responsables de tanto sufrimiento.

 

  • Enjuiciar limpiamente -como ya se hizo en el año 2013- y condenar a una figura icónica de estos planes represivos del Estado tal como es el general José Efraín Ríos Montt, lejos de ser una “venganza” política como pretenden algunos sectores de pensamiento conservador, tiene un alto poder reparador y justiciero, pues puede volver a dar credibilidad en la institucionalidad estatal y en el sistema de justicia (hondamente dañados el día de hoy), a la par que funciona como reparación y dignificación de las víctimas civiles de la guerra interna.

 

  • La desaparición forzada de personas respondió a una estrategia estatal perfectamente organizada. Más aún, obedeció a un plan continental donde, salvando algunas pequeñas diferencias locales, los patrones de actuación se repitieron en todos los países del área con casi similar organización, lo que permite concluir que no se trató de algo sólo coyuntural y reactivo, sino que fue un plan bien orquestado que buscó efectos profundos a largo plazo. Las consecuencias de la estrategia de desaparición forzada de personas son diversas, pero en todos los casos resultan nocivas para las grandes mayorías populares. Los principales beneficiados de esta política de “guerra irregular” o “guerra sucia” son los sectores dominantes, que por su intermedio pudieron repeler los proyectos de transformación social que cobraron auge con distintas expresiones de lucha popular en las décadas de los 70 y los 80 del pasado siglo. Incluso los brazos operativos que hicieron el trabajo propiamente dicho: fuerzas de seguridad del Estado y grupos conexos (paramilitares, parapoliciales), si bien acrecentaron su cuota de poder (tanto político como económico, constituyéndose en un poder sobredimensionado dentro de la lógica del Estado al que servían y ganando porciones dentro de la acumulación de riqueza en el concierto nacional junto a los grupos dominantes tradicionales), finalizada la guerra interna terminaron desacreditados.

 

  • En orden a enjuiciar y castigar a los responsables directos de todas las atrocidades cometidas durante la guerra interna, debe quedar claro que los ejecutores directos (para el caso que nos ocupa: el ex Jefe de Estado general José Efraín Ríos Montt) tienen una alta cuota de responsabilidad en lo sucedido, pero que con ellos no termina el problema sino que a su vez, tras ellos, deben conocerse los verdaderos factores de poder para quienes llevaron adelante esas políticas de represión de la protesta popular.

 

  • Los efectos de estas estrategias tienen distintas aristas: a) fueron letales para 45 mil ciudadanos guatemaltecos, de quienes nunca más se supo nada y que todo indica murieron al poco tiempo de su desaparición. b) Fueron terriblemente conmocionantes para los familiares y allegados directos de las personas desaparecidas, en quienes se alteraron procesos de duelo normal ante el desaparecido, quedando en una situación de espera eterna, sabiendo por un lado que lo más probable es que su ser querido esté muerto, pero albergando secretamente confusos sentimientos de verlo reaparecer, todo lo cual produce un cuadro de confusión psicológica que no cesa con el paso del tiempo. c) Creó una cultura de silencio y sumisión profundamente enraizada en el colectivo social, donde se instalaron y apropiaron mensajes de aceptación pasiva de la represión, terminando por justificar las desapariciones con argumentos deshumanizantes, inhibidores de la protesta social y provocadores de ruptura y falta de solidaridad en los tejidos sociales, promoviendo actitudes individualistas: “si se los llevaron, por algo sería”.

 

  • Las consecuencias colectivas de desinterés por lo político, de relajamiento de lazos sociales y salidas individuales provocadas por las estrategias de desaparición forzada de personas pavimentaron la posibilidad de establecer, algunos años después de implementadas las campañas de desapariciones, planes económicos leoninos para las mayorías sin mayores reacciones populares. Se trató, entonces, de una planificada estrategia de guerra que con el empleo planificado de acciones que sirvieron como “propaganda”, como promoción de un mensaje (freno al “comunismo internacional que quería adueñarse de estas tierras”), estaban orientadas a direccionar conductas colectivas en la búsqueda de objetivos de control social. Ya desaparecidas, las personas corrieron suertes muy diversas. En algunos casos se dieron procesos de “conversión”, es decir: militantes del campo popular y revolucionario que fueran secuestrados por su ideario contestatario, luego de ser sometidos a procesos de tortura abandonaron sus posiciones de lucha pasando a sumarse a las fuerzas de la represión. Ello debe entenderse en el marco de complejos procesos psicológicos. Es difícil hacer una equilibrada ponderación de esos casos: ¿hasta dónde llegan los mecanismos de adaptación y sobrevivencia y hasta dónde se pueden saltar barreras éticas? El presente estudio, que no ahonda en esas temáticas, sólo indica que esa fue una posibilidad entre otras a la que se enfrentaron los desaparecidos y, de hecho, se comprobó en una cantidad de casos.

