Emiliano Zapata: Apunte sobre el futuro

11/08/2015
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emiliano_zapataEmiliano Zapata fue asesinado el 10 de abril de 1919. Nada hay más inquietante o enigmático que esos diálogos espejíneos, visibles e invisibles, trenzados entre la Vida y la Muerte, como garantía de la memoria y el futuro. Nada más sobrecogedor y problematizante que esa red de fuerzas miméticas descomunales empeñadas en abrir o cerrar ciclos. Lo terminal se trasmuta en futuro y morir suele ser otra forma de existencia. Diálogo – fusión entre lo particular y lo general para que la totalidad borre fronteras como en una fiesta-síntesis donde los invitados intercambian posiciones. La muerte de Emiliano Zapata es el nacimiento de muchísimas potencias que se expandieron históricamente para estanciarse en nuestro destino como imagen paradigma detonante del yo más profundo. Zapata caudillo y mito, consagró con su muerte los argumentos particulares y colectivos más inalienables de la dignidad fundamental para la existencia. Puso la vida por medio y se entregó al futuro para “que no gane el silencio”. Puso la muerte como garantía para hacer estallar en millones de imágenes su lirismo épico revolucionario, más vivo que nunca. Por el pasado, por el presente y por el futuro.

 

Nada de lo que Emiliano Zapata propuso e hizo puede explicarse con reduccionismos arribistas. Su historia no es atomizable al calor de explicacionismos caudillistas, iluminismos mesiánicos o protagonismos estatuarios. Su historia es tan particular como colectiva. Traslucen un mismo espíritu y genio que sintetiza lo arquetípico con lo estratégico. Las balas con la fecundidad de la tierra, el amor con la disciplina militar. De ida y vuelta conocer a Zapata implica conocer su entorno y totalidad. No hay en su biografía, ni en su contexto elemento omisible. Ambos sudan el mismo drama, respiran el mismo fulgor mágico y generan las mismas interrogantes o certezas. Zapata es México y América, ambos son Zapata porque contienen el mismo drama interno del desgarramiento producido por despojar de su tierra a los hombres y despojarlos de su sacralidad, su identidad y su trascendentalidad. Drama vigente y galopante cuya amenaza ideológica sigue siendo distanciar a las sociedades de su tierra, fertilidad y maternidad sagradas. Amenaza engendrada por la pleitesía a lo industrial empeñado en transferir riquezas colectivas a bolsillos de invasores extranjeros. Desde Cristóbal Colón hasta Wall Street.

 

Emiliano Zapata nació en San Miguel Anenecuilco, Morelos, el 8 de agosto de 1879. Anenecuilco significa “lugar donde las aguas se arremolinan”. Con la imagen de Zapata ocurre lo mismo que con todas las imágenes que los pueblos atesoran como paradigma y patrimonio exclusivo. Existe una implacable tendencia que no cesa en su intento por apropiarse de todo cuanto posee significación popular profunda, para tergiversarlo y volverlo fetiche de silogismos demagógicos. Es un intento permanente por diluir la fuerza, tendencia y permanencia de los discernimientos más nítidos para la dignidad, el futuro y la libertad, a cambio de esclavitud, usurpación y miseria. La historia da cuenta de sucesos escandalosos en los que el crimen la impunidad y la desolación dejaron en el desamparo más inimaginado a los indígenas y campesinos de América. Historia de guerras étnicas sucias que jamás ha logrado contabilizar con precisión el número de muertes humanas, culturales y anímicas producidas. Hay países, pueblos y regiones propiedad histórica de indígenas y campesinos, en franca extinción y nadie parece inquietarse seriamente. Ni los estadistas ni los ecologistas.

 

Zapata, su pensamiento, palabra y obra, propusieron para la Revolución Mexicana un movimiento de recuperación integral que repusiera de una vez por todas, en el más amplio espectro de su significación, la dignidad orgánica de una sociedad victimada por los designios del robo organizado. Gubernamental y empresarialmente.

 

Zapata alertó a la historia sobre el exterminio desaforado y sobre la usurpación galopante. De la tierra, de la cultura y del espíritu. Usurpación que fracturó la vida desarrollada por pueblos cuya evolución particular fincó sistemas autónomos de sobrevivencia y cuyo destino no podía ni debía ser dirimido por intereses foráneos. Fractura de lenguas, mitos, y dioses. Es decir aniquilamiento del espíritu. El gran desafío de Zapata rebasaba lo estrictamente político-jurídico en la tenencia de la tierra. En su obra está implícita y explícita la búsqueda de la reivindicación y re apropiación de todo cuanto fue, y es, propiedad del que la trabaja. Tierra, hierofanías, magia: la vida misma.

 

Zapata no puede ser visto como caudillo “inspirado” que trató de redimir a una masa de “muertos de hambre”, dándole a cada quien “premios de consolación” existencial en parcelas cultivables. Zapata es en todo y en último caso, hito o síntesis de lo que un pueblo piensa y siente ante las desgracias que presencia y las calamidades de su indefensión. Zapata aporta al movimiento agrarista revolucionario, el talento sintético-logístico de un estratega recio y entregado a sus principios. Esos no son dones de privilegios mesiánicos, es nada menos que la conjugación de toda una historia fraguada cotidianamente en el pensamiento popular que un día se decidió a resarciese de tanta injusticia. Zapata no es un santo, es hombre de carne y hueso, indígena, campesino, inteligente, autogestivo y revolucionario. Virtudes todas inadmisibles para el explotador. Hoy todavía sorprende a muchos que los indígenas y campesinos sean inteligentes, que quieran la libertad y tengan propuestas independentistas. Siempre se sospecha que alguien los asesora. La vitalidad e inteligencia de Zapata ofendió y ofende a los que se sienten superiores, encerrados el sus palacios urbanos de cristal progresista. A quienes creen que todo lo rural es inferior, atrasado y sucio. A esos que ven en los indígenas y campesinos sólo fuerza de trabajo hambrienta y miserable que por “ignorantes” se les puede engañar haciéndolos trabajar a cambio de limosnas. Como parias con costumbres avejentadas y mal olor a quienes se puede explotar impunemente porque no saben siquiera protestar. Se les considera “casi bestias” cuyo destino es trabajar para producir alimentos que los matan de hambre. Animales, creían los evangelizadores que eran los indígenas. Hoy la cosa es parecida.

