El mundo necesita a sus agricultores de pequeña escala
03/11/2006
- Opinión
El Día Mundial de la Alimentación, conmemorado el 16 de octubre, es ahora más un ejercicio de expiación de pecados que la renovación de un serio compromiso con ponerle fin al hambre.
Por todo el mundo, la prensa reporta obligadamente las estadísticas más recientes de la Organización de Agricultura y Alimentación (mejor conocida mundialmente como FAO por sus siglas en inglés): 852 millones de personas carecen de alimentos adecuados, 13% de la población mundial no cuenta con “seguridad alimentaria”. El hambre y la escasez extrema de alimentos existen en todos los continentes.
Para discutir el problema se organizan muchos foros. Los expertos opinan sobre las propuestas que han venido debatiendo por décadas.
Pero no parece que se logren grandes avances reales con los exámenes de conciencia tan en boga. Las propuestas llenan páginas y páginas pero han resultado consistentemente ineficaces para llenar estómagos.
Ya se abandonó, en gran medida, la guerra contra el hambre declarada al finalizar la Segunda Guerra Mundial. En décadas recientes, con el advenimiento de la filosofía de que “el mercado lo remedia todo”, se ignoran las causas estructurales del hambre y se favorece la filosofía del libre comercio, las recetas tecnológicas y las intervenciones basadas en la caridad.
La liberalización mundial del comercio escinde los alimentos que comemos de la tierra que habitamos y de las comunidades en que vivimos. Aunque es inevitable y hasta cierto grado deseable el comercio internacional de productos alimentarios, la drástica desregulación de un mercado distorsionado ha conducido a un colapso de comunidades, cadenas productivas y ecosistemas.
En muchos países, los garantes del abasto de alimentos—los pequeños agricultores—son sacados de la producción por las importaciones agrícolas procedentes de Estados Unidos y otros países desarrollados, con la protección de los acuerdos de libre comercio.
La promoción de cultivos de alto rendimiento ha incrementado el volumen de producción de alimentos en algunas regiones, pero también ha creado una mayor vulnerabilidad y ha erosionado la biodiversidad agrícola al suplantar las variedades nativas que, con mucha frecuencia, están mejor adaptadas a las necesidades de dieta locales y a los ecosistemas propios.
En medio de esta crisis, el lema de este año “ Invertir en la agricultura para la seguridad alimentaria, beneficio para todo el mundo ” queda bastante fuera de lugar. Es innegable que el campo requiere mayores inversiones para producir alimentos y dar de comer a sus propios habitantes. La FAO señala que la ayuda exterior a la agricultura cayó de 9 mil millones de dólares anuales (a principios de la década de los ochenta) a menos de 5 mil millones (a fines de los años noventa). Excepto en países como Argentina, donde existe una expansión de la producción de gran escala de la soya (o soja como le llaman en el Cono Sur), en casi todos los países hay un decremento en la inversión, el empleo y la generación de ingresos de sus sectores rurales. La ironía de que 70% de los hambrientos del mundo vivan en las áreas rurales es prueba de que los agricultores del mundo requieren ayuda—y pronto.
Pero no es sorpresa que la inversión en la agricultura tienda a fluir hacia los sectores que generan ganancias. En los países en desarrollo, el financiamiento público del sector rural es diezmado por los programas de ajuste estructural, y las inversiones privadas y públicas se orientan, abrumadoramente, hacia las agroempresas de exportación.
La motivación por la ganancia no resolverá el hambre porque no tiene este propósito. De hecho, es la responsable de sesgar la producción y la distribución del abasto mundial de alimentos. Es más dudosa aun su capacidad de proporcionar una solución de largo plazo, porque los modelos de alto rendimiento promovidos por las compañías transnacionales biotecnológicas, de comercio agrícola y semillas (muchas veces las mismas corporaciones) disminuyen la posibilidad de que el suelo produzca los alimentos que requerimos en el futuro. Los monocultivos, el uso de químicos y la utilización intensiva de los recursos naturales (y su contaminación), producen alimentos y ganancias pero generan costos que se transfieren a las siguientes generaciones.
Las ganancias terminan no beneficiando a “todo el mundo” sino a un estrecho grupo de grandes productores y comerciantes. En los países desarrollados y en desarrollo, este modelo ha conducido a una marcada división entre un grupito de agricultores industriales y millones de campesinos de pequeña escala que se encuentran al borde del colapso económico.
