El acto de matar
- Opinión
¿Qué es este delirio kitchs donde misses indonesias desfilan ante cascadas lejanas y una arruinada edificación en forma de pez, mientras el gordo Herman Koto en atuendo de travestí les ordena “Sonrían, sonrían, no muestren su peor lado a la cámara”?
Es la apertura de El acto de matar, documental donde Joshua Oppenheimer recoge los orgullosos testimonios de paramilitares que, con apoyo de Lyndon B. Johnson y de Henry Kissinger, en 1965 liquidaron en Indonesia medio millón de supuestos izquierdistas, según cálculos conservadores, o 2.600.000, según la estimación satisfecha del general Sarwo Ethie.
“¿Y los hijos no quieren vengarse?”, pregunta sonriente la animadora del reality show televisivo donde ocurren estos desahogos del alma. “Es que no pueden, porque acabamos con todos”, contesta el paramilitar Anwar Kongo.
Anwar Kongo confiesa luego ante las cámaras cómo pasó de revendedor de entradas de cine a ejecutor en masa. Explica, con un voluntario que hace de víctima, que “Hay muchos fantasmas aquí porque muchas personas murieron. Hubo muchos muertos que llegaban sanos. Murieron de muertes no naturales. Los matábamos a palos. Al principio los degollábamos pero corría mucha sangre, había un olor horrible, entonces los ahorcábamos con alambres. Déjame mostrarte, así los matábamos sin que sangraran demasiado. Debemos recrearlo bien. Siéntate así, mirando para allá. Yo intentaba evitar el recuerdo de esto con buena música, bailando, sintiéndome feliz, un poco de alcohol, de marihuana, éxtasis, bailaba así. Después de embriagarme yo volaba y me sentía feliz”. Anwar Kongo baila, tarareando una melodía. El voluntario que interpretó a la víctima comenta, con el alambre al cuello: “Es un hombre feliz”.
No se filma lo que ocurrió hace medio siglo, pero se puede escenificarlo. El obeso Herman Koto, con lentes negros y el uniforme púrpura veteado de negro de su organización paramilitar Pemuda Pancasila, hace un apresurado casting en un barrio marginal. “Estas mujeres no quieren interpretar comunistas, porque todos pensarán que son comunistas de verdad. Buscamos mujeres que interpreten esposas con hijos. En la actuación ustedes tratan de que no quememos sus casas pero nosotros las quemamos”. Gritan mujeres y niños: “No quemen mi casa no lo hagan por favor. Mamá quemaron mi casa, todo desapareció”. Koto se une a la actuación: “Mátenlos, destruyan su casa, quémenla, quémenla toda. Sigue llorando, así es”.
La inapreciable libertad de expresión tuvo su parte en estas hazañas, Los documentalistas visitan el diario MEDAN POST, entrevistan a su editor Ibrahim Sinik, quien recuerda su colaboración con Anwar Kongo, el cual explica: “Él interrogaba en su oficina, en su sala de redacción. Cuando tenía información él gritaba culpable, y nos lo llevábamos y los matábamos”. El ejemplar comunicador especifica: “Lo que fuera que contestaran cambiábamos sus respuestas para hacerlos quedar mal. Mi oficio como periodista era mentir. Como hombre de la prensa mi trabajo era hacer que la gente los odiara, hacerlos quedar mal. No teníamos relación con el ejército, mis hombres sólo le llevaban las víctimas. Se los entregaban al ejército, échenlos al río. Yo no me ensuciaba las manos, una palabra mía y ellos morían”.
No todo es nostálgica remembranza. Las cámaras acompañan en vivo y en directo al obeso Herman Koto y a sus paramilitares mientras cobran vacunas a comerciantes y artesanos. Filman un acto de masas donde, según confesión de los participantes, sólo asisten aquellos a quienes les pagan. Graban los campos de golf y el santuario de aves y la mansión llena de baratijas de otro paramilitar, especializado en hacer que los campesinos huyan cuando una transnacional o una urbanizadora necesitan sus tierras.
Las reconstrucciones incluyen la quema de un poblado completo, con aterradoras escenas donde quienes actúan como víctimas empiezan a sentirse como tales. También hay un episodio de cambio de roles, donde el paramilitar Anwar Kongo actúa como víctima, maquillado con falsas heridas y maniatado. A pesar de que sabe que es una representación, el genocida queda traumatizado. Le persigue la imagen de una víctima a quien cortó la cabeza y no cerró los ojos. Luego, en un bar, Kongo revela: “Cuando mi madre estaba viva, a veces cuando yo gritaba en sueños mi mamá interrumpía y me despertaba: antes de dormir lávate los pies di tus oraciones. Sé que tengo pesadillas por las cosas malas que hice, maté muchas personas que no querían morir”. Ante hileras de botellas de cerveza palmea a Herman, quien canta al son de su guitarra.
En un momento los paramilitares interrumpen la escenificación de las torturas porque llega la hora de la oración, que todo sicario respeta.
Como era de esperar, las organizaciones internacionales de Derechos Humanos, cuyas escrupulosas decisiones legitiman la destrucción de países progresistas o con recursos naturales codiciables, nada objetaron ante tales hechos. En un auto, Anwar Kongo y un viejo cómplice comentan: “No es mi intención incomodarte, pero los convenios de Ginebra definen como crímenes lo que hicimos”. “Pero Bush en el poder era bueno, dijo que Hussein tenía armas de destrucción masiva, y no era así”. “Hay la convención de Ginebra, mañana tendremos la de Yakarta”. “Los ganadores definen los crímenes de guerra”. “No toda la verdad es buena” (…) “¿Y si te llevaran a la Haya?” Koto sonríe: “Iría, no me sentiría culpable, me haría famoso”.
Cincuenta de los colaboradores en el documental prefirieron permanecer anónimos, por temor a las represalias paramilitares. Ojala no volvamos a conocer nunca este temor los venezolanos.
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