Disculpa militar sin precedente

18/04/2016
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La concentración de 30 mil soldados en la plaza Damián Carmona, realizada el sábado 17, para ofrecer una “disculpa pública a la sociedad”, a cargo del divisionario Salvador Cienfuegos, es un hecho sin precedente en la centenaria vida del Ejército y la Fuerza Aérea mexicanos.

 

Lo es, además, porque desde el Campo Militar Número Uno –de muy triste memoria en la llamada guerra sucia de los 60-80– y en medio de un preocupante panorama de confrontación entre el Ejecutivo federal y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos que ya provoca reacciones de un nacionalismo trasnochado, resulta un suceso de la mayor importancia simbólica y porque acaso tenga consecuencias de mayor alcance en los años por venir, para acotar seriamente los excesos castrenses en materia del derecho humanitario.

 

Cierto es que para el general secretario, único orador y escuchado simultáneamente por los 130 mil integrantes de aquellas armas, las torturas cometidas contra una joven mujer en Ajuchitlán del Progreso, Guerrero, en febrero de 2015, por dos soldados (y una agente de la Policía Federal), son hechos “repugnantes” aunque “aislados” de elementos que actuaron “como delincuentes” y que “no son dignos de pertenecer a las fuerzas armadas”.

 

El asesinato de 22 personas en Tlatlaya, estado de México, el 30 de junio de 2014 y que en primera instancia ocultó el mando militar y el gobernador mexiquenses, y el Ministerio Público alteró las pruebas, es un capítulo reciente de un voluminoso libro de las atrocidades cometidas por el Ejército en la anterior “guerra” y ahora “lucha” contra el crimen organizado.

 

Y no es que la milicia, la Marina incluida, tenga vocación para atropellar el derecho humanitario en forma sistémica, sino que su naturaleza y funciones no guardan correspondencia con las que desde el “gobierno del cambio” le asignó el mando político civil para desarrollar tareas policiacas y hasta ministeriales, violentando la letra y espíritu de la ley de leyes por lo menos durante 16 años.

 

Todo bajo el argumento del mal menor, consistente en que no había cuerpos policiacos capaces de hacer frente a la inseguridad derivada del accionar de los corporativos trasnacionales de las drogas ilícitas, la trata de personas, la extorsión, el secuestro, el tráfico de armas, indocumentados y órganos, y toda la diversificación motivada con las estrategias punitivas e inmediatistas de los presidentes de México desde 1970 (Operación Cóndor).

 

Después de multimillonarias inversiones en seguridad pública y nacional además de creada la PF, todavía son muchos los elementos de la sociedad vestida de verde que están en la primera línea de combate a los multiplicadas y poderosas bandas, mientras el consumo nacional de drogas ilícitas es más grande que nunca.

 

Tampoco es dable negar el reconocimiento hecho por el general secretario al “esfuerzo aportado por alrededor de 50 mil compañeros todos los días, en todo el país”, en áreas altamente conflictivas. Y menos aún “la pérdida de vidas de jóvenes militares, también mexicanos con sueños y aspiraciones que fueron truncados, así como de otros lesionados en el cumplimiento de su deber, y los que han quedado incapacitados”.

 

Reconocerlo, sin embargo, no implica cerrar los ojos ante la inconstitucionalidad de las órdenes y directrices del actual comandante supremo de las fuerzas armadas y de los dos anteriores, para que cumplan tareas policiacas y hasta ministeriales. Trastocamiento que embona con los planes geopolíticos de Washington para que los ejércitos de América Latina no sean fuertes, modernos y nacionales.

 

 

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