 

En 1910 Emiliano Zapata reparte tierras entre los campesinos de Anenecuilco. “Unos cuantos centenares de grandes propietarios han monopolizado toda la tierra laborable de la República; de año en año han ido acrecentando sus dominios, para lo cual han tenido que despojar a los pueblos de sus ejidos o campos comunales y a los pequeños propietarios de sus modestas heredades. Hay ciudades en el Estado de Morelos, como la de Cuautla; que carecen hasta del terreno necesario para tirar sus basuras, y con mucha razón del terreno indispensable para el ensanche de la población. Y es que los hacendados, de despojo en despojo, hoy con un pretexto, mañana con otro, han ido absorbiendo todas las propiedades que legítimamente pertenecen y desde tiempo inmemorial han pertenecido a los pueblos indígenas, y de cuyo cultivo éstos últimos sacaban el sustento para sí y para sus familias” General Emiliano Zapata , ( Fragmento de la carta dirigida a Woodrow Wilson presidente de E.E U.U. de 23 de agosto de 1914 ) Para los indígenas y campesinos mexicanos, como para cualquier cultura, la relación con la tierra posee profundidades arquetípicas, sociológicas, económicas, políticas y religiosas tan importantes como inabarcables. Intentar una expedición al pensamiento indígena para desentrañar el correlato tramado en torno a la tierra, sus demandas y frutos, implica activar un sistema de comprensión capaz de expandir integralmente, los flujos y reflujos de imágenes, nociones e intuiciones cuyo carácter totalizador obliga a entender que de la fecundidad telúrica a la intrauterina, pasando por el asombro ante los ciclos cósmicos y las festividades rituales, se da un mismo impase perturbador que restituye en su magnificencia todo el respeto ceremonial por la vida en cada una de sus expresiones.

 

Las culturas prehispánicas tuvieron en la actividad agrícola uno de los ejes más impresionantemente fantásticos de producción y reproducción arquetípica que es diálogo con las potencias de la naturaleza. La tierra madre es el vertedero de prodigalidades en cuyo comportamiento es discernible el comportamiento del universo entero. Cada ciclo de fertilidad pulsa el ritmo del trabajo. Quien labra la tierra penetra en los secretos más íntimos de un misterio que ante sus ojos se abre permanentemente, para recordarle que todas esas fuerzas conmueven un modo de ser accidental, potente y potencial que pide respeto ritual y asimilación mimética con cada elemento. Trabajar la tierra es trabajar en el espíritu. Por eso las herramientas o artefactos que sirven para las faenas agrícolas, están tocados por la inercia magnética de eso hilos sagrados que establecen, entre la vida del labriego y la vida de su cosecha, solidaridades ancestrales. Ambos son alimento del mismo destino.

 

Todos los elementos se subordinan a ésta actitud de re ligar. Del sol al viento, de lo vegetal a lo animal. La tierra da soporte, cobijo, estancia. Prodiga y castiga. Nada hay que pueda negársele y por eso la ofrenda de sacrificios no tiene límite. Todo le pertenece tarde o temprano y la tarea fundamental del que labra es la de un sacerdote. Su misión es cuidarla y atender todas las exigencias de esos partos magníficos que se trasmutan en sobrevivencia. El carácter sacerdotal del labrador es arquetípico. Es irrenunciable y exige entregas absolutas, expresadas con ese silencio contemplativo y asombrado que suelen desarrollar indígenas y campesinos. Silencio de sumisión ritual, a su modo ofrenda y canto ante la magnificencia. Silencio dignidad litúrgica natural indisociable de sus pensamientos.

 

Quien cultiva la tierra posee sistemas de análisis y síntesis capaces de interconectar operaciones perceptivas e intuitivas delicadísimas, con pulsiones laborales extenuantes. Leen el sol, la lluvia, la fertilidad, los equinoccios y las calamidades con el olfato acusadísimo e inefable de todas sus relaciones ritual-intuitivas. Individuo y naturaleza son uno mismo, se animan con las mismas sustancias mágico genealógicas que se comparten la totalidad como requisito primigenio de identidad cósmica. Diálogo entre la vida y la muerte que en el protagonismo sacerdotal se sintetiza a sí, para engendrar las formas más puras de la poesía. Poetas en las luchas de la existencia, sacerdotes en el misterio de la creación, guerreros de la fertilidad, hijos de la tierra. Zapata era de esa estirpe. “El niño a quien empezaron a llamar Miliano, escucharía los consejos que junto al Tlecuil relataban las madres y las abuelas a los pequeños, mezclando los mitos indígenas y los ogros de lejanas tierras” (Jesús Sotelo Inclán) En México estallaron muchas Revoluciones simultáneas y consecutivas. Entre otras la Revolución de la clase burocrática que desplazó a Porfirio Días para instaurar “otra dictadura de partido”. La obrera que tuvo soportes conceptuales y estratégicos particulares, La “ilustrada” que produjo rebatingas extraordinariamente necias. Y la campesina que tuvo logros fundamentales y que por eso fue sofocada a punta de traiciones institucionales. País fragmentado en intereses discímbolos y culturas antitéticas, donde cada grupo hegemónico ha querido ensayar el modelo de paraíso que se le antoja. País de culturas rotas en millones de partículas poblacionales que, sin saberlo unas o aceptarlo otras, tienden a fundirse atraídas magnéticamente por el imán descomunal de la historia. El clima feudal en que se desenvolvió la lucha zapatista estaba, como está hasta ahora, intensamente preñado por múltiples presencias imágenes y resonancias del pensamiento mágico. México entero se sacudió con el advenimiento de “la modernidad”. Con la transfiguración apresurada del rostro rural nacional en rostro maquillado con progreso. Colisión y sacudida que no produjo simbiosis porque los móviles o fines eran repetición de malabarismos, farsas y usurpaciones autoritarios como siempre. El porfirismo garantizaba sus empeños para inventar un país pintoresco, atractivo para las inversiones extranjeras, decorado con “buen gusto”, educado en las tradiciones europeas pero, sobre todo, rico en materias primas y mano de obra barata, desorganizada, desarticulada emocional o espiritualmente e ideologizada con el cuento del extranjero que vendrá a redimirlo todo. Fue un choque frontal con tradiciones culturales ancestrales. Choque con las estructuras religiosas y los muchos sincretismos llamados paganos. Con los aún vivos conocimientos populares en materia de medicina, astronomía, filosofía y ciencia política. Choque con un México cuya integridad nacional apenas se entendía por ciertas escaramuzas jurídico-políticas, y en el que las diversidades étnico- culturales pesaban mucho más que los intentos integracionistas de algunos gobiernos. Era un repertorio multilingüistico, multireligioso y multicultural esparcido en territorios donde el cultivo y la fertilidad signaban las divisas fundamentales del desarrollo científico, filosófico, artístico y político comunitarios. La historia de la conquista trasplantada a la dictadura Porfirista que duró de 1877 a 1911. Más o menos 36 años en el poder.

