Medios de comunicación, globalización y política: ¡la mentira al poder!
04/03/2015
- Opinión
Introducción
Según la tradición aristotélico-tomista, la realidad es una y dada desde siempre, puesta en forma indubitable a la espera de que el ser humano se contacte con ella. La realidad existe en definitiva, independientemente del sujeto que se relaciona con ella. En este marco, la verdad es la “adecuación del sujeto que conoce con la cosa conocida” (adaequatio intellectus et rei decían los escolásticos). La cosa, la realidad, está a la espera de que el sujeto se dirija a ella para aprehenderla y conocerla, por medio de sus sentidos y de la razón. Durante dos milenios, ésta fue la idea dominante dentro de la tradición occidental. Y es la concepción que sigue prevaleciendo en el sentido común. El peso está puesto en la realidad objetiva.
Desde el Renacimiento y a partir del cambio de paradigmas que se produjo en aquel fabuloso momento histórico de la humanidad, la noción de la realidad ha variado. En el mundo moderno y dentro del nuevo ideal de ciencia copernicana, la realidad pasa a ser “construcción”; es decir, producto de la forma en que el sujeto se relaciona con la cosa. La realidad deja de ser una, única, inobjetable. Llegados al presente, con el desarrollo de un pensamiento que se descentra cada vez más de la realidad objetiva como garantía misma de su existencia dada por un ser supremo creador, con un pensamiento mucho más centrado en el sujeto, interesa fundamentalmente el proceso de “construcción” de esa realidad. Los datos de las distintas ciencias sociales y de una epistemología que rompe vínculos con la tradición aristotélica ponen el énfasis en la relatividad de la realidad: la misma pasa a ser entendida como construcción histórica y, por lo tanto, cambiante, variada, siempre relativa. El peso ahora está puesto en el sujeto y en las relaciones que establece con la cosa. Así como una botella está medio vacía o medio llena, según el punto de vista, así comienza a entenderse esta nueva visión de la realidad. La verdad deja de ser un absoluto.
Todo lo anterior ayuda a entender que la realidad de la que queremos hablar en términos políticos es construida, no es absoluta ni terminada. Lo político, en tanto esfera en donde se juegan relaciones de poder entre grupos humanos, no es una realidad dada de antemano, asegurada por Derecho Divino, única e indubitable. Esa realidad política es producto de la historia y, por lo tanto, cambiante, dinámica y en perpetuo movimiento. En esa construcción, más allá de la bienintencionada idea de paz y rechazo de la violencia, el conflicto juega un papel determinante. La historia, la realidad política en definitiva, es producto de una conflictividad estructural. “La violencia es la partera de la historia”, se ha dicho como síntesis de esta relación y construcción. La realidad política tiene que ver con el juego de poderes que se va estableciendo, el que a su vez se encuentra, como ya se indicó, en continuo cambio. Por otra parte, la forma de la realidad tampoco es ingenua ni neutra. Lo que se sabe de la realidad política –que es una realidad social y por lo tanto determinada por factores sociales, económicos en principio, así como culturales en sentido amplio– es que ésta siempre es una construcción hecha desde el ejercicio del poder. Lo que se piensa, se sabe y se dice es el reflejo de las luchas de poder que estructuran toda sociedad y le confieren dinamismo.
Un pequeño grupo de pensadores –generalmente plegados a los poderes dominantes– es el que tiende a conceptualizar, organizar y dar forma a lo que las grandes mayorías luego repiten. Dicho de otra forma: “El esclavo siempre piensa con la cabeza del amo”. O también: “La ideología dominante de una época es la ideología de la clase dominante”. El pensamiento político es el reflejo de las luchas de poder que estructuran toda sociedad y le confieren dinamismo. Un pequeño grupo de pensadores –generalmente plegados a los poderes dominantes– es el que tiende a conceptualizar, organizar y dar forma a lo que las grandes mayorías luego repiten. En relación con lo anterior, algo inédito en la historia y que viene marcando una tendencia cultural desde inicios del siglo XX es el papel que juegan los medios masivos de comunicación modernos. Lo que la gran mayoría piensa, o más concretamente “piensa en términos políticos-ideológicos”, proviene cada vez más de esos medios comunicacionales: prensa escrita primero, luego radio, después televisión (con una fuerza arrolladora) y, actualmente, toda la diversidad de medios audiovisuales, incluidos el internet y los videojuegos. Los llamados mass media han crecido hasta convertirse en una especie de nuevo medio ambiente que hace que para muchas personas ya no haya otra realidad relevante que la que esos medios producen. Según una publicación de la empresa encuestadora estadounidense Gallup (no sospechosa de pensamiento crítico y de ideología de izquierda), 85% de lo que un adulto urbano promedio “sabe” hoy día sobre su realidad política proviene de esos medios masivos de comunicación, ante todo de la televisión. Es ya sabido (aunque sea una frase hecha –pero no por ello menos importante–) aquello de “si no está en la televisión, no existe”. Lo anterior caracteriza la realidad política actual: los medios de comunicación, tradicionalmente el “cuarto poder”, han incrementado drásticamente su importancia. Hoy en día constituyen uno de los factores del poder mismo, ya que construyen la realidad político-ideológica a escala planetaria. Buena parte de las apreciaciones sobre esa realidad es producto prefabricado que esas usinas culturales elaboran, cada vez con mayor sutileza y con mayor esmero.
