El reinado del “dinero plástico”

La dictadura del capital financiero

18/07/2007
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  • Opinión
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Es indudable que estamos viviendo y sufriendo un equívoco proceso de tentaciones y comodidades por un lado y de uniformación cultural, alimentaria, consumidora, y de pérdida creciente de autonomía por el otro. 

Justamente esa pérdida, la heteronomía, reina porque la gente es seducida por las comodidades, mejor dicho “el comfort de la vida moderna”.

Tomemos el ejemplo de las tarjetas (de crédito y débito).  La moneda fue un dispositivo económico-financiero que simplificó extraordinariamente la circulación de mercancía mediante trueque, y el dinero, símbolo de la moneda, fue a su vez una nueva simplificación que alivianó las operaciones de manera extraordinaria. 

Claro que la economía se ha ido caracterizando cada vez más por procesos inflacionarios y que éstos carcomen la representación del dinero, algo que se legalizó cuando los billetes perdieron convertibilidad (en EE.UU.  eso fue, con el dólar, en la década del 70 del siglo pasado).

Pero así y todo, el dinero siguió siendo el santo y seña de las transacciones.  Y su portador lo llevaba y lo traía siguiendo exactamente su comportamiento económico: si quería comprar lo hacía con sus billetes.  Y el portador no sufría ninguna restricción sobre su uso, salvo la del mismo monto de su propiedad: un desocupado debía estirar un billete de cien pesos durante un mes, digamos y un ricachón gastaba ese mismo billete en un almuerzo.  Pero todos los miembros de la sociedad, digamos a mediados del siglo XX disponían siempre del 100% de sus ahorros, sus bienes, su capital.  Si un agente exterior a este titular hubiera dispuesto cómo administrar dichos fondos, lo habríamos sentido vejatorio, y habría sido realmente una usurpación en la mínima esfera que al menos teóricamente cuenta cada uno.

El capital financiero y sus agentes por excelencia, los bancos, fueron dándose cuenta de la enorme rentabilidad que significaba pasar a administrarle el dinero, los sueldos, los ahorros, a veces mínimos, las jubilaciones, a menudo míseras, a la masa poblacional.  Administrando fondos de mil o miles de pesos a millones ganaban lo mismo o más que administrando millones a algunos miles.  En todo caso, no iban a abandonar esa función tradicional, se trataba únicamente de ensanchar el negocio, “ampliar los giros”.

La tarjeta de crédito, luego la de débito, fue el arma del capital financiero para empezar a disponer de los dineros que antes administraba cada uno.

Como jamás tuve una tarjeta de crédito y no me he dedicado a conocer su mecanismo, sólo señalaré que conozco el tendal de deudores que deja, sobre todo entre novatos, que se engolosinan con la disponibilidad (a menudo sin precedentes) de fondos y gastan por encima de sus propios recursos para luego, durante uno, dos o tres años, privarse de todo para desentramparse de un crédito expoliador (60, 70% de interés anual, lo que se considera popularmente usura, pero que no es punible porque no se disfraza sino al contrario se “explicita” escondiéndolo en la “letra chica”).

Las tarjetas de débito son instrumentos financieros mediante los cuales la gente no recibe directamente su sueldo o su jubilación, por ejemplo, sino que el empleador o la institución pagadora deposita en un banco los montos que le van correspondiendo a un titular, para que el banco le vaya cediendo la disponibilidad de ese dinero, no ya de acuerdo con el criterio de que se trata de un ingreso ya devengado y pagado y que por lo tanto el titular puede hacer lo que quiere con él.  No es así.  El banco o la compañía de tarjetas tienen su propia administración de ese dinero que por ley le pertenecería a su titular. 

De este modo, intermediarios que no podrían tener ninguna capacidad decisoria sobre los fondos de los que uno es titular, y por tanto tampoco sobre la vida de uno, resuelven mediante sus propias reglamentaciones, cómo podemos ir haciéndonos de los dinerillos.

Por ejemplo: un empleador le deposita el sueldo en el Banco de la Ciudad a un empleado.  Este acumula en su cuenta, por ejemplo, ocho mil pesos.  Que podría ser el equivalente aproximado de tres meses de sueldo.  Lo hace, lo puede hacer, porque no vive sólo de ese ingreso, piensa viajar y de hecho constituye un pequeño ahorro.  Cuando va a pagar los billetes del viaje, quiere sacar los ocho mil pesos, o siete mil quinientos, pero no puede porque hay una norma del Banco de la Ciudad que al parecer tiene preeminencia sobre el derecho a disponer del dinero que se le reconoce como propio: esa norma estipula que no se puede retirar más de cinco mil pesos por operación y que no se puede hacer más de una por día (y no estamos hablando de montos cuantiosos, de quinientos mil, o cien mil pesos; el caso presentado es estrictamente histórico).

Nos estuvieron convenciendo con “el flagelo de la inseguridad”, de la ventaja de tener el dinero en el banco y no en efectivo (con lo cual los bancos pasaron a disponer de una masa de dinero cuantiosa, sin precedentes).  Pero resulta que ni siquiera cuando uno lo necesita lo puede retirar.  Porque uno no dispone de su dinero.  Dispone únicamente de la parte de su dinero que el banco decide. 

