Días de dolor y compromiso

12/11/2012
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En la madrugada del 16 de noviembre de 1989 fueron asesinados a tiros, en el campus de la UCA, seis sacerdotes jesuitas, una cocinera y su hija de dieciséis años. Las víctimas: los padres Ignacio Ellacuría, rector de la Universidad; Ignacio Martín-Baró, vicerrector; Segundo Montes, director del Instituto de Derechos Humanos; Amando López, Joaquín López y López y Juan Ramón Moreno, todos ellos profesores de la UCA; y la señora Julia Elba Ramos y su hija, Celina Marisela Ramos.

 
Según el Informe de la Comisión de la Verdad, el entonces coronel René Emilio Ponce, en la noche del 15 de noviembre de 1989, en presencia de y en confabulación con el general Juan Rafael Bustillo, el entonces coronel Juan Orlando Zepeda, el coronel Inocente Orlando Montano y el coronel Francisco Elena Fuentes, dio al coronel Guillermo Alfredo Benavides la orden de dar muerte al sacerdote Ignacio Ellacuría sin dejar testigos. Con ese fin se utilizó una unidad del batallón Atlacatl que dos días antes había sido enviada a reconocer y registrar la residencia de los sacerdotes.
 
“El mismo odio que terminó con monseñor Romero es el responsable de esta nueva masacre” fueron las primeras palabras del arzobispo de esa época, monseñor Arturo Rivera Damas, sobre los asesinatos. Y posteriormente, durante su homilía en las honras fúnebres, lo calificó como un duro golpe para la Iglesia (ellos habían dedicado parte de su vida a la formación del clero), para la Compañía de Jesús (porque, a la luz del Concilio Vaticano II, Medellín y Puebla, asumían la opción preferencial por los pobres) y para la cultura del país (eran analistas agudos que dejaban al descubierto la injusticia social y hacían propuestas para su transformación). Así, la historia que nacía de esos días estaba configurada por el dolor y la desolación.
 
Pero ese dolor y esa desolación no apagaron la luz de su causa ni la fuerza y vigor de su entrega a ella. En un pronunciamiento de los estudiantes de la UCA, pocos días después del asesinato, se dice: “Queremos dejar claro que sus muertes no han sido estériles, porque sus ideales están encarnados en nosotros. Así como a la muerte de Jesús le sucedieron cientos de apóstoles, nosotros estamos empeñados en trabajar con la inspiración cristiana como fundamento de nuestras vidas, buscando la excelencia académica comprometida con la verdad, la justicia y la opción preferencial por los pobres”.
 
En ese mismo contexto y con igual espíritu, se manifestaron tanto el cuerpo académico de la UCA como la Compañía de Jesús. La docencia no solo reaccionó con inmenso dolor e indignación, sino que reafirmó su compromiso de trabajar en beneficio de las mayorías populares desde el modo propio de la Universidad. Los jesuitas, por su parte, exigieron que la investigación del crimen fuera no solo exhaustiva, sino pronta y diligente. Asimismo, asumieron el sacrificio de sus compañeros y de Elba y Celina como semilla de nuevos compromisos en el horizonte de la paz en El Salvador.
 
Noviembre de 1989 fue para la UCA un mes de profundo dolor. Pero, por paradójico que resulte, fue también el tiempo del mayor homenaje en la línea del evangelista Juan: “No hay amor más grande que dar la vida por sus amigos”. Es decir, la entrega total de un ser humano libre y generoso, por amor, a un pueblo de pobres. En los años posteriores al martirio, distintas universidades de Estados Unidos y de Europa han nombrado doctores a los mártires de la UCA: doctores de la fe, de la justicia y de la paz. Y ciertamente lo son en el sentido más propio del término, esto es, por su ejemplaridad de vida.
 
El lema conmemorativo de este año, “Una vuelta a los pobres por amor es una vuelta al Evangelio”, actualiza esta entrega radical. Pero al mismo tiempo nos remite a una de las razones primordiales por las que ha habido mártires, y que no debemos dar por obvia. Jon Sobrino lo explica en los siguientes términos: “Si ha habido muchos y muy generosos mártires, es porque muchas eran las víctimas a las cuales había que defender, y grande la crueldad de la cual había que liberarlas”. De ahí que, para el teólogo, si queremos ubicar bien a los mártires en nuestra realidad y ubicarnos nosotros bien ante ellos, hay que situarlos junto a los pobres y las víctimas.
 
Ese fue el lugar que escogieron los mártires de la UCA para realizar su misión desde la vocación universitaria. Su opción —derivada de la inspiración cristiana— fue de esperanza y compromiso: “La universidad debe encarnarse entre los pobres para ser ciencia de los que no tienen ciencia, la voz ilustrada de los que no tienen voz, el respaldo intelectual de los que en su realidad misma tienen la verdad y la razón, pero no cuentan con las razones académicas que justifiquen y legitimen su verdad y su razón”.
 
A 23 años de su martirio (un tiempo relativamente corto), sigue dando qué pensar el tipo de universidad que nos dejaron. Aquella que se entiende como una fuerza social al servicio de la verdad, la justicia, la liberación y la humanización. Aquella cuyo fin esencial es la excelencia universitaria y donde la academia es necesaria y sumamente importante, pero no es la finalidad última. Llevar adelante ese modo de ser universitario es un compromiso que requiere responsabilidad y creatividad, tanto institucional como personal. Y en esa opción, la primera mirada —como en Jesús y en los mártires— no se enfoca en el pecado de las personas, sino en el sufrimiento que padecen sus vidas. Lo primero que toca su corazón es el dolor, la opresión y la humillación de hombres y mujeres. De ahí, la necesidad ética y profética de volver a los pobres por amor.
 
Carlos Ayala Ramírez, director de Radio YSUCA
 
 
https://www.alainet.org/en/node/162568?language=en
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