El primado de la televisión
Para precisar mejor el razonamiento considerado en los párrafos precedentes, convendría realizar un pequeño recorrido por el medio de comunicación que más ha impactado a escala global en la población: la televisión. Sin duda, es uno de los inventos que más ha influido en la historia de la humanidad. Su importancia es tan grande –desproporcionadamente grande podríamos decir– que influye los cimientos mismos de la civilización: es la expresión máxima de los medios masivos de comunicación, parte medular de la cultura, de esta sociedad que llamamos hoy “sociedad de la información”. Lo es, de hecho, en forma cada vez más omnipresente, más avasallante. Sin temor a equivocarnos, es posible afirmar que el siglo XXI será el siglo de la cultura de la imagen, de la pantalla, cultura que ya se entronizó en las pasadas décadas del siglo XX y que, tal como se ven las cosas, parece afianzarse con más fuerza y sin posibilidad de retroceso. El “¡no piense, mire la pantalla!” parece haber llegado para quedarse. Hoy en día, esa pantalla ya no es sólo la televisión, tenemos también los teléfonos celulares, las agendas electrónicas y las sofisticaciones del plasma líquido que florecen por todas partes. En definitiva, la imagen va envolviendo cada vez más al público, según el modelo televisivo. Cuando la televisión se masificó, se inició también el debate sobre si, por fin, ese medio encarnaría el sueño de la educación al alcance de la población, si se convertiría en información veraz y objetiva sobre la realidad mundial, cultura para todos, programas de debate, aporte a las ciencias y a las artes. Luego de varias décadas de desarrollo, parece que ninguno de estos ideales se ha realizado (quizá muy poco a través de estos medios audiovisuales, pero menos aún en el caso de la televisión). Ello no sólo porque a la mayor parte de la población “no le interesa” este tipo de inquietudes –aunque sería un tanto superficial presentarlo así– sino, fundamentalmente, porque a quienes hacen televisión –más aún, a quienes la dirigen– parece importarles menos que a nadie. Como señaló el músico cubano Pablo Milanés: “El mal gusto está de moda”. Y se da ahí un círculo vicioso: ¿el público consume “basura mediática” porque eso recibe o es difícil (casi imposible) producir algo masivo (durante 24 horas al día los 365 días al año) con altos niveles de calidad? Con el transcurso del tiempo, la televisión ha sido más criticada pero, al mismo tiempo, es más consumida. Prácticamente desde el momento mismo de su aparición, no fue un medio informativo ni educativo; constituyó una fuente de entretenimiento y terminó siendo el centro de todo hogar moderno. Así, al igual que no se piensa dos veces si se compra una licuadora o una cama cuando una pareja de recién casados estrena residencia o cuando un joven se independiza, tampoco se deja de pensar en comprar un televisor. Hoy en día, incluso en los hogares de clase media es “obligado” contar con más de un aparato. Tal “objeto” se ha convertido en parte esencial de la vida de los seres humanos, ricos y pobres, urbanos o rurales, varones o mujeres, jóvenes o adultos. Se calcula que actualmente están funcionando no menos de 2.000 millones de aparatos televisivos y la tendencia es a seguir creciendo.
La televisión construye un mundo virtual muy especial. El poder de convicción de las imágenes hace que a menudo éstas reciban un estatus de realidad superior al de la realidad misma. En las modernas sociedades masificadas, en las que se aglomeran enormes cantidades de seres humanos que están paradójicamente muy separados unos de otros dados los patrones de individualismo y consumismo hedonista que el capitalismo ha impuesto –“es más fácil para la mayor parte de la gente encontrar un dinosaurio que un vecino”, dijo sarcástico A. Touraine– el elemento que une a esas grandes masas dispersas pasó a ser la televisión. Si “religión” quiere decir re-ligar, unir, no cabe dudas que este nuevo dispositivo tiene un valor “religioso” en las actuales sociedades.
