La sociedad perfecta

08/07/2012
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Como en el caso de Amira Lawal y muchos otros de los que nos ocupamos hace más de diez años (ej. Fatwa, Shari’a y la guerra de los sordos), aparte de las pulcras  masacres occidentales tenemos que seguir enterándonos de las barbaries al mejor estilo medieval, como el reciente ajusticiamiento de una mujer afgana por delito de adulterio. [1]
 
Un día de 1996 leí en el diario cómo los Talibán obligaron a un hermano a ajusticiar a otro en un estadio. La ciudad de la Luna (originalmente desde 2004 se llamó La sociedad perfecta y luego Santa) está tristemente inspirada en este tipo de medievalismo oriental y occidental. Unos masacran de forma más civilizada y otros con estos rudimentos. Unos por imbéciles y otros por vivos de más, unos por acción y otros por reacción.
 
Todos con muy buenos argumentos de parte de Dios, la Justicia y la Libertad.
 
141, BIENINTENCIONADOS. La Inquisición asesinó en nombre de Dios; la Revolución Francesa en nombre de la libertad; el marxismo-leninismo en nombre de la igualdad. Durante el pasado siglo XX, Dios, la Libertad y la Igualdad representaron verdades absolutas, caras a espíritus nobles y diversos. Para cada grupo de creaturas, la imposición de su verdad era básica para el destino de la Humanidad. Pero la Libertad moderna se oponía a Dios, según los fundamentalistas; la Igualdad socialista se oponía a la Libertad, según el capitalismo; y la religión y el opio se oponían a la Igualdad del pueblo, según los marxistas. —Durante el pasado siglo XX la sangre corrió siempre en nombre de Dios, la Libertad y la Igualdad. Pensamos que en el próximo siglo la sangre seguirá corriendo, aunque ya no necesitará de tan nobles excusas para hacerlo.
 
Crítica de la pasión pura, 1997.
 
La verdad es que me importa un carajo (es decir, sí me importa, pero muy, muy poco y cada vez menos) si alguien lee alguno de mis libros, porque sin falsa modestia sé que no valen nada al lado de cualquiera de la más sutil miseria humana. Pero como cada tanto me dejo enredar estúpidamente en discusiones vanas, y como me lo han pedido más como desafío que por amistad, ahí va parte de ese libro (y no me jodan más, que un esfuerzo estoy haciendo para que el mundo me importe cada vez menos y parece casi siempre en vano): desde p. 250 a 255
 
 de La ciudad de la Luna (2009)
 
(páginas 250-255)
 
 [...]
 
A la séptima o a la octava noche, tal como había predicho el doctor, se le quitaron las manchas. Cuando el doctor ordenó subirlo y vimos que ya no tenía la peste, su prestigio, que ya era considerable, se duplicó, dando crédito a cualquier cosa que viniese de la misma boca.
 
El tiempo había desmejorado. Un clima imposible se instaló durante tres días sobre el desierto de Calataid. Soplaba un viento gélido del norte, cargado de lascas de hielo que pinchaban la piel de la cara. Abajo, en el aljibe, Ramabad no había notado este cambio. Pero afuera el frío era insoportable. Quizá este fenómeno había sido una de las razones para que las cosas se precipitaran. La espera en la plaza comenzaba a impacientar a la gente; corrían el riesgo, también nosotros, de pescarnos una nueva epidemia, esta vez de gripe.
 
Llevaron a Ramabad a la plaza Matriz, en un carretón cerrado, vigilado por dos muchachos que no conocía. Iban uniformados de alférez. En sus rostros aún podían verse vestigios de una infancia muy reciente, disimulada por un gesto adusto que habrían copiado de algún alférez experimentado, que les había enseñado a ser hombres y a amar a su patria con fanática obediencia. Sus ojos reflejaban todo el orgullo de los guerreros que aún no han muerto. Todo hacía pensar que también habían llevado de esa forma a los trovadores.
 
En la plaza se había reunido todo el pueblo. El alivio que había comenzado a sentir al salir de la torre de Abel terminó cuando escuchó de lejos a la multitud, murmurando. Era como si en su cabeza hubiesen apoyado una pesada máquina moledora de maíz y en ese momento la hubiesen puesto a funcionar. Podía sentir cómo los dientes de la rueda atrapaba los granos y los trituraba, haciendo ese crujido característico que se escuchaba siempre en el molino de Paco.
 
Una vez en la plaza, lo empujaron hacia el centro y le desataron las manos. El nuevo monaguillo dijo una frase en latín que Ramabad no comprendió. Luego un funcionario con uniforme azul puso en sus manos un hacha de picar leña y me indicó el camino. En el centro habían construido una plataforma de madera. Olía a leña fresca. Arriba estaba el asesino, revolcándose, envuelto en una tela negra.
 
