En el Día Mundial de la Madre Tierra:

Una Declaración de Derechos de la Madre Tierra

21/04/2012
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Muchas voces se levantarán este 22 de abril en todo el mundo para llamar la atención sobre el maltrato a la Madre Tierra. Sí, es el Día de la Tierra y, como cada año, las organizaciones, los intelectuales e incluso los Estados, llamarán a “cuidarla”. Y así seguirá siendo mientras no comprendamos que la Madre Tierra no es un objeto: es sujeto de derechos.
 
La pregunta clave aquí es: ¿somos los seres humanos parte de la naturaleza o solo sus huéspedes? El debate, como señala Raúl Zaffaroni en su ensayo La Pachamama y el ser humano[1], no es nuevo, los filósofos de la Antigüedad griega ya discutían acerca del tema. De la respuesta a esta pregunta podremos deducir si seguimos atribuyéndonos la condición de “propietarios” o “administradores” de la Madre Tierra.
 
Los pueblos indígenas lo tenemos muy claro: nos identificamos como hijos de la Madre Tierra. En esta identificación, en el diálogo, y equilibrio con ella, se sustenta nuestra cosmovisión, nuestro modo de concebir y practicar la democracia comunitaria, la economía, nuestra cultura, nuestra espiritualidad, nuestro modo de vida, nuestra identidad. Para nosotros, la Pachamama es un ser vivo y, por tanto, sujeto de derechos.
 
Alma y racionalidad
 
El derecho occidental es totalmente antropocéntrico. A lo largo de la historia, solo el ser humano ha sido reconocido como sujeto de derechos. Incluso cuando, durante la Edad Media, se procesaba a los animales. Esto podría llevar a pensar que si son enjuiciados, es que tienen obligaciones y normas que cumplir, por tanto, tienen también derechos. Pero se enjuiciaba a los cerdos por comerse a los niños o se excomulgaba a las ratas y otras plagas por los daños que causaban al hombre.
 
Esta es otra característica del derecho occidental: es esencialmente punitivo, se juzga para castigar, no para redimir. En el derecho originario, el objetivo es más bien el retorno al equilibrio que ha sido roto por una falta.
 
Pero volvamos al tema. La supuesta superioridad del ser humano sobre el resto de la naturaleza tiene uno de sus orígenes en las religiones que separan el cuerpo del alma. Esta separación dio al hombre el carácter de racional y único propietario del libre albedrío, la capacidad para decidir si “obrar bien” u “obrar mal”.
 
Y decimos “el hombre” porque también hay un carácter sexista en esta concepción. Recuérdese que en la Edad Media se discutía si la mujer tenía alma y si era hija de Dios o del demonio. Aún hoy algunos miembros de sectas fundamentalistas como el Opus Dei se plantean esta pregunta. Y a partir del siglo XVI, cuando los europeos empezaron su invasión a otros continentes, se añadió un nuevo ingrediente a esta visión: el racismo. Se comenzó a discutir si los indios y los negros tenían alma, lo que les daba “derecho” a someterlos.
 
Ya en el siglo XIX, Charles Darwin irrumpe con su teoría de la evolución de las especies. Aunque la iglesia puso (y sigue poniendo) el grito en el cielo, esta teoría, mal interpretada, también fue usada para justificar la tesis de la superioridad del ser humano: el hombre ha llegado a ser tal por ser el más fuerte y haberse impuesto sobre las demás especies. Eso le da el derecho de dominarlas.
 
Así, ya sea desde el materialismo y la ciencia o desde el idealismo y la religión, se persiste en el antropocentrismo, en considerar al ser humano por encima de todas las demás formas de vida, que por no ser racionales y carecer de alma, no pueden ser sujetos de derecho.
 
Sin embargo, como anota Zaffaroni, para Darwin el más apto no era el más fuerte sino el más fecundo. Los seres más vulnerables se asocian entre sí para defenderse de los depredadores, se adaptan a las condiciones adversas. Entonces, la evolución privilegia la competencia sino más bien la cooperación.
 
Es por ello que el capitalismo no puede ofrecer opciones de vida, porque privilegia la competencia y la individualidad, el dominio de los fuertes sobre los débiles, el narcicismo humano, el antropocentrismo radical. Para los pueblos indígenas, en  cambio, la cooperación entre todas las formas de vida es parte de nuestros saberes y prácticas milenarias: la reciprocidad, la complementariedad, el equilibrio.
 
Ecología y derecho ambiental
 
Con la modernidad, se pasó del castigo a los animales a penalizar el maltrato contra ellos. Se decía que el ser humano puede utilizar a los animales para sus fines, pero sin excederse de esos límites. Luego nace la ecología, que no se ocupa solo de los animales sino de toda la naturaleza y plantea que ésta es sujeto de derechos. Surge el derecho ambiental, siempre vinculado al sistema universal de los derechos humanos, y el medio ambiente pasa a ser un bien jurídico.
 
Pero, como siempre, los países poderosos se resisten a someterse a estas normas internacionales. Un claro ejemplo de esto es que el Protocolo de Kioto, único instrumento vinculante sobre la emisión de gases de efecto invernadero, nunca fue suscrito por los Estados Unidos.
 