La televisión construye un mundo virtual muy especial. El poder de convicción de las imágenes hace que a menudo éstas reciban un estatus de realidad superior al de la realidad misma. El punto de partida para entender esto es la dificultad que el sistema nervioso en su conjunto tiene para distinguir las imágenes de la realidad de las imágenes virtuales o de representación de la misma. Por ello es que lloramos viendo una película de ficción o nos emocionamos con los anuncios de bebidas. El cerebro ha ido evolucionando en los organismos más complejos, incluida la especie humana, basándose en la credulidad de lo que ve. Todo el mundo sabe que añadir una imagen a una noticia cualquiera le confiere un carácter de mayor veracidad. Las informaciones icónicas producen en el cerebro la sensación de ser algo intrínsecamente creíble. A lo largo de la evolución, no ha sido necesario desarrollar la capacidad de discriminar las imágenes virtuales de las reales, puesto que las primeras no existían o eran poco relevantes (espejismos, reflejos en el agua). La aparición de la realidad virtual cambió, en gran medida, la historia humana. La memoria tiene dificultades para distinguir la procedencia de las imágenes mentales que posee. De dónde proviene, por ejemplo, la idea que se tiene de la nieve si se vive en el trópico, ¿de la experiencia personal o de las películas que se han visto? Y la idea de la Edad Media, ¿de la imaginación, de los textos leídos o de las imágenes vistas? ¿Y la idea de un sindicalista? ¿La de los indígenas? ¿La de la guerra? ¿Cómo llegamos a los conceptos de los “buenos” y los “malos”? (los primeros, siempre blancos; los segundos, negros, indígenas, musulmanes).
En síntesis, la televisión influye más sobre la humanidad que todo el arsenal nuclear. La televisión crea la realidad cultural en la que nos desenvolvemos hoy día, con más fuerza que la familia, las iglesias o la escuela formal. Según apreciaciones de la UNESCO, en unas pocas generaciones más, el peso de la cultura virtual habrá desalojado la importancia de la escuela tradicional. La dificultad para distinguir entre imágenes reales y virtuales, junto con el aislamiento social y el tiempo dedicado a ver televisión (en promedio, dos horas diarias para un adulto y cuatro horas y media para un niño), borra las fronteras entre realidad y ficción e invierte el referente para conocer quiénes somos, cómo es la realidad y cuál es el mundo deseable. Por supuesto, a los círculos que detentan el poder, lo anterior les resulta “como anillo al dedo”. De allí seguramente el crecimiento exponencial de la televisión como pocos, o ningún otro, avance científico del siglo XX. Siguiendo esta misma línea, el resto de dispositivos audiovisuales como el internet se perfila como uno de los núcleos principales en torno al que ya se está tejiendo la vida del siglo XXI.
Para mantener la atención, el negocio televisivo transforma todo lo que trata en espectáculo. El discurso político, el conocimiento, el conflicto, el temor, la muerte, la guerra, el sexo, la destrucción, entre otras, pasan a ser fundamentalmente espectáculo, comedia, “show!”. El espectador es acostumbrado a ver el mundo sin actuar sobre él. Al separar la información de la ejecución, al contemplar un mundo mosaico en el que no se perciben las relaciones, se crea un estado de aturdimiento, indefensión y modorra que propicia el crecimiento de la parálisis social. Como tecnología de implantación de imágenes en el sistema nervioso central, la televisión permite hablar directamente al interior de la subjetividad de millones de personas y depositar en ellas imágenes (que difícilmente se pueden modificar) capaces de lograr que la gente haga lo que de otra manera nunca hubiera pensado hacer. No olvidemos la ley de John Kenneth Galbraith: “Se publicita lo que no se necesita”. Es dable preguntarnos entonces ¿cómo se ha logrado suprimir las diversas maneras de comer que existían en los distintos territorios y culturas y sustituirlas (en una tercera parte del planeta) por hamburguesas de McDonald’s o vasos de Coca-Cola? Sólo una tecnología como la televisión podría ser capaz de lograrlo con la eficacia mostrada en el escaso margen de pocas generaciones, lo que no logró ninguna iglesia ni partido político. Aunque la televisión se inventó en la década de 1920, se desarrolló como tecnología de implantación masiva de imágenes, coincidiendo con el período de mayor bonanza y acumulación capitalista tras la Segunda Guerra Mundial, liderada por la gran potencia hegemónica: Estados Unidos.
La televisión, la economía y el poder
En estos momentos, la televisión es ante todo: a) vehículo de los grandes capitales para la promoción de sus productos y b) arma ideológica de control social implementada por los grandes centros de poder. Secundariamente, existen otras acciones para transformarla en medio educativo. El “socialismo real” en su momento o las propuestas alternativas para construir otro tipo de televisión no lograron torcer mucho este rumbo. Arte, hasta donde lo conocemos, definitivamente no es. Y las propuestas serias, educativas, críticas, son más bien marginales. En términos generales, se puede decir que, en todas partes del mundo, la televisión ofrece: a) entretenimiento ramplón, barato, de muy poca profundidad estética (la mayoría de la programación puede clasificarse dentro de este campo: desde deportes hasta telenovelas, series estandarizadas, reality shows, musicales y dibujos animados, preparados cada uno según el público-objetivo buscado); b) información, la mayor parte de las veces tendenciosa, haciendo del manejo de la noticia otro entretenimiento más; c) un porcentaje infinitamente menor de materiales educativos para la reflexión, programas culturales o científicos, así como arte. En la mayoría de casos, existe una fuerte carga ideológica, en general, mayor que la calidad estética. En lo que concierne a noticias, la situación es patética; en vez de informar con veracidad, se desinforma, se crean matrices de opinión en la lógica de defensa de los poderosos, se es chabacano y sensacionalista y no es para nada crítica. Una vez más: “El esclavo piensa con la cabeza del amo”.
