El interlocutor necesario:

Reflexiones sobre el terrorismo

29/04/2002
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El status del rehén El rehén no tiene estatuto propio. Su vida depende del juego de las estrategias de un poder que se sitúa sobre él. El filósofo francés Jean Baudrillard dirá que la vida del rehén es puesta "entre paréntesis". Un limbo donde la perversidad necesita de la violencia para su resolución. El rehén no existe. Está entre las exigencias del chantaje y el abismo de la muerte. Su vida misma se convierte en un escenario de la lucha de poderes. Tomar en prenda la vida de otro para exigir a los demás el sometimiento a una imposición, indica ya el desarrollo previo de una tecnología del cuerpo como recurso del poder. El rehén solo puede nacer en una sociedad que ha elaborado, precisamente, una economía política del cuerpo humano, de la vida misma. Una sociedad que dispone los límites del deseo, las posibilidades de la esperanza, las prohibiciones de la exhibición. Una sociedad que valoriza los cuerpos porque en ellos descansa, justamente, el fundamento último del valor, de ese valor que puede luego ser medido, acumulado, acaparado, intercambiado, en fin, fetichizado. Los cuerpos humanos se convierten en parcelas de poder, en espacios biológicos de sometimiento, coerción y dominio, de disputa y de canje, de tecnología social y disciplinamiento. Son cuerpos valiosos porque son susceptibles de crear valores. Por ello el sistema los mercantiliza, los convierte en objetos de cambio, que tienen precio, que pueden ser susceptibles de intercambio. No es solamente su capacidad de trabajar, de crear y recrear su entorno, sino su biología misma la que se sumerge en un entramado de relaciones de poder, de sometimiento, de canje. El proceso de convertir a la fuerza de trabajo en mercancía implica también la necesidad de inventar y crear un derecho jurídico sobre la vida y sobre la libertad personal de contratar y ser contratado. Implica dotar a esa vida de contenidos propios, aquellos por los cuales el cuerpo humano tiene que ser parte de la acumulación, de la creación de valores y que debe reconocerse en ese universo como un signo en su significante. Por ello, violentar el derecho a la vida, el derecho a la individualidad, suspendiéndolo, abstrayéndolo de las lógicas de poder de la sociedad capitalista, exacerbando esas coordenadas de violencia sobre el hombre, representa en realidad un enfrentamiento dentro de la misma lógica del poder. Solo el sistema de poderes legítimamente establecido, soberanamente consensuado, jurídicamente reconocido, puede disponer de los cuerpos, puede someterlos, disciplinarlos, controlarlos. Puede ejercer sobre ellos los derechos de la justicia, las imposiciones del castigo, la disciplina del trabajo, los recursos de la obediencia. En fin, puede codificarlos, estructurarlos, definirlos dentro de un sistema de códigos y referentes previamente establecidos. Rebelarse en contra de ese entramado sutil y perverso por el cual son los cuerpos humanos el territorio del juego del poder, revela de una lógica y de una consecuencia, diríase casi necesaria, y esa consecuencia necesaria la encarna la figura del “terrorista”. Es quizá por ello que el terrorista logra una aproximación de tipo casi epistemológico cuando ha decidido utilizar un cuerpo humano como cobertura y escenario, como pretexto y arma de negociación. Cuando irrumpe en esa biología sometida a coordenadas precisas de control y dominio y las separa violentamente del sistema del cual son parte. Es como si se inaugurase un nuevo territorio de confrontación, aquel de la vida misma del individuo, y en ese enfrentamiento se condensasen, como en una partícula, todas aquellas referencialidades del poder. Se inaugura así una nueva relación de violencia, de manipulación, en la cual el terrorista inscribe un nuevo código, un nuevo referente. Es como si ese acto de tomar en rehén a una persona cualquiera demostrase la multiplicidad de hilos invisibles que unen a esa persona con un sistema determinado de poder. La sociedad capitalista crea al "terrorista" casi como correlato imprescindible, como interlocutor prohibido pero necesario, que evidencia los límites más cotidianos de la dominación, que trabaja en aquellos reductos más vitales del poder, que lo desafía a la vez que lo legitima. El terrorista atomiza las partículas de poder, las desnuda, las hace aparecer en toda su magnitud, se enfrenta en un vis a vis frente al poder que parece contradictorio, paradójico, incongruente en su figura de diminuto David. Pero existe algo que debe ser decodificado en esa relación entre el terrorista y el rehén, algo que se sabe que está ahí pero que no puede decirse. En esa relación entre el poder y el terrorista la figura