 

La clase privilegiada a principios de siglo, europeizada, afrancesada, españolizada, ilustrada, académica, positivista y con alcurnias típicamente virreinales, compartía canonjías con un séquito clasemediero, mestizo, arribista y conveneciero, que en su complicidad anidaba envidias revanchistas que más tarde devendrían en una de las tantas Revoluciones Mexicanas: la revolución (o mejor aún revuelta civil) de la clase media resentida comandada por Francisco I. Madero. En el otro extremo de la realidad un pueblo sometido, ninguneado, ignorado y condenado históricamente se dio al encuentro con su Revolución. Todo parece indicar que sólo Zapata propuso un programa de transformaciones independiente, sin contubernios con los poderes hegemónicos y con una salida verdadera a los agobios colectivos. Hoy su Plan de Ayala sigue teniendo vigencia. Ese movimiento agrarista que Zapata tomó como estandarte es inentendible sin una aproximación al genio cultural de una nación, que en su pluralidad, mantenía denominadores comunes en casi todas las esferas de la vida cotidiana. De la idea de muerte simbiotizada entre alma genocida del conquistador español y la muerte ritual indígena, al sentido del humor negro. De las concepciones religiosas locales, las importadas por el Evangelio a las fiestas ceremoniales del tequila y el balazo. De la organización social experimentada por los pueblos prehispánicos al modelo feudal, de caciques y terratenientes reyesuelos del terror y el asesinato impune. El pueblo mexicano, indígena y campesino, constituyó un carácter peculiarísimo cuyos distintivos propiciaron el quebrantamiento del orden impuesto, por los extranjeros y por los mestizos amaestrados como capataces para obligar al indio a rendir culto al padre extranjero y “chingar” a su madre tierra. En México quizá por eso y entre otras muchísimas razones, la importancia de la madre se extienda sobre la consciencia y subconsciencia sociales. A veces como herida honrosa que no deja de doler y sangrar. La Madre Virgen de Guadalupe, La Madre Patria, La Madre Academá. Al respecto se ha estudiado el galimatías socio-antropológico implícito en el tipo de insultos usados en México. Los que se vinculan con la violación de la madre, la madre prostituta o la madre ausente, implican casi instantánea y apocalípticamente la presencia de la muerte, aunque por supuesto también exista una especie de sentido del humor cínico que “goza su dolor” con risotadas o juegos de palabras (llamados albures) donde penetrar o ser penetrado (ser chingón o ser chingado) son las claves de cierta fatalidad en debate permanente.

 

Las preocupaciones de Zapata por la tierra no se pueden circunscribir a disquisiciones exclusivamente políticas, económicas o antropológicas, por más que en efecto de estas vertientes se haya desprendido muchas de las coartadas estratégicas fundamentales del movimiento zapatista. Zapata entendía la tierra, la historia, la realidad intelectiva del pensamiento mágico indígena, la economía y sobre todo el futuro. Le eran propios, cotidianos e inseparables. Todos los intentos por reducir a Zapata a los márgenes explicacionistas que lo estereotipan como “líder campesino agrarista”, “pragmático de las armas”, “estratega de las fuerzas indígenas” o prócer iluminado con levitaciones redentoras, por más monumentos que erijan o más avenidas que se bauticen en su nombre, son desviaciones reduccionistas descontextualizantes que tienen por objeto ideológico tergiversar una realidad irrebatible: Zapata era un mexicano perfectamente representante de todos esos que exactamente como él, dieron la vida por defender la tierra. Representante de un proceso total que es imposible reducir a la voluntad o carisma individualista. Representante de una totalidad que no sólo incluye a los humanos, totalidad de la tierra, de las tradiciones, la cultura y la magia prodigiosa con que la naturaleza nos obsequia siempre. Zapata lo sabía.

 

“El espíritu no es como una veleta, o por lo menos no es tan sólo como una veleta. No basta con decidir de repente entregarse a una determinada actividad, ya que ésta entrega nada significa si uno no es capaz de expresar objetivamente cómo llegó a tal decisión y en qué punto exacto era necesario que estuviera para llegar a ella”. Andre Breton. Incluso para la gran mayoría de los intelectuales europeizados de su tiempo, Zapata fue un incomprendido. Era tan popular, tan de la tierra, tan de lo primigenio que chocaba brutalmente contra los refinamientos y estilizaciones, ciertamente burgueses, de cuanto rufián amafiado en cúpulas intelectuales se dedicaba a adorar el pensamiento griego o romano. De la poesía a las cátedras universitarias emanaba un permanente recelo calumniador de todo cuanto significara Revolución. Hubo epítetos de todo calibre e injurias sin pudor. Las cortes dictatoriales de Porfirio Días tuvieron en sus hijitos intelectuales a los artífices de argumentaciones contrarrevolucionarias equiparables al asesinato de la libertad. Hoy todavía hay cuentas pendientes. Ni más ni menos, y pese a la contundente presencia de lo rural o campesino en la conformación de las ciudades poderosas, la indiferencia y la intolerancia enceguecieron a los señoritos educados en Europa. La educación fue de privilegiados aspirantes al control burocrático, quienes en la primera oportunidad que se presentó, arremetieron en pos de los espacios dominantes, desde donde se erigió más tarde un sistema de ideas reciclado tercamente hasta el presente. Fue sin dudarlo uno de los golpes estratégicos más odiosos e inmisericordes que se ocupó en educar a una nación entera con el mito de la realidad positiva, la reivindicación de la cultura grecolatina, la santificación de los academismos, el humanismo universalista de los dominantes y por supuesto la integración filosófico-jurídico-polituca del discurso modernista para una nueva nación emergente donde no existían indios ni campesinos. Centralismos desaforados que desplazaron los ejes de la supervivencia del campo a las oficinas, del arado a las fábricas, del cultivo al confesionario y de la madre tierra al padrastro Presidente Constitucional. Centralismo que conmocionó la cultura con el asiento de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial en zonas ceremoniales superpuestas a las que el espíritu prehispánico forjo. Fue lo mismo que construir iglesias encima de las pirámides. Y museos encima de la memoria. Pero lo hicieron antes y después. Centralismos cuyo eje tornó abstracto lo vívido. Convirtió la justicia en edificios u oficinas, la alimentación en promesas, la sabiduría de la madre tierra en “alma mater” universitaria, la socialización en elecciones y la libertad en saliva. Se suplantó la legítima propiedad de la tierra con ineficiencia patronal que hasta la fecha tiene en la peor de las crisis, y de las vergüenzas, la producción agrícola nacional. Es decir se desgarró en vínculo indígena y campesino con la tierra, para destazar el espíritu de una fuerza guerrera propietaria del país. Abel y Caín se ven ingenuos. La generación de intelectuales incubados durante la dictadura porfirista y los señoritos licenciados que llegaron al relevo postrevolucionario, fueron incapaces de aprender siquiera lo elemental propuesto por la verdadera Revolución gestada por Zapata. Hay que ver la cantidad de maromas y manoseos que en la redacción de libros, documentos y decretos, han tenido que hacer para mantener a todos desinformados y desinteresados por los postulados básicos del pensamiento zapatista. Son miles, y/o millones de páginas, ediciones y monumentos financiados por la demagogia. Y es el mismo régimen de imposición ideológica que está en crisis desde siempre víctima de sus contradicciones, negaciones y traiciones. Se inventó un nacionalismo contradicciones estilizadas bajo la mirada de un exotismo disfrazado de amor patrio. Mitología de héroes sobre el caballo de la usurpación. Por eso se han negado siempre a un debate nacional abierto. Por eso nadie los quiere.