La razón última de la televisión es vender publicidad; dicho en otros términos, obtener beneficios monetarios. Y la razón última de acumular beneficios monetarios es concentrar poder. El “rating” (la medición de la teleaudiencia) pasó a ser el elemento que guía la gran mayoría de las programaciones. Como alguien alguna vez lo dijo, “los programas son una excusa para presentar publicidad”. En la actualidad y tras varias décadas de desarrollo, las televisoras más importantes del mundo son propiedad de las cien compañías más grandes, las que, a su vez, son las que más se anuncian en televisión. La ABC es propiedad de Disney Corporation, la NBC de General Electric, la CBS de Westinghouse, Antena 3 de Telefónica. CNN es una super empresa que cotiza en bolsa moviendo fortunas. Las cadenas públicas o se privatizan o se mimetizan con las privadas y, en cualquier caso, quienes las financian son en buena parte las mismas compañías. En la actualidad existen conglomerados industrial-financiero-mediático-políticos (véanse los casos del magnate Silvio Berlusconi en Italia, Carlos Slim en México –una de las personas más acaudaladas del mundo– Ted Turner en Estados Unidos, propietario de CNN, Gustavo Cisneros en Venezuela –el segundo hombre más rico de América Latina–) que disponen de más poder político que un presidente de Estado. En ellos resulta muy difícil saber quién controla a quién, la política a las finanzas o los medios de comunicación a ambas, pues son todos en uno o hacia ello se encaminan.
El mundo es lo que la televisión muestra. El poder político, entonces, ha pasado en buena medida a quienes detentan ese potencial de los medios masivos de comunicación, quienes ya se constituyeron abiertamente en actores políticos de primera magnitud, más incluso que los desacreditados partidos, cada vez más tenidos por una casta de corruptos y mercaderes mercenarios (esto es igual en todos los países). La cultura audiovisual que el entramado del poder ha ido creando invierte la evolución de lo sensible a lo inteligible y altera la relación entre entender y ver, empobreciendo así la comprensión del mundo, atrofiando la capacidad de abstracción y, por lo tanto, de actuar sobre la realidad. La humanidad no es más tonta desde que ve televisión, sin duda; pero sí es más manejable, tremendamente más manejable y manipulable. Y lo peor de todo, sin que se dé cuenta de ello. El video-dependiente promedio de televisión o de las nuevas tecnologías que entronizan la imagen (cada vez más gente en el planeta) tiene menos sentido crítico que quien no depende casi exclusivamente de las imágenes como fuente de conocimiento, de quien lee y piensa reflexiva y críticamente. El esfuerzo de ver es mucho menor que el de leer. Consideremos la forma de dejarse llevar por imágenes: se suceden unas a otras, el orden está fijado, se trata fragmentariamente cada tema y no hay espacio para reflexionar (es decir, para “darle vueltas al asunto”, examinar el contexto global en que se produce un acontecimiento, integrarlo con otros aspectos con los que interactúa, darse el tiempo para pensar futuras acciones). No obstante, sería incorrecto achacar todos los males y esta cultura “light” del “no piense y mire pasivamente” al avance tecnológico. No cabe duda que las nuevas tecnologías modelan las problemáticas y perfilan cambios en la constitución subjetiva; sin embargo, el poder de crear, innovar, formar y participar en los procesos de transformación social sigue siendo, exclusivamente, responsabilidad nuestra. Como siempre, el vínculo interpersonal es el factor determinante en el desarrollo y uso de las potenciales capacidades intelectuales. La tecnología condiciona, pero el proyecto antropológico de base (“político”, para llamarlo propiamente) es el que decide cómo y para qué se usa dicha tecnología. Por último, la “culpa” de los males del mundo no es de la televisión, de los medios de comunicación, de la tendencia al consumo de imágenes ni de los medios digitales (televisión y la parafernalia que la acompaña: internet, pantallas de teléfonos celulares, tablas y todos medios cada vez más sofisticados que podrán venir en un futuro). Ellos, como instrumentos de enorme penetración, también pueden servir para otros fines, como ampliar el conocimiento y mejorar el análisis y la opinión crítica. La televisión y los medios de comunicación en general pueden ser un arma liberadora. Las experiencias conocidas hasta la fecha abren interrogantes. El “socialismo” real no dio una producción televisiva excelente, aunque el recurso humano que trabajaba tal sistema tenía gran preparación y amplitud de criterio. Por el contrario, se dieron producciones que fueron, si no propaganda ideológica pesada, programas carentes de creatividad, de chispa y que resultaban ser igualmente soporíferos.