del rehén se convierte en algo más que en un intermediario, en realidad el status del rehén permite comprender la dinámica de la violencia en su parcela más fundamental aquella que hace referencia al cuerpo humano y a la vida individual. El terrorista disputa esos cuerpos y al hacerlo incorpora puntos de fuga que deben ser sellados, clausurados definitivamente desde el poder. En efecto, el terrorista se muestra ante el mundo, él solo desafiando toda una estructura establecida de poder ¿Qué territorios, qué códigos ha violentado el terrorista que hace que el poder esté obligado a desplegar estrategias de negociación? ¿En dónde radica el poder del terrorista? ¿está en sus rehenes? ¿está en la amenaza de la violencia?¿radica en esos cuerpos que ha sustraído de la lógica de circulación del sistema? El terrorista se instaura en el fluir de la cotidianidad. Demasiado pequeño y débil para poner en peligro al poder y demasiado peligroso para que ese poder pueda permitirse aceptar negociaciones con él. Es la expresión de la violencia del conflicto de los micropoderes. El terrorista desafía al sistema desde la violencia más atomizada, desde la parcela más fundamental del poder: el cuerpo humano. El terrorista amenaza con los cuerpos que ha sustraído de las relaciones de poder del sistema y entra en un juego de negociaciones desde su micropoder hacia el poder real. La víctima es coartada y cobertura. Pretexto y escenario. A veces tramoya y simulacro. Su presencia casi no cuenta. No vale como persona concreta sino como representación de las estructuras de poder a partir de las cuales imponer condiciones y establecer diálogos. El status humano del rehén se reduce a la mantención biológica de su vida. No está ni más allá ni más acá de las reivindicaciones del terrorista. Es simple escudo, simple contraseña. Es referente de ese diálogo de violencia entre dos formas de poder. Solo el poder tiene derecho a disponer de los cuerpos. Solo él tiene la potestad de administrar la vida y también la muerte, la justicia y la venganza. Impone los códigos y referentes del placer y del dolor, de lo justo y también de lo profano. Ese cuerpo humano que en la figura del rehén parece haber alcanzado su grado cero de humanidad, ha sido previamente trabajado, disciplinado, estructurado dentro de relaciones de poder, de intercambio, de valorización y relacionamiento social, en breve, ha sido historizado dentro de las coordenadas de la acumulación capitalista. El terrorista, quizá sin saberlo, ha cuestionado al sistema de poder donde éste más evidentemente ejerce su dominación, aquel de la geografía del cuerpo humano. Puede ser que las motivaciones del terrorista sean divinas o profanas, puede ser que su causa sea la más justa de todas las causas, puede ser que los objetivos que se persiguen sean estratégicos dentro de la lucha política inmediata, puede ser que en las dimensiones de su intencionalidad sea el destino del mundo el que se juega, o puede tratarse solamente de un acto delincuencial; en verdad, eso no es tan importante, apenas la puesta en escena que permitirá el desarrollo de los conflictos posteriores; cuando se despliega el escenario la lógica se traslada hacia ese juego de imposición donde los significados y las semiosis cotidianas del poder se exacerban de tal manera que amenazan con estallar. Pero es interesante comprobar que la lógica del juego de poderes entre el terrorista y el sistema no es la misma que nace del enfrentamiento del sistema con los grupos contestatarios armados, sean éstos desde los ejércitos populares, hasta las guerrillas, o los comandos subversivos. Allí subyace otra lógica, a la que el sistema responde articulando estrategias de defensa y ataque que van desde las represión pura y simple del terrorismo de estado, hasta la concepción de las "aldeas estratégicas" y las "guerras de baja intensidad". Allí la relación se presenta más vertical y el sistema puede desplegar toda su panoplia de guerra y represión para defenderse y atacar. Pero en el caso del terrorista que ha tomado a un rehén la relación de poder es, paradójicamente, más horizontal. Es un diálogo entre dos interlocutores que parecen haber comprendido bien la lógica de su juego. El sistema de poder no puede utilizar abiertamente la violencia de la manera en la que desearía porque existen "escudos humanos" en la figura del rehén, tampoco puede resignar la pérdida de legitimidad de su poder frente al terrorista. Entra entonces en acción el juego del poder. El terrorista ha logrado una relación más horizontal con el poder en virtud de que está jugando a la misma lógica del poder: la propiedad sobre los cuerpos. Esta agresión al principio articulador de la dominación, el domini€ý
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