 

Zapata “… era un hombre de piel oscura y rostro delgado, cuyo inmenso sombrero a veces echaba tal sombra sobre sus ojos que no se le podían ver…vestía una corta chaquetilla negra, un largo paliacate de seda de color azul pálido, una camisa de pronunciado color lavanda y usaba alternadamente un pañuelo blanco de franja verde y otro en el que estaban pintados todos los colores de las flores. Vestía pantalones apretados negros, de corte mexicano, con botones de plata cosidos en el borde de cada pernera” (Un agente norteamericano.) En 1911 se lanza a la lucha revolucionaria agrarista en el sur, con el objeto de la recuperación de la tierra. En noviembre proclama el Plan de Ayala documento fundamental de sus ideas revolucionarias. “Para extorsionar los hacendados se han valido de la legislación, que elaborada bajo su gestión, les ha permitido apoderarse de enormes extensiones de tierras, con el pretexto de que son baldas es decir, no amparadas por títulos legalmente correctos. De esta suerte, ayudados por la complicidad de los tribunales y apelando muchas veces a medios todavía peores, como el de reducir a prisión o consignar al ejército, a los pequeños propietarios a quienes querían despojar, los hacendados se han hecho dueños únicos de toda la extensión del país, y no teniendo ya los indígenas tierras, se han visto obligados a trabajar en las haciendas, por salarios ínfimos y teniendo que soportar el mal trato de los hacendados y de sus mayordomos o capataces, muchos de los cuales, por ser españoles o hijos de españoles, se consideran con derecho a conducirse como en la época de Hernán Cortes decir, como si ellos fueran todavía los conquistadores y los amos, y los “peones “simples esclavos, sujetos a la ley brutal de la conquista. La posición del hacendado respecto de los peones, es enteramente igual a la que guardaba el señor feudal, el barón o el conde en la Edad Media, respecto de sus siervos y vasallos. El Hacendado, en México, dispone a su antojo de la persona de su peón; lo reduce a prisión, si gusta; le prohíbe que salga de la hacienda, con pretexto de que allí tiene deudas que nunca podrá pagar; y por medio de los jueces, que el hacendado corrompe con su dinero, y de los prefectos o “jefes políticos”, que son siempre sus aliados, el gran terrateniente es en realidad, sin ponderación, señor de vidas y haciendas en sus vastos dominios” Emiliano Zapata, ( Carta al presidente Wilson op cit.)

 

La Revolución Mexicana, que es una y muchas a la vez, tiene con Emiliano Zapata un sabor y definición sin los cuales se desdibujaría virtualmente todo el movimiento de 1910. Zapata le aportó a la Revolución un sentido de identidad cuya raigambre histórica conmovió y conmueve hasta lo más profundo la consciencia del país. En última instancia o en primera, la lucha del ejército zapatista puso a flote el parámetro más ineludible de las verdades que justificaron toda la gesta. Puso a prueba la capacidad de respuesta histórica de un pueblo cargado con pendientes pesadísimos, que hasta el presente, continúan siendo espejo y diagnóstico de la realidad total. Lo que el zapatismo demandó sigue siendo prueba de fuego para los regímenes político administrativos que desde los albores de la Revolución repiten discursos huecos sin atinar a resolver las causas profundas de tanta desigualdad e injusticia. Zapata puso el dedo en una llaga abierta desde la conquista. Releer el pensamiento de Zapata es constatar el grado de atraso y olvido que de lo político a lo artístico mantienen sometido al indígena y al campesino. Toda la parafernalia discursiva que en nombre de la democracia o de la igualdad social se distiende históricamente, en México termina siendo una farsa descomunal cuando se hacen los análisis más elementales sobre el reparto popular de la riqueza nacional. Madero mintió como ha mentido el P.R.I. y la carga histórica de tamaña desatención exterminadora pesa sobre la conciencia de los mexicanos como lápida vergonzosa en la tumba de sus ideales... Eso retrata fielmente una parte de lo que es una sociedad y retrata fielmente la dimensión de las calamidades que se avejentan entre los pobladores, sin que aparentemente tenga atisbos de solución un rezago de tales magnitudes. A todos envuelve esa responsabilidad histórica, a todos involucra esa realidad inescondible que por más invisible que se la pretenda para ocultar el grado del abandono, aparece y reaparece permanentemente con sus miles de imágenes cotidianas. Mantiene presente en la memoria de todos el proceso gradual de un exterminio que hace cómplices a todos hasta nueva orden.

 

” La Revolución es una súbita inmersión de México en su propio ser. De su fondo y su entraña extrae, casi a ciegas, los fundamentos del nuevo estado. Vuelta a la tradición, reanudación de los lazos con el pasado, rotos por la Reforma y la Dictadura, la Revolución es una búsqueda de nosotros mismos y un regreso a la madre. Y, por eso, también es una fiesta: la fiesta de las balas, para emplear la expresión de Martín Luis Guzmán. Como las fiestas populares, la Revolución es un exceso y un gasto, un llegar a los extremos, un estallido de alegría y desamparo, un grito de orfandad y de júbilo, de suicidio y de vida, todo mezclado. Nuestra Revolución es la otra cara de México, ignorada por la Reforma y humillada por la Dictadura. No la cara de la cortesía, el disimulo, la forma lograda a fuerza de mutilaciones y mentiras, sino el rostro brutal y resplandeciente de la fiesta de la muerte, del mitote y el balazo, de la feria y del amor, que es rapto y tiroteo. La Revolución apenas si tiene ideas. Es un estallido de realidad: una revuelta y una comunión, un trasegar viejas sustancias dormidas, un salir al aire muchas ferocidades, muchas ternuras y muchas finuras ocultas por el miedo ser. ¿Y con quién comulga México en esta sangrienta fiesta? Consigo mismo, con su propio ser. México se atreve a ser. La explosión revolucionaria es una portentosa fiesta en la que el mexicano, borracho de sí mismo, conoce al fin, en abrazo mortal, al otro mexicano” Octavio Paz.