Un segundo ejemplo revela aun más nítidamente el poderío financiero, los fuertes rasgos de una dictadura financiera.

Voy a ponerme como ejemplo.  Desde hace un año recibo una jubilación del exterior, de un monto mínimo, no llega a mil pesos argentinos.  Hasta fines del año pasado podía retirar de mi cuenta con tarjeta de débito, si tenía el saldo suficiente, hasta 2000 pesos por vez.  Eso únicamente en cajeros automáticos del Banco Nación.  Otros, daban 1500 pesos.  Con el cambio de año, hubo una llamativa unificación de topes: en todos los bancos de Buenos Aires no se podía retirar por vez, más de 1050 pesos.  Uno, con tontífera inercia, buscaba a ver si todavía quedaba algún banco, algún cajero, que permitiera extraer algo más.  En vano.

Por ese entonces, el costo de la operación en el banco emisor (en realidad el banco intermediario entre el pagador de la jubilación y el receptor; en este caso, yo), también aumentó, en un 33% el monto de “gastos bancarios”.  Ahora, otra vez sin aviso, acaban de reducirse los topes de extracción.

Hagamos una tablita esclarecedora:

 

 

 

 

Aum.
escalonado

Aum.
acumulado

 

 

 

 

Oct. 2006

hasta 2 000 pesos

gtos. banc. 12,50 pesos

0,625%

 

 

Dic. 2006

hasta 1 050 pesos

gtos. banc. 12,50 pesos

1,2%

92%

92 %

Ene. 2007

hasta 1 050 pesos

gtos. banc. 18 pesos

1,7%

42%

172%

Jul. 2007

hasta 620 pesos

gtos. banc. 18 pesos

2,9%

70%

364%


En menos de un año ha habido tres aumentos de los costos financieros.  Tomados de uno en uno, han sido de un 92%, de un 42% y de un 70%.  Pero como se trata de un período extraordinariamente corto, es más realista acumular los aumentos sobre la base inicial y así tenemos que en un lapso bastante breve los costos financieros han sufrido un aumento de un 364%.  Prácticamente se han casi quintuplicado.  Y esto sin la menor información previa, sin la menor fundamentación y sin la menor posibilidad de apelación.  Se trata de medida draconianas, absolutamente despóticas.  Que han obviado hasta una circular “avisando” de los aumentos o procurando justificarlos (aumento de costo, mejora de servicio o algun otro motivo más o menos real o simplemente falso). 

Aclaro que se trata de bancos y tarjetas de crédito provenientes de economías muy estables, como es el caso de VISA administrando fondos suecos: ni en EE.UU.  ni en Suecia existe una inflación que explique siquiera parcialmente este desmadre de los costos financieros.  Son países que manejan inflaciones de un dígito.

Es interesante anotar, que en general los bancos suelen otorgar “ventajas” y “prebendas” sobre todo en el mismo momento en que más te están poniendo la mano en el bolsillo.

Por ejemplo, con el último aumento, respondiendo sin duda al sinnúmero de casos de tarjetas secuestradas por los cajeros automáticos, con todo el trastorno consiguiente (para el titular, no para el banco), han “mejorado el servicio”: están cambiando la disposición de la tarjeta en el cajero automático: ya no la traga y luego la regurgita sino que queda siempre a tu disposición.  Al alcance de tu mano.  Magra compensación ante tanto abuso: pensemos que hablamos de una plaza como Buenos Aires (14 millones de habitantes) y que tal vez estos cambios de topes estén vigentes en todas partes.

Para dictadura y unicatos, unos maestros: no sabemos si decir las direcciones del Bank of Boston con la cara lavada como Standard, del HSBC, del Credicoop, del Ciudad, del BBVA, etcétera, con políticas perfectamente afiatadas con las de VISA, Mastercard, etcétera, o si debemos hablar de la dirección de Standard-HSBC-Credicoop-Ciudad-BBVA-VISA-Mastercard y demás mostradores.

La igualdad de topes, que se nos presenta como absoluta, permite ver el grado de monopolización alcanzado.  Y lo ridículo que resulta toda la monserga ideológica de sus folleterías sobre el mercado y sus bondades.  La competencia es desde hace más de un siglo la que pueda quedar entre dos quiosqueros o dos o tres carniceros de barrio.  Lo demás es monopolio u oligopolio, que es lo mismo si lo miramos desde abajo, desde el “particular”, el consumidor, el asalariado.

La dictadura financiera, que instila su veneno paralizante en silencio y con sordina no es sino una de las tantas tramas en que estamos siendo asfixiados y llevados a un corralito existencial.  Se podría, deberíamos, hablar de muchas otras, como la electrónica, la sanitaria, etcétera.  Queden para otra oportunidad.

- Luis E.  Sabini Fernández, periodista y docente, es editor de la revista Futuros.

https://www.alainet.org/en/node/122299
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