Al colapsarse, su tierra deja de producir alimentos o es tragada por los grandes terratenientes. La tasa de reconcentración de la tierra retrasa el reloj para las luchas por la justicia social en toda América Latina, que fue tan duro ganar.
La amenaza que implica un modelo agrícola de libre comercio puede verse en México, un ejemplo clásico de nación en vías de desarrollo que se tiró de cabeza a la economía de mercado. Ahí, el precio del maíz pagado a los casi 3 millones de productores cayó 50% entre 1999 y 2004, conforme las masivas importaciones estadounidenses inundaron el mercado mexicano. Esto a su vez condujo a la masiva conversión de agricultores en migrantes.
¿Acaso la integración económica en la agricultura permitió a esa nación importar alimentos baratos y resolver el problema del hambre? Miremos las estadísticas. El precio de la tortilla a los consumidores aumentó 380% desde que el TLCAN entró en vigor. México informó recientemente que más de un millón de niños menores de cinco años, 12.7%, sufre de desnutrición crónica. En el ámbito rural, donde se cultivan alimentos, el porcentaje es casi el doble.
Al mismo tiempo, y con frecuencia en las mismas regiones, la obesidad ha crecido a una tasa sin paralelos en ningún otro lado del mundo. El porcentaje de niños obesos o excedidos de peso aumentó de 35.5% en 1988 a 70% en 2006. Los cambios en la dieta debidos a la importación de alimentos procesados y al impacto cultural de la migración son los responsables primordiales.
El mundo en su totalidad enfrenta ahora una crisis doble (de desnutrición y obesidad), que resulta de la polarización económica, de los cambios culturales y de la disminución en la calidad de nuestros alimentos.
Un concepto de “seguridad alimentaria” que pregona que no importa si la comida es importada o creció en casa es muy compatible con la globalización pero pasa por alto las difíciles condiciones que atraviesan los pequeños agricultores y su potencial. Mientras no se protejan sus medios de subsistencia, permanecerán siendo pobres y engrosarán las filas de los hambrientos. Mientras no se reconozcan las contribuciones que hacen a la sociedad—no sólo por producir alimentos sino por conservar el ecosistema, mantener una cohesión social, sus saberes tradicionales y la diversidad cultural—corremos el riesgo de perder bienes públicos insustituibles.
En divergencia con el paradigma de la seguridad alimentaria, muchas organizaciones de base campesina han adoptado el término “soberanía alimentaria” para describir el derecho de un pueblo o una nación a producir y consumir sus propios alimentos. Y hacen un llamado a impulsar políticas globales y gubernamentales que permitan que los pequeños agricultores continúen sembrando.
La FAO no propone que los pequeños agricultores sean expulsados de la agricultura o que las inversiones fluyan solamente a los grandes intereses competitivos. Sin embargo, su desafortunado lema no sólo no hace nada por corregir la situación, sino que refuerza los conceptos que están en el centro de la crisis actual. Un aumento en las inversiones sin una crítica seria del modelo actual de la agricultura podría, de hecho, exacerbar más que resolver el problema. Los efectos del enfoque de alta tecnología, de gran escala y base comercial no sólo son inadecuados; han sido directamente contraproducentes en las áreas rurales de todo el mundo.
No puede haber solución al hambre sin que en su centro estén los agricultores de pequeña escala. Los campesinos y sembradores indígenas en los países en desarrollo no pueden coexistir pacíficamente con una agricultura industrializada, monopólica, sin tener en su favor regulaciones y políticas. Aunque vendan en mercados de consumo local, se ven forzados a competir en una situación desventajosa por su pequeña escala y la falta de capital, con importaciones que cuentan con los subsidios agrícolas estadounidenses.
El hambre es una enfermedad cuya “cura” está en la prevención. Hasta ahora, pocas propuestas que apoyen la economía campesina han logrado llegar hasta los tomadores de decisiones en políticas públicas. Es tiempo de que la FAO, otras agencias internacionales y los gobiernos nacionales, restauren el énfasis que debieron tener: los pequeños agricultores.
Laura Carlsen es directora del IRC Americas Program (www.americaspolicy.org) en la ciudad de México donde ella ha trabajado como analista política durante dos décadas. Traducción: Ramón Vera Herrera.