 

Pero la Revolución también fue pasión desatada ante la injusticia consuetudinaria. Retemblar en su centro una tierra saturada hasta el hartazgo con calamidades a mansalva que tiene por cliente preferido al más desprotegido históricamente. La Revolución fue lucha organizada al fragor de un amor apasionado por el punto final. Freno para una lista de atropellos impunes repetidos estruendosamente sobre el rostro de los pueblos. La Revolución también sintetizó vida y muerte que se regeneran en simultáneo para fecundar el futuro de quienes quieren corregir el rumbo y poner en su sitio a los verdugos sociales. Por eso uno de los símbolos más acabados en toda concepción revolucionaria es la tierra. De ella deviene esa ciclicidad sintetizada entre la vida y la muerte, ella nos la ofrece como garantía y todas sus lecciones pesan sobre la consciencia y subconsciencia colectivas como mandato irreductible que no tiene otra imagen, en la utopía como en la realidad, que la imagen de la libertad. Es muy fácil engañarnos con romances verborreicos sobre la significación histórica y mágico ritual de la Revolución. Todos hemos caído en tentaciones idealizantes que ponen al indio, al campesino y al proletario, como materia de redención en los lavaderos históricos de las culpas. De la academia a las urnas. Del muralismo pictórico mexicano al vandalismo financiero. Pero la Revolución es un mandato mayor, es un arcano fundamental que no obedece leyes racionalistas, ni a caprichos de “precisión ideológica”. Las revoluciones se mueven con el pulso, cadencia y pálpito de cada pueblo. Es éste quien determina los cómo, cuándo y porqué de cada acto. No hay partituras para una Revolución. Las estrategias y las logísticas tienen que ser leídas e interpretadas por la sensibilidad de quienes están íntimamente volcados con cada designo, matiz o pulsación de los grupos, su historia, cultura, sacralidad y apuesta. Tal cual lo han hecho muchas revoluciones y tal cual lo hizo el genio zapatista. Pero el drama más desgarrador, bomba de tiempo, tuvo expresión en la Revolución mexicana por un conflicto de discriminación, que llevó el resentimiento por el despojo a niveles de odio que, como cáncer, se enquistaron en México desde los tiempos de la conquista. La Revolución Mexicana, o más específicamente, la Revolución agrario-indígena, anida en su razón de ser el veneno de la marginación, desarticulador de todo. Los indígenas y los campesinos que se distinguen por grados muy particulares de conformación cultural, arremetieron contra los poderes de una clase gobernante dictatorial y soberbia, que pensó en un modelo de país en el que quedaron excluidos sectores amplísimos de la sociedad. Se trata de un conflicto por la desigualdad en la distribución y propiedad de la riqueza nacional, pero se trata sobre todo de un conflicto en el que lo ideológico se pone en crisis porque enfrenta concepciones generales diametralmente opuestas. Mirar a los “indios” como mugrosos, retrógrados, bandidos, e infrahumanos, es un hecho que se expresó siempre en todas las categorías de la vida grupal. Las preferencias para impulsar servicios de salud, educación, trabajo y desarrollo cultural, tuvieron siempre, como límite de casta, las fronteras de lo urbano, tarde o temprano caldo de cultivo del poder capaz de sostener el poder gobernante. Lo de afuera, lo extra urbano lo que no era copartícipe de las ideas de progreso modernista, se miraron siempre con un recelo racista. Patolandia. La dictadura feudal de Porfirio Días y lo que, más tarde Vargas Llosa llamó dictadura de partido, refiriéndose al P.R.I., mantuvieron y mantienen esa indiferencia demoledora que no es sólo interpretación para regocijo de antropólogos. Es evidencia del olvido en inversiones públicas para comunicaciones, hospitales, escuelas, iniciativas de producción agrícola e impulso a las artes locales. Nunca ha habido asomos de igualdad que equipare respetuosamente, sin sublimaciones histéricas, sin conmiseraciones, sin dádivas, sin suficiencias paternalistas, el trabajo campesino, la vida campesina, con cualquier otra forma digna de existencia. Es verdad que la Revolución Mexicana fue, y es, reencuentro íntimo entre los mexicanos en dimensiones de verdades profundas, y una de estas verdades es sin duda la verdad del desprecio étnico. Los indios fueron vistos siempre como fuerza laboral para la servidumbre, para faenas difíciles en tierras de “señores hacendados”, para hacer bulto en mítines de políticos golondrinos y en el mejor de los casos como escenografía perfecta para teatros de limosnas que lavan conciencias. Benito Juárez, paradigma cultural complejísimo, emergió en el período preporfirista y demostró lo que para nadie debía se escándalo, pero lo fue. Un indio oaxaqueño que sorprende porque es inteligente, porque entiende el correlato de las fuerzas históricas nacionales e internacionales y propone un modelo jurídico que transformó a la nación. El mayor pecado de Juárez, más allá de sus errores conceptuales, fue demostrar, desde lo intelectual hasta lo iconográfico cultural, que ese moreno, de estatura corta con fisonomía y manera de hablar tan cercanas a la tierra, podía vencer a los rubios franceses, monarcas prestigiados por las tradiciones más odiosas de la cultura occidental. La Revolución fue en buena medida extensión de esa confrontación sólo que esta vez fueron miles de “desarrapados” talentosos, con la razón de su parte, los que demandaron respeto. Se les dijo, y dice hasta hoy, “indios igualados”.

 

El desgarramiento impulsó a la Revolución se anima por la reposición de lo hurtado. Del campo, los colores, la comida, de la sacralidad y los nombres. La Revolución exigió respeto total por la dignidad y libertad de elegir cuanto medio y modo la sociedad sea capaz de autogestar para resolver su futuro. La Revolución propuso un rompimiento con ese paternalismo autoritario de los poderosos que jamás creyeron suficientemente inteligentes a los locales para gobernarse con éxito. Eso se ve hoy del F.M.I. al Tratado de Libre Comercio. Hay puentes emocionales muy sensibles tendidos en la trama histórica de México desde la conquista hasta el presente. Nadie que no desee hacerse ciego a las realidades que han acompañado la historia mexicana, desde hace 500 años, puede omitir de sus análisis el hecho de que indígenas y campesinos han sido recluidos a un traspatio cultural. Para muchos son como “la loca de la casa” y una especie de vergüenza social con la que no se sabe qué hacer.

 

Lo evidencian los contenidos programáticos de la educación pública, lo evidencia el discurso evangelizador, lo evidencia la demagogia gubernamental encomendera y lo evidencian todos los estallidos violentos que se han secuenciado permanentemente desde la muerte de Zapata. ¿Por qué los indígenas no son funcionarios gubernamentales o universitarios? ¿Por qué para ellos tener títulos universitarios es casi imposible y cuando ocurre mueve a risitas socarronas? ¿Por qué no son actores protagónicos en las decisiones trascendentales del país? Son preguntas que se hacen desde 1521 y que hoy siguen sobre la masa.