Lo señalado anteriormente nos lleva a replantear la cultura de la imagen que está en la base de esta proliferación de medios masivos que cada vez más se van imponiendo. “Cuando se escribe un guión televisivo, hay que pensar que el potencial consumidor es un niño de seis años de edad”; así presentaba las cosas un prestigioso profesor de semiología para demostrar cómo se hace televisión. Quizá era un poco crudo, pero no estaba exagerando. “En la sociedad actual, el rumbo lo marca la suma de apoyo individual de millones de ciudadanos incoordinados que caen fácilmente en el radio de acción de personalidades magnéticas y atractivas, quienes explotan de modo efectivo las técnicas más eficientes para manipular las emociones y controlar la razón”, se expresaba sin mayores tapujos Zbigniew Brzezinsky, asesor del ex presidente de Estados Unidos James Carter e ideólogo de los reaccionarios documentos de Santa Fe[1]. En otros términos, el funcionario de Estado no decía nada muy distinto a lo que nos enseñaba aquel docente de comunicación social: “manipular a la gente tratándola como niñitos tontos”. Así de simple (o de monstruoso). La televisión –y junto con ella los nuevas tecnologías centradas en la cultura de la imagen– es parte fundamental de lo que los estrategas de la potencia imperialista llaman “guerra de cuarta generación”. Dicho de otra forma, guerra psicológico-mediática, guerra a muerte para controlar poblaciones enteras, la población planetaria, no con armas de destrucción masiva, sino con medios más sutiles, no sanguinarios, pero de más impacto final.
La humanidad no es más tonta desde que ve televisión, señalábamos, pues el núcleo del problema no está en el consumidor sino en el productor. Lo que debe enfatizarse es que ese productor de imágenes es, cada vez más, el gran poder político. En la década de 1960, el padre de la semiótica, el italiano Umberto Eco, decía: “Quien detente los medios de comunicación, detentará el poder”. Evidentemente no se equivocaba. Vale la pena recordar la afirmación del dirigente nazi Joseph Goebbels, padre de la manipulación mediática moderna: “¿A quién debe dirigirse la propaganda: a los intelectuales o a la masa menos instruida? ¡Debe dirigirse siempre y únicamente a la masa! (...) Toda propaganda debe ser popular y situar su nivel en el límite de las facultades de asimilación del más corto de los alcances de entre aquellos a quienes se dirige [¿niño de seis años?]. (…) La facultad de asimilación de la masa es muy restringida, su entendimiento limitado; por el contrario, su falta de memoria es muy grande. Por lo tanto, toda propaganda eficaz debe limitarse a algunos puntos fuertes poco numerosos, e imponerlos a fuerza de fórmulas repetidas por tanto tiempo como sea necesario, para que el último de los oyentes sea también capaz de captar la idea”[2].
No hay ninguna duda de que la inmediatez y unidireccionalidad de los mensajes audiovisuales, de los que la televisión es el principal exponente (más que el cine, la foto, el internet o los videojuegos), generó una cultura de la imagen que hoy pareciera muy difícil, si no imposible, de revertir. En la dinámica humana, la conducta reiteradamente repetida termina creando hábito: “algunos puntos fuertes poco numerosos se imponen a fuerza de fórmulas repetidas”, enseñaba el ministro de Propaganda del Tercer Reich. Al igual que la intuición de Eco, tenía razón. La cultura de la imagen que hace años viene repitiéndose con fuerza creciente ya creó un hábito en todas las capas sociales en estas últimas generaciones. Hoy por hoy, pareciera imposible desarmarla. Pero en esa cultura anida un límite intrínseco, quizá imposible de ser franqueado: no importa el tipo de programa televisivo que se presente, mirar la pantalla no facilita la actitud crítica que sí posibilita, por ejemplo, la lectura. De todos modos, esa cultura de la imagen no parece que vaya a desaparecer con facilidad, por varios motivos. En el marco del actual sistema de libre mercado, la imagen es un fácil expediente para generar enormes ganancias y herramienta idónea para seguir incentivando el hiper consumo que la economía necesita. El negocio de la televisión mueve fortunas y ninguna de las corporaciones que lo manejan está dispuesta a perderlo. Por otra parte, la televisión se ha revelado como un arma de dominación terriblemente eficaz (guerra de cuarta generación, más “letal” que las peores armas de fuego). Los centros de poder no dejarán de usarla, por el contrario, apelarán cada vez más a ella. Es un instrumento de sujeción mucho más efectivo que la espada de la antigüedad o las bombas inteligentes actuales. Por ambos motivos entonces, fabuloso negocio y mecanismo de control social, la televisión es parte medular de los factores de poder que manejan el mundo. Además –y esto es incontratable– la imagen nos hace caer en ella como la luz brillante atrapa a los insectos. La cultura mediática (audiovisual en lo fundamental) prefigura cada vez más el pensamiento político. “Pensamos” política e ideológicamente en términos pasivos lo que el “espectáculo mediático” presenta, sin mayores cuestionamientos. Por ejemplo, que los musulmanes son unos fanáticos terroristas, que los narcotraficantes constituyen el nuevo demonio que mueve la política en los “narco-Estados” latinoamericanos, que las “temibles” maras son el principal problema en Centroamérica, que Osama Bin Laden y Al Qaeda o el recientemente aparecido Estado Islámico manejan buena parte del mundo desde las tinieblas con un proyecto de siembra de terror que nos paraliza, que estamos mal porque “los políticos corruptos se roban todo”. Y también, sin formulaciones críticas al respecto, que “la democracia” es un bien en sí mismo y que los países exitosos son tales porque han abrazado la democracia. Nuestro pensamiento, recordémoslo una vez más, muchas veces (¿siempre?) se moldea a través de poderes hegemónicos que imponen “lo que se debe pensar”. En el ámbito universitario, esto resulta ser descarnadamente cierto, aunque debería ser el lugar de la crítica por excelencia. La cultura de la imagen lo barre todo: el “copia y pega” pareciera haber llegado para quedarse. ¿Y acaso no son eso mismo los noticieros que nos llenan la cabeza de “información”?