 

  • Todo indica que la inmensa mayoría de las personas desaparecidas fueron asesinadas. Por lo pronto, algunas, muy pocas, aparecieron muertas al corto tiempo de su desaparición. Eso era parte de la estrategia montada: dejar ver algunos cadáveres, en general con signos de terribles torturas y con tiro de gracia, lo cual enviaba un elocuente mensaje al colectivo social: “quien se mete en cuestiones políticas adversas al estado de cosas, así le va”. El mensaje logró su objetivo: contribuyó a desmovilizar toda la sociedad, que por aquellos años se encontraba en cierta efervescencia político-social. Pero de la inmensa mayoría de desaparecidos/as no hay ninguna información. Todas las hipótesis que se puedan tejer al respecto llevan a lo mismo: los desaparecidos no fueron mantenidos vivos, siendo casi imposible (por no decir absolutamente imposible) que estén hoy aún en situación de detención clandestina, ni tampoco salieron al exilio fuera del país. Por lo tanto, las conjeturas indican que fueron ajusticiados en forma ilegal. Lisa y llanamente: asesinados en su gran mayoría.

 

  • La búsqueda de las personas desaparecidas se torna extremadamente difícil por una sumatoria de razones, amparadas todas en la estrategia de base que fue el centro de esa política: fue una práctica extrajudicial mantenida en el más cerrado hermetismo. A partir de ello prácticamente no hay pistas valederas: existen muy pocos archivos que puedan ayudar en la tarea (el de la Policía Nacional es el más organizado, aportando valiosas informaciones, pero no alcanzando de todos modos para resolver todos los casos). Archivos militares no se han abierto, y nada indica que se vaya a hacer en lo inmediato. La cantidad de cadáveres no identificados encontrados en la época más álgida de la represión (1975-1985) fueron inhumados como XX, y recién ahora, unas tres décadas después, comienzan a ser estudiados, no asegurándose la posibilidad de identificación en todos los casos. Las fuerzas que llevaron a cabo estos trabajos se cuidaron muy esmeradamente de no dejar huellas, o dejarlas muy fragmentariamente, confundiendo así más aún la posibilidad de seguirlas. La secretividad que marcó todo este capítulo de la historia nacional no ha desaparecido: ello, entonces, sigue haciendo tremendamente problemático buscar personas desaparecidas con reales posibilidades de éxito, por la falta de registros y testigos.

 

  • Las fuerzas estatales negaron siempre sistemáticamente la comisión de desapariciones, más allá de toda la inconmensurable prueba empírica que las desmiente. Eso crea una situación de polaridad absoluta que aleja toda posibilidad de procesos reconciliatorios en el seno de la sociedad. Tomando como modelo experiencias de otros países, podría indicarse que una vía posible para comenzar a cambiar la polaridad post guerra es ofrecer una amnistía general a quienes llevaron adelante las políticas represivas a cambio de información precisa sobre el paradero de los desaparecidos.

 

  • La puesta en práctica de la anterior recomendación no va a resolver los problemas estructurales que siguen afectando a la sociedad guatemalteca y que prendieron la guerra en la década de los 60, pero puede ser un importante camino para explorar vías novedosas que bajen algo de la conflictividad social presente o, al menos, los niveles de dolor que siguen padeciendo los sectores más afectados por el conflicto armado.

 

  • Hoy quizá se vaya tornando cada vez más difícil seguir encontrando pistas concretas que lleven a resolver casos de desapariciones forzadas en forma terminante. Se podrán encontrar algunas osamentas que, con las tecnologías que se dispone en la actualidad (pruebas de ADN), se logren identificar. De todos modos, aunque sea relativamente poco lo que pueda identificarse en las fosas clandestinas que se exhumen, es siempre útil mantener estas búsquedas, porque ello alimenta una memoria histórica que no se debe dejar morir, en el entendido que “olvidar la historia abre la posibilidad de su repetición”.

 

 

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* Traducción del autor.

[1] Los datos con que se alimenta la presente investigación muchas veces difieren entre sí. Esto se debe a que las fuentes consultadas, muy diversas por cierto, se desarrollaron durante los mismos años de la represión, con las dificultades que eso pudo haber traído, a lo que se suma la falta de una unificación y sistematización rigurosa de todas ellas.

[2] Frase popular interpretada como: “al que cuestiona, al que protesta o al que se mete en política le puede ir muy mal”.

[3] En los procesos de Nüremberg se enjuició el Decreto “Noche y Niebla”, puesto en marcha por el régimen nazi en 1941, el cual estipulaba que las personas que amenazaran la seguridad alemana en los territorios ocupados fuesen transportadas a Alemania, donde sería ejecutadas, y para lograr el efecto intimidatorio deseado, se prohibía entregar información alguna sobre su paradero. (Documento L-90 Volumen 7 de las actas de los procesos de Nüremberg).

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