—Terminemos con esto de una sola vez —dijo el hombre y se retiró.
 
Ramabad hizo un gesto de desaprobación; o de temor. Tomó el hacha pero la dejó caer al suelo. Una expresión de fastidio general se hizo sentir con pocas palabras. A un costado, pero muy cerca de allí, un grupo de mujeres murmuraba una oración, tal vez un rosario en latín. Al principio pocos las reconocieron por sus vestidos largos y oscuros. No eran las monjas teresitas, porque las santas del convento nunca salían de sus oraciones; probablemente no supieran que ya se había resuelto el enigma del cantinero (probablemente no supieran que el cantinero había sido asesinado). Luego se supo que las mujeres pertenecían a una rama escindida de la iglesia del pastor George Ruth Guerrero y, a pesar de sus votos protestantes, habían encontrado en el estudio del latín un camino al origen de la verdadera fe. Pero en la deforme cabeza del Basilisco estas palabras incomprensibles rebotaron sin encontrar un sentido. Miró hacia los costados y vió una multitud sin límites, llenando cada uno de los rincones de la plaza y de las calles y los callejones que iban a dar ahí. No gritaban, pero rugían como el mar que había visto en una película, días antes. La máquina de moler maíz volvió a dar vueltas y a hacer estallar los granos mientras el asesino se revolcaba en el centro, emitiendo gemidos que no se oían claramente porque un paño le llenaba la boca.
 
Advirtiendo la incipiente desobediencia de reo, el alcuazil se abrió paso entre la multitud hasta alcanzar el centro. Con una estaca trazó una línea casi imaginaria en el suelo gastado de la plaza, y dijo:
 
—Aquellos que son del lado de la justicia, deste lado, e aquellos que no, dellotro.
 
Hubo alguna tímida protesta, pero finalmente todos se pusieron “deste lado” Es decir, el asesino y Ramabad quedaron del otro.
 
—No tiene nada que temer —intentó consolarlo Aquines Moria—. Cumpla con su deber de ciudadano e cruce la línea. Sus hijos serán agradecidos un día. Tendrá pagado ansí todos sus pecados e los pecados de sus padres.
 
—¡Vamos, no tenemos toda la noche! ¡Congelamos nos!
 
Cumplió con su deber. Golpeó al asesino con el revés del hacha. No quería cortarlo, no quería sentir el filo en la carne, no quería ver sangre. Sólo quería que se dejara de mover, como un pez afuera del agua. Sólo quería acortarle el tormento de alguien que sabe va a morir, tarde o temprano, en medio de una multitud excitada y gozosa.
 
—¡Mata élo, mata élo de una vez!
 
Le dio otro golpe, esta vez un poco más fuerte que el anterior.
 
—¡Divino! ¡Mata amí también! —gritaba una mujer, tocándose los senos.
 
—Isso es, mi gallo, mata élo de una vez —gritaban todos al mismo tiempo.
 
—¡Mata élo! —uno.
 
—Sabía que no iba a nos defraudar —otro.
 
—Es uno déllos nuestros —y otro más.
 
Siguió golpeando con fuerza la bolsa negra, pero no había caso. No había forma que se quedara quieta.
 
—¡Divino! —seguía gritando la mujer de los senos enormes¾. No apurés vos tanto.
 
—Sí, termina élo de una vez —pedía otro.
 
—¡En la testa!
 
—En la mollera, más aí.
 
—Eso es, en la testa.
 
Sin duda, era una buena idea.  Con la algarabía, no se le había ocurrido. Tenía que haber comenzado por allí, con un solo y preciso golpe. Esa hubiese sido la mejor forma de evitarle tanto dolor.
 
—¡Termina élo, termina élo!
 
Fue en la cabeza. Sólo así dejó de retorcerse y la gente saltó de alegría.
 
El Basilisco estuvo sin sentido un largo rato. Cuando el griterío aflojó, como una tormenta de arena que se retira, Ramabad se acercó al asesino y lo sacó de la bolsa. Tenía el traje de pájaro puesto. Lo habían agarrado así o lo habían obligado a ponérselo, para terminar no sólo con el asesino del cantinero sino, sobre todo, con el mito del pájaro; mito que seguramente a esa altura ya se había confundido con el gallo negro, el cual, se decía, no era posible verlo dos veces sin morir de un infarto.
 
Sus ojos apenas se movieron para quitarse la sangre que no le dejaban ver. Estaba reventado. Quiso decir algo, algo importante, algo que debía importarle más a Ramabad que a ella misma (o eso le pareció a Ramabad) Pero su rostro se quedó en una especie de sonrisa pensativa. Y no parpadeó más.
 