El mundo globalizado, la aldea global, se rige en forma creciente por un pensamiento único, por un continuo “copia y pega”, donde cada sujeto recibe el texto “pegado” que habrá de repetir acríticamente. En términos políticos, esa globalización viene a uniformar puntos de vista y a contar con parámetros universalmente compartidos. Al hablar de “globalización” –proceso hoy día en la cresta de la ola del discurso sociopolítico y mediático– debemos precisar de qué se trata pues, en verdad, el término no aporta nada nuevo en lo conceptual. Quizás pueda incluso ser un estorbo si no se lo delimita adecuadamente. Globalización es más que –o incluso no es para nada– la posibilidad de tener en cualquier parte del mundo, en medio de la selva o del desierto, un teléfono celular fabricado por una empresa japonesa en algún país del medio oriente, con chips elaborados a base de coltán africano y activado por una compañía telefónica de origen español, cuya buena parte del paquete accionario es francés o estadounidense. Éste es el detalle descriptivo, no más. La globalización es más que eso.
El proceso de globalización
Para una síntesis sobre qué entender por globalización, podríamos proponer (a modo de definición aproximativa) que se trata del proceso económico, político y sociocultural que está teniendo lugar actualmente a nivel mundial. Este proceso hace que exista una interrelación económica cada vez mayor entre todos los rincones del planeta, por alejados que estén, bajo el control de las grandes corporaciones transnacionales. Esto gracias a tecnologías que han borrado prácticamente las distancias, permitiendo comunicaciones en tiempo real y que sirve básicamente a esas enormes empresas, aunque se viva la ilusión que todos nos beneficiamos de ella. Tomando en cuenta lo anterior, el proceso de globalización (generalmente considerado en su faceta económica) implica que cada vez más ámbitos de la vida son regulados por el libre mercado, que la ideología neoliberal se aplica en casi todos los países con cada vez más intensidad, que las grandes empresas consiguen cada vez más poder a costa de los derechos ciudadanos y la calidad de vida de los pueblos y, por último, que el medio ambiente y el bienestar social se subordinan absolutamente a los imperativos del sistema económico (cuyo fin es la acumulación insaciable por parte de una minoría cada vez más poderosa). Acompaña a todo este proceso el desprecio de los valores culturales y sociales de las distintas comunidades del planeta, con la imposición de una matriz única, producida y exportada desde los principales centros de poder, fundamentalmente los Estados Unidos de América. Ahora bien, las características señaladas no son en realidad nuevas. Desde que el capitalismo comenzó a solidificarse en Europa, su expansión global no ha cesado. La llegada de los españoles a tierras americanas puso en marcha este proceso de universalización del sistema económico europeo, proceso que desde hace cinco siglos no se ha detenido. El capitalismo es, en definitiva, sinónimo de comercio a escala planetaria. La trata de esclavos negros en África, el saqueo de recursos en Asia o América y el crecimiento de los bancos europeos son parte de un mismo proceso. La globalización ya lleva varios siglos en curso. Como se dijo en alguna ocasión: en realidad comenzó la madrugada del 12 de octubre de 1492, cuando Rodrigo de Triana pronunció su infausto grito de ¡tierra! Con el final de la Guerra Fría y el triunfo del gran capital transnacionalizado, el discurso hegemónico –el del neoliberalismo en boga– se sintió en condiciones de decir lo que le placiera. No sólo de decir, sino también de hacer. Surgen así los mitos post caída del muro de Berlín que, como todo mito y construcción simbólica, responden a momentos, coyunturas sociales y entramados de poder. “El fin de las ideologías”, el pragmatismo, el discurso del posibilismo y la resignación; el inglés como lengua universal, “don’t worry, be happy”; Coca-Cola y McDonald’s como íconos; individualismo triunfalista y desprecio por lo local; aquello que evoque el pasado; todos éstos son distintos elementos que conforman los nuevos paradigmas. Como parte de los símbolos de la globalización, debe incluirse también lo que se ha llamado “flexibilización laboral” (eufemismo de la sobreexplotación de la mano de obra). Es decir, pérdida de derechos sindicales históricos obtenidos luego de décadas de luchas, contratos laborales precarizados, casi extinción de sindicatos. Se complementa esto con la “deslocalización”, o sea, la posibilidad de instalar centros productivos en los que la mano de obra sea más barata, con menor regulación y escasos o nulos controles medioambientales por parte de los Estados. La globalización es siempre la de los grandes capitales. Si algo posibilita todo lo anterior, es la universalización del dominio del capital financiero. Entre los íconos de la globalización se inscribe también el mercado, como punto máximo del desarrollo y la democracia, como expresión superior de organización política. Los medios masivos de comunicación, cada vez más globalizados y concentrados, juegan un papel clave en la expansión de este fenómeno y de sus mitos.