Fuente: Programa de las Américas del Centro de Relaciones Internacionales (IRC) http://www.ircamericas.org
Por todo el mundo, la prensa reporta obligadamente las estadísticas más recientes de la Organización de Agricultura y Alimentación (mejor conocida mundialmente como FAO por sus siglas en inglés): 852 millones de personas carecen de alimentos adecuados, 13% de la población mundial no cuenta con “seguridad alimentaria”. El hambre y la escasez extrema de alimentos existen en todos los continentes.
Para discutir el problema se organizan muchos foros. Los expertos opinan sobre las propuestas que han venido debatiendo por décadas.
Pero no parece que se logren grandes avances reales con los exámenes de conciencia tan en boga. Las propuestas llenan páginas y páginas pero han resultado consistentemente ineficaces para llenar estómagos.
Ya se abandonó, en gran medida, la guerra contra el hambre declarada al finalizar la Segunda Guerra Mundial. En décadas recientes, con el advenimiento de la filosofía de que “el mercado lo remedia todo”, se ignoran las causas estructurales del hambre y se favorece la filosofía del libre comercio, las recetas tecnológicas y las intervenciones basadas en la caridad.
La liberalización mundial del comercio escinde los alimentos que comemos de la tierra que habitamos y de las comunidades en que vivimos. Aunque es inevitable y hasta cierto grado deseable el comercio internacional de productos alimentarios, la drástica desregulación de un mercado distorsionado ha conducido a un colapso de comunidades, cadenas productivas y ecosistemas.
En muchos países, los garantes del abasto de alimentos—los pequeños agricultores—son sacados de la producción por las importaciones agrícolas procedentes de Estados Unidos y otros países desarrollados, con la protección de los acuerdos de libre comercio.
La promoción de cultivos de alto rendimiento ha incrementado el volumen de producción de alimentos en algunas regiones, pero también ha creado una mayor vulnerabilidad y ha erosionado la biodiversidad agrícola al suplantar las variedades nativas que, con mucha frecuencia, están mejor adaptadas a las necesidades de dieta locales y a los ecosistemas propios.
En medio de esta crisis, el lema de este año “ Invertir en la agricultura para la seguridad alimentaria, beneficio para todo el mundo ” queda bastante fuera de lugar. Es innegable que el campo requiere mayores inversiones para producir alimentos y dar de comer a sus propios habitantes. La FAO señala que la ayuda exterior a la agricultura cayó de 9 mil millones de dólares anuales (a principios de la década de los ochenta) a menos de 5 mil millones (a fines de los años noventa). Excepto en países como Argentina, donde existe una expansión de la producción de gran escala de la soya (o soja como le llaman en el Cono Sur), en casi todos los países hay un decremento en la inversión, el empleo y la generación de ingresos de sus sectores rurales. La ironía de que 70% de los hambrientos del mundo vivan en las áreas rurales es prueba de que los agricultores del mundo requieren ayuda—y pronto.
Pero no es sorpresa que la inversión en la agricultura tienda a fluir hacia los sectores que generan ganancias. En los países en desarrollo, el financiamiento público del sector rural es diezmado por los programas de ajuste estructural, y las inversiones privadas y públicas se orientan, abrumadoramente, hacia las agroempresas de exportación.
La motivación por la ganancia no resolverá el hambre porque no tiene este propósito. De hecho, es la responsable de sesgar la producción y la distribución del abasto mundial de alimentos. Es más dudosa aun su capacidad de proporcionar una solución de largo plazo, porque los modelos de alto rendimiento promovidos por las compañías transnacionales biotecnológicas, de comercio agrícola y semillas (muchas veces las mismas corporaciones) disminuyen la posibilidad de que el suelo produzca los alimentos que requerimos en el futuro. Los monocultivos, el uso de químicos y la utilización intensiva de los recursos naturales (y su contaminación), producen alimentos y ganancias pero generan costos que se transfieren a las siguientes generaciones.
Las ganancias terminan no beneficiando a “todo el mundo” sino a un estrecho grupo de grandes productores y comerciantes. En los países desarrollados y en desarrollo, este modelo ha conducido a una marcada división entre un grupito de agricultores industriales y millones de campesinos de pequeña escala que se encuentran al borde del colapso económico.