 El pájaro se había quedado mirando hacia la nada, como pensativa. Después fueron dos hombres y se la arrancaron de los brazos, la sacaron de la bolsa negra y de su traje de pájaro y la arrojaron sobre una mesa. Y allí quedó durante horas, extendida sobre un río de sangre congelada, expuesta su cuerpo para euforia de los viejos y decepción de los trovadores. Sólo los críos tenían prohibido presenciar el cuerpo deformado del asesino. Pero todos adivinaron lo sucedido.
 
Esa misma noche, cuando el pueblo no salía aún de la excitación de la justicia, el gran salón que se había convertido en la celda de los descamisados ardió fuego. Seguramente se trató de un suicidio colectivo, aprovechando la donación de colchones que hizo ese mismo día el alcuazil. Uno de los pedritos que estaba de guardia acusó a los trovadores de negarse a usar los colochones y luego de liderar el mismo incendio. El fuego resultó imparable y alumbró la noche de Calataid, desde la muralla de Lázaro hasta la de Santiago. Si bien no fueron llevados a camposanto, se les rindió un breve homenaje a las víctimas de la peste y se los enterró en una fosa común. También se enterró la memoria de los alaridos, alucinados pidiendo auxilio a carcajadas en medio de la noche, recitando versos como si fueran himnos sin patria e sin dios. Entre los incomprensibles alaridos de alegría se escuchó repetidas veces la invocación a Isabel de la Cruz y al pájaro, al pájaro como la última líder de los alumbrados. Pero esto (había respondido Ramabad) sólo se debía a la imaginación de Calataid. Ni siquiera era la imaginación propia de los testigos que se amontonaron fuera de la comisaría; era Calataid la que deliraba a través de sus óranos humanos, la que paría fantasmas y devoraba carne humana.
 
Todo volvió al orden, lentamente. El loco de la trompeta se sentó extramuros a esperar el tren y allí permaneció como un mendigo. Secretamente, todos sabían qué esperaba y, también en secreto, todos esperaban la aparición del tren, por última vez. Mientras tanto, Ramabad decía que el desierto sepultaría la ciudad maldita. Le perdonaron esta repetida ofensa porque estaba loco, porque sus días estaban contados y porque finalmente reconocieron que Evita comenzaba a desbordar la muralla de Santiago. La próxima tormenta de arena —decía Ramabad—, la próxima tormenta olvidará la ciudad santa. Entonces, la despreciable humanidad nunca se enterará de su orgullosa existencia, de su heroica misión en la tierra.
 
La noche siguiente, algunos seguidores del pájaro recordaron, en voz baja, en un rincón de la placita triangular de San Patricio, el día del juicio. Recordaron cómo su propio hermano lo había matado con un hacha, desprendiéndole las piernas del resto del cuerpo. Y alguno, incluso, dijo que antes de morir, poco antes de alzar el vuelo, el pájaro había recitado:
 
Realidad es la locura que permanece
 
y locura es esta realidad
 
que ya se desvanece
 
Y como una maldición, continuaron recordando otros versos. Nadie sabe quiénes fueron los primeros en guardar los hechos de la Restauración y los versos prohibidos de Calataid. Ni siquiera, nadie supo si algunos versos habían sido recordados la noche siguiente a la ejecución o nacían de las bocas murmurantes de los nuevos recitadores. Pero en cualquier caso, decían que eran los versos del pájaro, y su virtud consistía en haber continuado escribiendo muchos años después de su muerte. No más allá de Calataid, porque quienes lo intentaron murieron ahogados en el desierto.
 
Tenía la misma mirada de siempre, aquella mirada joven y terriblemente triste. No era la mirada de un hombre o de una mujer que nace triste, pensaba, como quien nace sin piernas y no se resigna a su destino. Más bien era la mirada de alguien que nace sin piernas y un día comienza a esperar un milagro que le devuelva en una noche los pies, las rodillas, los pasos, las caricias sobre la liberad recuperada, hasta que se despierta y comprende que todo había sido un sueño. Estafada por sus propias ilusiones, engañada por sus propias esperanzas. Era una de esas miradas repentinamente tristes que conservó por años, como si algo o alguien le hubiesen destruido una ilusión secreta, largamente conservada, un día cualquiera, así, de golpe, y ya no le quedase más que la desesperanza y el reconocimiento de toda su impotencia, revelada como un día al despertar de un sueño luminoso en donde la amante no existe; o mucho peor aún, en donde el amor existió pero ya no la persona amada.
 
 [...]
 
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