 

Hubo y hay chistes donde los indios son invariablemente “ladinos” o tontos, sucios o retrógrados, rateros e ignorantes. La palabra indio tiene connotaciones peyorativas y una de las nociones del sufrimiento fatal se resume en la expresión que manda al interfecto a que “sepa lo que es amar a Dios en tierra de indios”. En México hay tradición farandulera en la que no ha faltado la figura de algún indio que es patiño de personajes urbanos, pareja de otro indio más o menos igual de estúpido o sirviente-empleado doméstico que no cesa en torpezas y grosería. Estereotipo de un insulto institucionalizado culturalmente y al que la gente, las más de las veces, responde con cariño lastimero.

 

Ser indio fue y es un estigma que no se lava aunque se integren al modelo de pulcritud que se les exige generalmente y de inmediato para ser aceptados. Ser indio es sinónimo de todo lo que no se desea porque implica una marginalidad inaceptable hasta para los punk. En una de sus acepciones la expresión “naco” envuelve buena parte del ser y modo de ser ético, estético y filosófico del indígena y el campesino. En cambio una revisión genealógica de las descendencias respectivas en todos los funcionarios, presidentes, empresarios y clérigos que han dominado a la nación, daría porcentajes de extranjerización española o europea sobradamente sospechosa. No ilógica en un país colonizado, si desequilibrada en un Estado democrático, si lo es.

 

México es un juego de espejos en el que todos se miran multiplicando una imagen, que en su multiplicidad confunde a propios y a extraños. Casa de espejos, cóncavos y convexos, estrambótica y surrealista en la que a fuerza de reflejos todos tienen algo del resto, aunque les resulte incomodo aceptarlo. Juego de espejos donde las imágenes se han negado a mirar, más allá de los cuerpos, ese espíritu general que une a un genio guerrero y festivo que no termina por madurar y hacerse cargo de su destino. Espejos de palíndromas exuberantes que lo mismo invierten las montañas y los mares que los sentimientos y las calamidades. Espejos de viento volvanico uravanado por el aletear mitici del águila devorando a la serpiente. Espejo encantado con los hechizos sistólicos y diastólicos de tanto corazón ofrecido en sacrificios cotidianos para un amor ingrato y amargo capaz de estallar algarabías tequileras al son del mariachi. País de espejos líquidos, terregosos, celestes e infernales donde las escaramuzas verbales se tiñen de machismo y sexo que se cortan la yugular al primer desaire. País de subterfugios y exhumaciones poblado con pasadizos culturales donde cualquier canción tiene vocación de himno y cualquier amor exuda epopeyas. Todo por el mismo boleto y atorado en la garganta que suelta alaridos rancheros con alma de tacos, frijoles y chiles. La gente sigue adorando con nostalgia de paraíso perdido la moraleja cinematográfica de “Allá en el Rancho Grande”, Jorge Negrete, Pedro infante y los hermanos Soler, entre muchos otros, y contra el Zapata que desfiguró Marlon Brando en el celuloide extravagante de la óptica hollywoodense. País de invisibles. ” Hay, en primer lugar, la oposición entre lo invisible y lo visible. La historia moderna del país, nos recuerda Benítez, conspiró poderosamente para hacer invisible a la población indígena; primero, en el hecho mismo de la conquista. Un pueblo derrotado, a veces, prefiere no ser notado. Se mimetiza con la oscuridad para ser olvidado a fin de no ser golpeado. Pero en seguida, el México independiente, amenazado por guerras extranjeras y desmembramientos, debió reforzar “los sitios más amenazados e importantes”, convirtiendo en “tierras incógnitas” grandes fragmentos de territorio. ” Nadie sabía dónde estaban los huicholes, los coras, los pimas o los tarahumaras, y a nadie le interesaba su existencia… ¿Cómo se harán visibles ellos mismos? La respuesta es fulgurante y pasajera; se llama mito, se llama magia, se llama tránsito hacia lo sagrado. ¿Puede significar también un día, justicia?” Carlos Fuentes (Prólogo al libro “Los indios de México” de Fernando Benítez.)

 

1914, diciembre Emiliano Zapata y Francisco Villa se entrevistan en Xochimilco. Ambos llegan con sus ejércitos a la ciudad de México. La lucha revolucionaria de Zapata no pude ser definida como una lucha cuyo único soporte es étnico o revanchista, por más que los componentes de segregación racial se agreguen a los modos de explotación agraria dados en México durante tanto tiempo. La visión de Zapata abarcó la totalidad de los problemas históricos de su tiempo y jerarquizó urgencias a partir de ejes político-económicos capaces de atinar la detonación de fuerzas movilizadoras que no sólo se integraran al movimiento revolucionario y lo entendieran, sino que le diesen el sentido, sabor y magnitud particular que por antecedentes, situación actual y perspectivas la gesta requería. A la declaratoria “La tierra es de quien la trabaja” correspondió coyunturalmente una secuencia de acciones que son inseparables de su envoltura histórica. En todo caso no se puede incurrir en la ingenuidad de suponer que el movimiento zapatista fuese un movimiento unitario, consolidado conceptual y filosóficamente al estilo de otras revoluciones sociales que carecen de la tradición indígena mexicana. El Ejercito Liberador de la República Mexicana era un cuerpo armado principalmente con fe. Su conformación reflejaba la propia de un país en el que la diversidad cultural necesariamente impregna de diversidad todas sus evoluciones. No se trataba de un ejército con efectivos educados sobre convenciones de guerra aceptadas internacionalmente, no era un ejército de relumbrón propicio para desfiles de lisonja, eran mujeres y hombres cansados de la humillación histórica dispuestos, con una y otra manera de conciencia, a enfrentar lo que viniera como viniera. Ejercito sin despliegues de armamento, sin otro uniforme que el color de la piel, el brillo de los ojos, el olfato intuitivo, el conocimiento del territorio y de la tierra. Los rasgos rural-mexicanos de algunos atuendos y la convergencia en una filosofía de lucha que se simbolizaba, sintetizaba y expandía al conjuro extralógico y extracaudillista de la palabra Zapata. Ejercito de escaramuzas y tiroteos convencidos de que la muerte podía ser la única manera de vivir dignamente. Pero Ejército bien organizado con acuerdo en sus medios y modos aunque cueste entenderlo. Ejército de mujeres y hombres con la faz de la dignidad puesta a flor de tierra para que ésta testimoniara, hasta las entrañas la entrega que sus hijos sabían hacer para defenderla. Tierra que recogió sangre, sudor y lágrimas de gente verdadera cuya preocupación no estaba en apoderarse de la silla presidencial ni del festín político Su preocupación era vivir en libertad.