La relación entre medios masivos de comunicación y globalización, hoy en día en su apogeo, se perfilaba ya algunas décadas atrás. Así, por ejemplo, el Informe McBride de UNESCO en 1980 lo denunciaba explícitamente: “La industria de la comunicación está dominada por un número relativamente pequeño de empresas que engloban todos los aspectos de la producción y la distribución, las cuales están situadas en los principales países desarrollados y cuyas actividades son transnacionales. (…) Se deben adoptar medidas encaminadas a ampliar las fuentes de información que necesitan los ciudadanos en su vida cotidiana. Procede emprender un examen minucioso de las leyes y reglamentos vigentes para reducir las limitaciones, las cláusulas secretas y las restricciones de diversos tipos en las prácticas de información. (…) Con harta frecuencia se trata a los lectores, oyentes y espectadores como si fueran receptores pasivos de información”[3].
Globalización, democracia y medios de comunicación
Se encuentran entronizados distintos mitos que recorren el planeta, de los que hoy pareciera imposible despegarse. Las ideas de libre mercado y democracia (entendida como democracia representativa y formal) parecen haber llegado para quedarse, inundando todo el mundo y no dando lugar a críticas o alternativas. Estar globalizados es participar de estos valores comunes, universales, fijados desde centros de poder omnímodos y que no dan ningún espacio para la actitud crítica. Cualquier disenso es tomado como “irrespetuoso acto de rebeldía”. Consideremos un ejemplo del impacto de esta construcción mediático ideológica en el pensamiento político dominante; analicemos así la noción de “democracia” entronizada hoy como un bien en sí mismo. “Con la democracia también se come”, gritaba en su campaña proselitista Raúl Alfonsín antes de convertirse en el primer presidente constitucional luego de la dictadura militar en Argentina entre 1976 y 1982. La promesa levantaba grandes expectativas; tantas, que le permitió ganar las elecciones. Hoy, con más de tres décadas de ejercicio democrático, el país no se termina de recuperar de la peor crisis de su historia. No es nada infrecuente que muchos de sus habitantes deban comer de los recipientes de basura (¡en el país de las vacas!) y tampoco fueron infrecuentes, en estos últimos años, saqueos a parques zoológicos para comerse algún animal. Parece ser que la democracia no ha dado mucho para comer. En el histórico “país de las vacas”, con la democracia se pasa hambre y los índices de desnutrición crecieron en forma dramática. Una investigación del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) en 2005 mostró con cifras elocuentes que 55% de la población estudiada apoyaría de buen grado un gobierno dictatorial si resolviera los problemas de índole económica. Ello llenó de consternación a más de un politólogo. Sin lugar a dudas, décadas de dictaduras militares y regímenes totalitarios dejaron una profunda marca política en la región. Pero ello no habla sólo de una cierta vocación autoritaria en la población latinoamericana, transformada ya hoy en hecho cultural; habla, más que nada, del fracaso de estas democracias formales aparecidas alrededor de la década de 1980, luego de los tristemente célebres gobiernos militares.
“Democracia” es una de las nociones más manoseadas y retorcidas del vocabulario político universal. Si intentáramos precisarla en pocas palabras, seguro que no lo lograríamos. El solo hecho de que pueda ser presentada como opción “buena” ante otras “equivocadas” alerta ya que no es universalmente aceptada y que es materia de equívocos, que alcanzan para todo. ¿Cómo es posible que en su nombre se produzcan guerras de conquista, como las de Irak o de Afganistán? ¿Cómo es posible que en su nombre se bombardee población civil no combatiente? Sin duda, la democracia es un tema explosivamente polémico, pero el insistente discurso –mediático en lo fundamental– lo ha colocado en un sitial de honor que casi no admite discusiones. Si en algún determinado país las cosas no funcionan del todo bien, el discurso dominante –dado en muy buena medida por los medios masivos de comunicación– dice que es porque aún ese lugar no vive “en democrática” o porque la institucionalidad democrática “es muy débil”.