Al colapsarse, su tierra deja de producir alimentos o es tragada por los grandes terratenientes. La tasa de reconcentración de la tierra retrasa el reloj para las luchas por la justicia social en toda América Latina, que fue tan duro ganar.
La amenaza que implica un modelo agrícola de libre comercio puede verse en México, un ejemplo clásico de nación en vías de desarrollo que se tiró de cabeza a la economía de mercado. Ahí, el precio del maíz pagado a los casi 3 millones de productores cayó 50% entre 1999 y 2004, conforme las masivas importaciones estadounidenses inundaron el mercado mexicano. Esto a su vez condujo a la masiva conversión de agricultores en migrantes.
¿Acaso la integración económica en la agricultura permitió a esa nación importar alimentos baratos y resolver el problema del hambre? Miremos las estadísticas. El precio de la tortilla a los consumidores aumentó 380% desde que el TLCAN entró en vigor. México informó recientemente que más de un millón de niños menores de cinco años, 12.7%, sufre de desnutrición crónica. En el ámbito rural, donde se cultivan alimentos, el porcentaje es casi el doble.
Al mismo tiempo, y con frecuencia en las mismas regiones, la obesidad ha crecido a una tasa sin paralelos en ningún otro lado del mundo. El porcentaje de niños obesos o excedidos de peso aumentó de 35.5% en 1988 a 70% en 2006. Los cambios en la dieta debidos a la importación de alimentos procesados y al impacto cultural de la migración son los responsables primordiales.
El mundo en su totalidad enfrenta ahora una crisis doble (de desnutrición y obesidad), que resulta de la polarización económica, de los cambios culturales y de la disminución en la calidad de nuestros alimentos.
Un concepto de “seguridad alimentaria” que pregona que no importa si la comida es importada o creció en casa es muy compatible con la globalización pero pasa por alto las difíciles condiciones que atraviesan los pequeños agricultores y su potencial. Mientras no se protejan sus medios de subsistencia, permanecerán siendo pobres y engrosarán las filas de los hambrientos. Mientras no se reconozcan las contribuciones que hacen a la sociedad—no sólo por producir alimentos sino por conservar el ecosistema, mantener una cohesión social, sus saberes tradicionales y la diversidad cultural—corremos el riesgo de perder bienes públicos insustituibles.
En divergencia con el paradigma de la seguridad alimentaria, muchas organizaciones de base campesina han adoptado el término “soberanía alimentaria” para describir el derecho de un pueblo o una nación a producir y consumir sus propios alimentos. Y hacen un llamado a impulsar políticas globales y gubernamentales que permitan que los pequeños agricultores continúen sembrando.
La FAO no propone que los pequeños agricultores sean expulsados de la agricultura o que las inversiones fluyan solamente a los grandes intereses competitivos. Sin embargo, su desafortunado lema no sólo no hace nada por corregir la situación, sino que refuerza los conceptos que están en el centro de la crisis actual. Un aumento en las inversiones sin una crítica seria del modelo actual de la agricultura podría, de hecho, exacerbar más que resolver el problema. Los efectos del enfoque de alta tecnología, de gran escala y base comercial no sólo son inadecuados; han sido directamente contraproducentes en las áreas rurales de todo el mundo.
No puede haber solución al hambre sin que en su centro estén los agricultores de pequeña escala. Los campesinos y sembradores indígenas en los países en desarrollo no pueden coexistir pacíficamente con una agricultura industrializada, monopólica, sin tener en su favor regulaciones y políticas. Aunque vendan en mercados de consumo local, se ven forzados a competir en una situación desventajosa por su pequeña escala y la falta de capital, con importaciones que cuentan con los subsidios agrícolas estadounidenses.
El hambre es una enfermedad cuya “cura” está en la prevención. Hasta ahora, pocas propuestas que apoyen la economía campesina han logrado llegar hasta los tomadores de decisiones en políticas públicas. Es tiempo de que la FAO, otras agencias internacionales y los gobiernos nacionales, restauren el énfasis que debieron tener: los pequeños agricultores.
Laura Carlsen es directora del IRC Americas Program (www.americaspolicy.org) en la ciudad de México donde ella ha trabajado como analista política durante dos décadas. Traducción: Ramón Vera Herrera.
Fuente: Programa de las Américas del Centro de Relaciones Internacionales (IRC) http://www.ircamericas.org
https://www.alainet.org/en/node/118033
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