 

Zapata era un hombre silencioso, meditador profundo que dialogaba con la mirada y que partía el aire con su gesto de gesta fecunda. Hombre investido de un silencio que se rompía casi exclusivamente para explicar el sentido de la lucha, y sintetizar en lo posible, el alma del movimiento que él comandaba sostenido por miles de voluntades similares a la suya. Hombre de un silencio que sabía romperse el amor “Miliano de por sí fue travieso y grato con las mujeres” María de la Luz Y María de Jesús Zapata.

 

Hombre de silencio que detonaba en chispazos inteligentes, nítidos preñados con el sabor de esas palabras convincentes, brutales y perturbadoras obsequiadas por el alma de quien apuesta la vida para llegar hasta el final a cambio de la verdad y la libertad. Silencio que reclama hechos. No deja de ser paradójico y abismal, que de la conquista a la Revolución Mexicana y hasta nuestros días, los gobiernos tengan como primera respuesta ante los miles de conflictos que registra la historia, un llamado al diálogo. Para los indígenas la forma más íntegra del diálogo de la ofrenda. Por eso el interlocutor mayor es la tierra y todo lo que ésta significa en el ofrendar cíclico y eterno. Es ofrenda la entrega de la vida y el trabajo cotidiano, como es ofrenda el eterno retorno del fruto parido por la tierra. Es diálogo de hechos que se interpreta desde un silencio respetuoso y ritual. Ofrenda de la sangre y de los hijos, ofrenda de la semilla y de la oración. Ofrenda que por diálogo no entiende, no puede entender, no tiene por qué entender el intercambio occidental silogístico de palabrería incumplida. Mientras en la ciudad la gente se contenta con discursos, noticieros y saliva para paliar sus angustias cotidianas, el campo pide y da ofrendas. Es impenetrable el universo intelectivo de los indígenas y los campesinos si no se entiende, asume e incorpora al pensamiento lo analógico-mágico en la función ritual de la ofrenda. Una de las mayores traiciones histórico culturales que se ha perpetrado contra los indígenas y los campesinos ha sido ofrecerles, ofrecerles y ofrecerles sin haber puesto por medio la prenda de las ofrendas y cumplido con el ritual que es vivir o morir para cumplir.

 

Zapata acudió a la cita con su muerte armado con la ofrenda de su vida. Las puso juntas y reventó en el rostro de la historia la lección fenomenal de un espíritu colectivo que grita a los cuatro vientos su decisión implacable e irreductible de recuperar su dignidad y libertad. Zapata acudió al altar de una muerte preparada por los traidores. Los mismos que en su verborrea delirante ahogan en saliva venenosa las verdades más profundas de la humanidad. Zapata acudió a la muerte con una ofrenda riquísima, cargada con toda la historia ancestral del pueblo mexicano. Ofrenda de vidas, esperanzas y misterios. Ofrenda de la tierra, del amor, de la fecundidad y del futuro, encarnadas en su cuerpo como único rito de identidad nacional. Ofrenda de piel oscura, ojos agudísimos, corazón agitado en la amenaza y en la entrega del guerrero embriagado con sus mitos, curanderías y hechizos. Ofrenda solidaria con todas las demás ofrendas indígenas en la historia y en la vida diaria. Síntesis de la totalidad y religión de ánimas recolectadas al fragor de una existencia incomprendida y mancillada. Todas las ofrendas juntas, de la piedra de los sacrificios a al parito de las madres indígenas. Ofrenda cósmica, crucial, definitiva. ” En Chinameca, Guajardo con sus fuerzas se encontraba en el casco de la Hacienda y Zapata con las suyas ocupaba una altura cercana de donde vino cuando accedió a tomar la cerveza que con tanta insistencia se le ofrecía. Guajardo había mandado formar frente a la casa de la Hacienda en que se encontraba, veinte hombres de su confianza, algunos de ellos oficiales con traje de tropa., explicando que era la guardia que haría los honores al general Zapata, con un clarín que daría el toque respectivo. Estos hombres estaban ya aprevenidos (sic) para lo que habría de suceder, y tenían instrucciones de que al presentarse Zapata y lanzar el clarín el primer punto de atención, debían hacer fuego sobre el cabecilla suriano y la gente que le acompañaba, procurando a todo trance coger a Zapata, vivo o muerto. Eran cerca de las dos de la tarde del día diez de abril. Zapata se acercó montando un magnífico caballo que previamente le había obsequiado el coronel Guajardo, llevando a su lado a los generales de División, Gil Muñoz (a) el Mole, Zeferino Ortega y Jesús Capistrán, y seguido por su escolta. El clarín lanzó el primer toque para hacer los honores al Jefe rebelde, y de acuerdo con lo convenido los soldados de Guajardo dispararon sus armas, entablándose el combate. Varias balas hicieron blanco en Zapata y en el caballo que montaba y al desplomarse el Cabecilla, fue inmediatamente recogido por los soldados del 5º Regimiento, conforme a las órdenes recibidas” Relación de los hechos que dieron por resultado la muerte de Emiliano Zapata, jefe de la rebelión del sur. Zapata iconografía F.C E. Sólo a la estupidez más aberrante puede ocurrírsele que el asesinato o el exterminio borran los ideales o los sueños de los pueblos. Sólo a la negligencia y al genocidio puede acudir la creencia de que matando a un individuo se desaparecen las consignas más hondas de las sociedades. La muerte de Zapata potenció a su modo el renacimiento de ese espíritu guerrero y libertario que habita en la sangre de cuanto mexicano entienda, así sea mínimamente, cualquier noción de respeto por la dignidad de la vida.

 

México hoy es hijo de sus contradicciones, sus aciertos, errores, olvidos y omisiones. Nada de lo que ocurre hoy es ajeno o distinto a lo ocurrido el día en que asesinaron a Zapata. Se vive el mismo clima de contrariedad por las tantas injusticias y atropellos que siguen entregando el país a los designios del conquistador. Se vive el desencanto rabioso de una sociedad que vive engañada con la saliva demagógica de los que no saben ofrendarse para el bien vivir colectivo. Se padece el sabor amargo de la desesperación por no tener espacio de maniobra para dirimir los rumbos del futuro, y se sufre la fractura de unos hijos heridos en su consciencia por no haber sabido defender a la madre tierra. Historia de cadáveres y monumentos fetichizados por la palabrería para ocultar las tareas pendientes.

 

Pero el espíritu de Zapata también recorre el continente americano. Hoy quizá más que nunca en medio de las fiebres industrializadoras que generan economías de bloque, con una adoración ecocida por el progreso postmoderno, las poblaciones rurales e indígenas que sobreviven, (es decir millones de seres humanos,) se debaten en calamidades muy parecidas a las que movieron la insurgencia zapatista. De la Patagonia a Chiapas, de las reservaciones indias norteamericanas a las montañas incas. América es todavía territorio de herencias vivas. Territorio de culturas agrícolas e indígenas que fueron y deberían seguir siendo propietarias de sus parcelas, de sus cosechas, se su fuerza de trabajo, de sus mitos leyendas y magias. Aunque la inmensa mayoría de las comisiones de derechos humanos omitan tales esos capítulos.