Entre los ecologistas también hay matices: para la ecología ambientalista, el ser humano sigue siendo el titular de derechos y obligaciones respecto a la naturaleza; para la ecología profunda, la naturaleza es titular de derechos. Pero se sigue viendo la preservación de la vida como una “responsabilidad moral” del hombre. Para los pueblos indígenas, los seres humanos no somos algo externo ni huéspedes de la naturaleza, somos parte de ella. Desde esta perspectiva, no es nuestro deber “protegerla” sino contribuir a su equilibrio.
 
Derechos de la Madre Tierra
 
La necesidad de que las Naciones Unidas adopten una Declaración de Derechos de la Madre Tierra ya forma parte de la agenda internacional. El Acuerdo de los Pueblos, emitido por la Conferencia Mundial de los Pueblos sobre Cambio Climático y Derechos de la Madre Tierra, celebrada en Tiquipaya, Bolivia, en abril del 2010, contiene esta propuesta. La Constitución Política del Ecuador le dedica un capítulo y el Estado Plurinacional de Bolivia cuenta con una ley al respecto.
 
En 1982, la Asamblea General de la ONU aprobó la Carta Mundial de la Naturaleza, una importante declaración ecológica mundial. Cinco años después, en 1987, la Comisión Mundial de Medio Ambiente y Desarrollo de la ONU, en su informe Nuestro futuro común, conocido como Informe Brundtland, hace un llamado a la creación de una carta que contenga los principios fundamentales para una vida sostenible.
 
Este informe afirma, entre otras cosas, que la Tierra es una, pero el mundo no lo es, y que todos dependemos de una sola biósfera para el sustento de nuestras vidas. Sin embargo, algunos utilizan los recursos de la Tierra a un ritmo tal que dejarían poco para las futuras generaciones.
 
Luego, en 1992, los movimientos sociales reunidos de manera paralela a la Cumbre de la Tierra de Río de Janeiro, redactaron un documento que fue la semilla de la Carta de la Tierra, aprobada en marzo del 2000, en una reunión celebrada en la sede de la Unesco, en París. El 29 de junio del mismo año, la Carta es lanzada en el Palacio de La Haya, Holanda.
 
En el 2002 se realiza la II Cumbre de la Tierra en Estocolmo. De esta reunión derivarían importantes instrumentos internacionales como la Convención Marco de Naciones Unidas y el Convenio de Biodiversidad. Y también, en consecuencia, el Protocolo de Kioto
 
La Conferencia Mundial de Tiquipaya se realizó en respuesta al fracaso de la COP15 de Copenhague, Dinamarca. Miles de participantes de todas las latitudes, pero sobre todo del Abya Yala, debatieron intensamente y emitieron el Acuerdo de los Pueblos. Este documento propone un proyecto de Declaración Universal de Derechos de la Madre Tierra, en el cual se consignan, entre otros, los derechos a la vida y a existir, a ser respetada, a la continuación de sus ciclos y procesos vitales libres de alteraciones humanas, al agua como fuente de vida, a estar libre de contaminación, polución, desechos tóxicos y radioactivos, a no ser alterada genéticamente y a una restauración plena por los daños causados por actividades humanas.
 
Normas en Bolivia y Ecuador
 
Dos años antes, en el 2008, la Constitución Política del Ecuador ya había reconocido los Derechos de la Naturaleza en su capítulo séptimo, que consta de cuatro artículos: 71 al 74. En ellos reconoce los derechos a que se respete integralmente su existencia y al mantenimiento y regeneración de sus ciclos vitales, estructura, funciones y procesos evolutivos. Asimismo, el derecho a la restauración por impactos producidos, entre otros, por la explotación de recursos naturales.
 
Además, establece que el Estado aplicará medidas de precaución y restricción de aquellas actividades que pueden conducir a la extinción de especies, la destrucción de ecosistemas o la alteración permanente de los ciclos naturales. Y prohíbe la introducción de organismos y material orgánico e inorgánico que alteren el patrimonio genético nacional.
 
La Ley de Derechos de la Madre Tierra, Ley 071, decretada por la Asamblea Legislativa Plurinacional de Bolivia y promulgada por el Presidente Evo Morales el 21 de diciembre del 2010, señala como sus principios la armonía, el bien colectivo, la garantía de regeneración, la no mercantilización y la interculturalidad. Reconoce los derechos de la Madre Tierra a la vida y su diversidad, al agua, al aire limpio, al equilibro y a la restauración. Y finalmente establece las obligaciones del Estado Plurinacional y los deberes de las personas con respecto a estos derechos.
 
Para los pueblos indígenas, frente a la arremetida neoliberal de la explotación irracional de la Tierra, nuestra casa grande debe ser protegida y dotada de derechos. Y frente a la crisis global, planteamos cambiar el rumbo de la sobreexplotación y mercantilización, devolviendo el equilibrio con el Buen Vivir.
 
Sigamos trabajando por la adopción universal de una Declaración de Derechos de la Madre Tierra.
 
 
- Miguel Palacín Quispe es Coordinador General CAOI
 
 

[1] La%20Pachamama%20y%20El%20Humano%20Por%20Eugenio%20Raul%20Zaffaroni.htm
https://www.alainet.org/en/node/157370?language=en
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