Qué sigue divisionario Cienfuegos

20/04/2016
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Valorado el discurso del general Salvador Cienfuegos Zepeda como un hecho sin precedente en la centenaria vida del Ejército y la Fuerza Aérea mexicanos, también como un suceso de la mayor importancia simbólica y porque acaso tenga consecuencias de mayor alcance en los años por venir para acotar seriamente los excesos castrenses en materia del derecho humanitario; es más que preciso, indispensable, trascender la pieza oratoria para promover resultados institucionales y jurídicos que acoten los atropellos a las garantías individuales.

 

Para empezar es una aberración que Elvira Santibáñez, la joven torturada por dos elementos del Ejército y tres de la Policía Federal, y dos guerrerenses más permanezcan en prisión, y necesario que sus torturadores dados de baja sean procesados en el ámbito civil para fincarles responsabilidades judiciales. Esto para que la impunidad que impera en el país, en 97.5 de cada 100 ilícitos cometidos y denunciados ante el Ministerio Público, reciba un revés y los mandos castrenses y policiacos envíen un categórico mensaje de que torturar tiene consecuencias en un país donde tal práctica fue impuesta por Hernán Cortés con la quema de los pies a Cuauhtémoc.

 

Entre diciembre de 2012 y febrero de 2016, de acuerdo con cifras del Poder Judicial federal, 93 presuntos delincuentes fueron liberados con amparos en los que acreditaron tortura y otros tratos crueles e inhumanos.

 

En segundo e ineludible término, el general secretario o sus voceros, así como el comisionado de la Policía Federal, Enrique Galindo, tienen la obligación de informar a la sociedad dónde aprendieron sus cinco subordinados a torturar, para qué tomaron esos cursos de capacitación y cuántos elementos más fueron adiestrados en México y sus maestros quizás en Colombia, Estados Unidos e Israel.

 

Son interrogantes para que el discurso del divisionario Cienfuegos tenga consecuencias, con independencia de las motivaciones nacionales y/o extranjeras que lo provocaron, como el último informe del estadunidense Departamento de Estado sobre la situación de los derechos humanos en México, tan crítico como el diagnóstico de Juan E. Méndez sobre que la “tortura es una práctica generalizada”.

 

A John Kerry no se atrevieron a desmentirlo los que envueltos en la “soberanía nacional” –aunque adoran a los mercados y la globalización de la economía, pero no del derecho humanitario–, linchan mediáticamente a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes, como antes al relator de la ONU, pero los tercos hechos les dan la razón.

 

Y de eso se trata, del deterioro que padecen los derechos humanos en México, con independencia de si los diagnósticos los formulan extranjeros de instituciones supranacionales con los que el Estado firmó convenciones y acuerdos de colaboración que el gobierno actual solicitó y, por ello, está obligado a respetar aunque le provoquen urticaria.

 

Resulta insuficiente la disculpa pública del titular de la Secretaría de la Defensa, pedida también por Renato Sales –quien reconoce que en la Comisión Nacional de Seguridad no existe órgano que se ocupe del respeto a los derechos humanos–, pues como apuntan organismo civiles autónomos –no los que trabajan en colaboración muy estrecha con Los Pinos y reciben dineros y prebendas–, lo que esperan es “justicia y castigo para todos los responsables de delitos de tortura”. Como en Tlatlaya, estado de México, donde fueron ejecutados 22 jóvenes por militares.

 

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