 

De la UNESCO a la Interpol se sabe que los indígenas y campesinos americanos mantienen en pie de lucha la esperanza de la justicia. Se sabe que la fuerza de su lucha enfrenta condiciones de supervivencia vergonzosamente dramáticas y que el hambre la desprotección sanitaria, el despojo de tierras la desolación y la muerte son galimatías cotidianos que hasta hoy ningún discurso mesiánico ha podido o querido resolver. La figura y pensamiento de Zapata son sin lugar a dudas mucho más que utensilios mnemotécnicos. Son, ni más ni menos, examen histórico que pone a prueba nuestra sensibilidad, inteligencia, solidaridad y capacidad de ofrenda. Está entre manos el problema de la vida y la muerte. Pero también está ante nosotros el problema del futuro. A todos los enigmas y misterios que sostienen la vida y la muerte, hay que agregar las dimensiones universales del tiempo que tarde o temprano crea su propia síntesis. Para la historia las resoluciones del tiempo tienen siempre desencadenamientos que llamamos futuro. Y todas las conjunciones temporales que la realidad es capaz de modelar tienen como coartada esa noción del futuro que ofrece augurios de todo tipo para desafiar nuevamente a la vida. El pasado y el presente, la muerte y la trascendencia son los nutrientes fundamentales de las ofrendas más importantes. La ofrenda germina en el futuro y no hay más remedio que reconocer sin fatalismos o determinismos que el todo evoluciona siempre impulsado con alientos de ofrendas cotidianas. Así es la dialéctica de los ciclos y su vocación fundamental está fundada en esa potencia destilada en los actos dinámicos conmovedores de la existencia que demostrando la vida demuestran la inmortalidad. Zapata es esa síntesis también. La tierra es símbolo de futuro por la fertilidad, la “multiplicación de los alimentos”, y el fluir de los ritmos estacionales propone y reponen en el espíritu la certeza definitiva del devenir como oportunidad. Oportunidad de mimesis lúdico sacramental que nos vierte sobre las formas más discímbolas, oportunidad de redención trasmutados en otra yoidad o en un yo de otredad emancipada, oportunidad de reivindicación histórico-cultural. Zapata también es de esa síntesis.

 

Ese hombre que nació “donde las aguas se arremolinan”, Anenecuilco, Parido por una madre indígena, parido por una tierra prodigiosa y parido por la muerte hacia el futuro, agita cíclicamente las aguas primigenias en el remolino de la memoria, agita equinoccialmente las aguas amnióticas del genio revolucionario y agita fulgurantemente las aguas seminales del futuro que se vierten siempre incansablemente sobre la tierra. Entender a Emiliano Zapata es entender la gesta intima de una convicción que era colectiva. Es entender la fecundación de una esperanza vuelta decisión y vuelta ofrenda para terminar al costo que fuese con la degradación indigna de todos los indígenas y campesinos. La sensibilidad de Zapata es de esa síntesis.

 

La memoria es también un espejo que retrata doblemente al pasado y al futuro. La memoria acuna las imágenes paro las acuna en movimiento, en evolución, en proyección. Recordar implica rearmar las imágenes y dejarlas fluir con la inercia natural de sus fuentes y cometidos. La memoria crea nuevamente, es decir se hace actual y concatena todos los tiempos. La memoria no es un archivo general de la inutilidad donde se guardan como en museo los recuerdos más queridos. Aunque se insista en ello la memoria no es electiva. Tiene una especie de voluntad propia que se activa bajo un sistema de asociaciones y correlatos que son cualidad compartida con el funcionamiento de las imágenes. Po eso recordamos fácilmente cuando lo testimoniado nos fecunda la sensibilidad y el talento asociador. Por eso recordamos en múltiples sentidos temporales y espaciales. Por eso recordamos proyectivamente. Y por eso Zapata nos recuerda el futuro. Es necio omitir cualquiera de las partes orgánicas que fue el General del ejército sureño. Fragmentarlo es repetir el destazamiento espiritual que significa arrancar la tierra a sus dueños. Fragmentarlo es repetir la traición del asesinato y aspirar a que se diluya uno de las imágenes sociales más impresionantemente forjadas en la historia americana...

 

Hay muchísimos ejércitos zapatistas, que existieron y existen en Guerrero, Querétaro, San Luis Potosí, Veracruz, Chiapas… Tienen como estandarte el futuro, preñado con la gesta del General. Ejércitos que actúan en el corazón de los mexicanos con el futuro como divisa Ejércitos zapatistas que directa o indirectamente actúan en el espíritu de América aferrados reverencialmente al futuro que ya comenzó. Fértil, nuestro, justo, digno y libre. Como la tierra. “Que sigamos luchando y no descansemos, y propiedad nuestra será la tierra, propiedad de gentes, la que fue de nuestros abuelos y que dedos de pata de piedra que machacan nos han arrebatado, a la sombra de aquellos, los gobernantes que pasaron. Que nosotros juntos pongamos en alto, con la mano en lugar elevado y con la fuerza de nuestro corazón, ese hermoso estandarte de nuestra dignidad y nuestra libertad, de trabajadores de la tierra. Que sigamos luchando y venzamos a aquellos que hace poco se han encumbrado, que ayudan a los que han quitado tierras a otros, los que para sí hacen muchos tomines, dinero, con el trabajo de quienes son como nosotros, esos burladores en haciendas, ese es nuestro deber de honra, si nosotros queremos que nos llamen hombres de vida buena y en verdad buenos habitantes del pueblo.” General Emiliano Zapata Jefe del Ejército de Liberación Nacional; segundo manifiesto en Náhuatl.

 

DATOS ADICIONALES:

 

A principios de siglo la población total era aprox de 15 500 000 hab. 12 000 000 dependían del trabajo agrícola.

 

El 90 % de la minería estaba en manos extranjeras.

 

Entre los años 1881 a 1889 se deslindaron 32 200 000 hectáreas y en el período entre 1890 y 1906 otras 16 800 000 todas ellas entregadas a grandes propietarios.

 

México posee 1 958 201 km cuadrados.

 

Se estima que una cuarta parte de la población tiene características étnicas indias puras, un 10% es raza blanca y el resto son mestizos de ambas razas. Varios millones de indios continúan hablando sus lenguas propias.

 

La conquista redujo la población indígena a menos de la mitad.

 

Las zonas susceptibles de sr cultivadas no sobrepasan el 15% del territorio (?)

 

Para 1980 la actividad agrícola ocupaba apenas el 9.5 % de producto anual por sectores.

 

Dr. Fernando Buen Abad Domínguez

Universidad de la Filosofía

 

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@FBuenAbad

 

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