En uno de sus informes, el Banco Mundial reveló que la República Popular China sacó de la marginación a 200 millones de personas en veinte años, sin que sus reformas se apegaran a las recetas neoliberales en boga. Más aún, con una organización política abominada por las democracias occidentales en la que brillan por su ausencia todas las libertades esgrimidas como logros democráticos. Como señaló Luis Méndez Asensio al analizar el fenómeno: “El ejemplo chino nos incita a una de las preguntas clave de nuestro tiempo: ¿es la democracia sinónimo de desarrollo? Mucho me temo que la respuesta habrá que encontrarla en otra galaxia. Porque lo que reflejan los números macroeconómicos, a los que son tan adictos los neoliberales, es que el gigante asiático ha conseguido abatir los parámetros de pobreza sin recurrir a las urnas, sin hacer gala de las libertades, sin amnistiar al prójimo”[4]. Tan elástico es este vapuleado concepto de democracia que sirve para cualquier propósito: para comer –según Alfonsín–, para mantener un bloqueo contra Cuba, para invadir Irak o Afganistán, para deponer al presidente Jean-Bertrand Aristide en Haití o a Manuel Zelaya en Honduras, o para intentar hacerlo con Nicolás Maduro en Venezuela… Quizá, por tan elástico, en realidad no significa ya nada. Pero todo ello puede llevarnos a concluir que lo que pensamos rara vez es original, ya viene pensado por otro.
En el ámbito político, que es el que nos interesa fundamentalmente para el presente análisis, ese pensamiento viene muy marcadamente “preparado” por determinados centros de poder. Como tendencia siempre creciente, los medios masivos de comunicación juegan un papel cada vez más decisivo en la construcción de las imágenes políticas que las poblaciones tenemos de lo que somos, de por qué somos así y de lo que podemos hacer al respecto. Más allá de todo el despliegue científico-técnico con que nos movemos como una sociedad globalizada que entró en la modernidad –todos tenemos teléfono celular, el internet es un hecho y avanza portentoso, todos directa o indirectamente consumimos petróleo– en el ámbito ideológico-político seguimos apegados a mitos, a frases hechas, a estereotipos que repetimos sin la más mínima crítica. ¿Cuál es la diferencia entre cualquier mito tradicional (el Hombre-lobo, la Llorona, Santa Klaus, determinada virgen milagrera, María Lionza en Venezuela o Palas Atenea en la Grecia clásica) y los mitos en torno a la democracia? Entretanto, los medios masivos de comunicación, en vez de ser críticos al respecto, los alimentan generosamente.
Estos medios, en manos de empresas capitalistas lucrativas, por supuesto que seguirán defendiendo el sistema a cualquier costo (además de seguir haciendo negocio, pues eso son en definitiva: buenos business). Lo seguirán defendiendo a costa de la verdad, más allá de las pomposas declaraciones de “defensa irrestricta de la libertad de expresión” y altisonantes palabras que nadie puede tomarse en serio. Lo defenderán, alejados de la pretendida objetividad de la que tanto se habla, pues lo que está en juego no es una verdad científica, neutra, sincera, sino la perpetuación de un sistema de explotación que beneficia sólo a algunos, justamente a quienes detentan esos jugosos negocios. Es por eso que todo lo que tenga que ver con medios de comunicación debe ser tomado totalmente con pinzas si en verdad se busca objetividad. El campo popular, en todo caso, tiene que estar siempre alerta, desconfiando y en actitud de discordia con el discurso mediático, porque allí hay, ante todo, el ocultamiento de una mentira. La política en tanto red de relaciones que determina a la totalidad de una sociedad, no guarda la más mínima relación con la verdad objetiva; la política es una forma de mantener el engaño sobre el que se edifican las sociedades de clase, asentadas en la propiedad privada de los medios de producción. De eso no se habla, y ahí está el meollo de todo.
En ese sentido, “política” no es sólo el oficio de los “políticos profesionales” que administran gerencialmente el sistema. La política está en el día a día, en la calle, en la comunidad, en la protesta ante los atropellos, en la reacción ante cualquier injusticia. Y de eso, los medios masivos de comunicación hoy absolutamente globalizados y monopolizados, no quieren saber nada. Por eso desconfiemos de esa mentira bien organizada, pensemos con nuestra propia cabeza, hagamos nuestra día a día aquella frase de “crítica implacable de todo lo existente”.
Bibliografía
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[1] Zbigniew Brzezinsky, “The Technetronic Society”, en Encounter, Vol. XXX, No. 1 (enero de 1968)
[2] Joseph Goebbels. Artículo publicado el 30 de abril de 1928 en “Der Angriff”, órgano de prensa del Nacional Socialismo.
[3] Sean McBride, Un solo mundo, voces múltiples: comunicación e información en nuestro tiempo (México: Fondo de Cultura Económica (FCE) y UNESCO, 1980), págs. 260-262
[4] Luis Méndez Asensio, “¿Cuánto vale la democracia?”. En http://www.pa-digital.com.pa/periodico/edicion-anterior/opinion-interna.php?story_id=439652
https://www.alainet.org/en/node/167962
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