Reinventar la guerra en nombre de la desertificación es criminal

15/09/2017
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  • Análisis
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Cuando el gobierno de Mr. Trump le dice al gobierno de Colombia, que lo va a desertificar, lo que realmente quiere decirle es que Estados Unidos no está dispuesto a aceptar que la guerra se acabe así nada más poniendo en riesgo los negocios de la potencia extranjera y sus aliados empresarios de la muerte en país ajeno. La paz no está en los planes de la ultraderecha americana, ni tampoco de la propia que encarna el letal régimen Uribe y sus defendidos empresarios de las tierras, de la fe y del paramilitarismo, quienes para garantizar su existencia deben tener un enemigo cierto o inventado. Los Estados Unidos de Trump están rankiados en el primer lugar mundial como el país que más guerras alienta y más muertes de civiles produce, pero además es el primer exportador de armas de todo alcance, capacidad y calibre y tiene el record de intervenciones para impedir la libre autodeterminación y soberanía de los pueblos.

 

En armas pequeñas facturan más de 1000 millones de dólares por año (Centro de estudios SAS, sep.  2017). El crecimiento en las ventas de armas en corto tiempo se ha acelerado y supera el 8.4% que obtuvo entre 2011 y 2016. Los conflictos que organiza, enciende y atiza para que se extiendan antes que acabarse, le permite vender en promedio una de cada tres armas, mientras países como China, Francia y Alemania juntas venden 1 de cada 7 (The Independient Journal). No se descarta que por cada venta “legal” los mismos empresarios controlen el mercado “ilegal”.

 

Resulta lógico entender que con el regreso de la carrera armamentista y el apoyo mediático que extiende la sensación de enemigos peligrosos en todas las esquinas, los primeros beneficiados serán los Estados Unidos, que podrán acercarse al pleno empleo siguiendo la fórmula de que a más guerras más trabajo, más ingresos, más producción y más estabilidad interna, pero en todo caso, haciendo la obligatoria salvedad de que esas guerras deben hacerse por fuera del territorio americano y el de uno que otro aliado de verdad como Gran Bretaña. Con guerra afuera habrá oferta de empleo adentro para satisfacer el interés hasta del último de los americanos pura sangre, ario americano, e incluso servirá para reforzar la explotación del trabajo carcelario realizado por “seducción”, aunque sea trabajo forzado entre racismos y odios contra los empobrecidos del mundo que en prisión suman más de dos millones de asalariados en situación de sin derechos y sujetos a humillación y maltrato.

 

La era nuclear y la amenaza atómica completa el cuadro de expansión del terror, que ya reporta logros como que Japón rompiera su promesa de no tener ejército y que Alemania se metiera en la lógica de superioridad que para mal le traerá el recuerdo de su responsabilidad sin nombre en el holocausto. La amenaza atómica no la producen los 10 países que tienen menos del 5% de las ojivas nucleares, si no la de Estados Unidos y Rusia que tienen el 94%. Se calcula que el arsenal nuclear de Estados Unidos es de 6800 ojivas (ICANW). La sola amenaza es útil para el sometimiento político pero no afianza las ganancias económicas, por lo que es previsible que sea necesario explotar al menos una bomba para probar su eficacia y aumentar la demanda de producción. De nada sirve el arsenal si no se experimenta, si no se prueba su eficiencia, de ahí el afán de convencer al mundo de que hay un enemigo al que hay que es necesario desaparecer de la faz de la tierra, pero ya no es un gobernante como Hussein, Arafat, Bin Laden o Gadafi, si no que el enemigo tiene que ser plural, un territorio, un pueblo, una visión del poder, un lugar llamado Norcorea.

 

Las empresas que fabrican, venden, comercializan, imponen mercados y trafican armas para surtir a ejércitos legales, ilegales o mafias son especialmente de Estados Unidos, es capital americano, que produce rentas que algo dejan para redistribuir en su territorio. Lo que queda de la guerra no es legal ni ilegal, ni público ni privado, es una mezcla de todo y los inversionistas saben recuperar con creces los montos invertidos sobre todo cuando los países son como Colombia: débiles, de mala fama y embelesados en matarse por odio, por oficio y por placer. A las empresas de la muerte no les importa si hay narcotráfico, cultivos en avanzada o consumidores compulsivos, les interesa tener ganancias y la paz nunca podrá ser su mejor aliada, no está en sus agendas, el saqueo esta en mitad.

 

Las empresas con mayores ganancias por ventas de armas efectivamente son norteamericanas, entre las que se destacan:  Lockheed Martin (con ventas por 40.000 millones de dólares), Boeing Raytheon, Northrop Grumman, United Technologies y otras numerosas compañías militares privadas que surten de equipamientos, asesorías, servicios y mercenarios a los países elegidos por Estados Unidos para promover invasiones y empujar la existencia de guerras, al margen de cualquier impedimento legal o de soberanía. Se destacan empresas como Blackwaters Worldwide, con contratos en Afganistán e Iraq, que ofrece centros de entrenamiento, asesoría, vehículos blindados, helicópteros, aviones y soldados en nómina que apoyan tropas, hacen espionaje, vigilan y cuidan intereses del capital. Entre sus actividades de las que dependen sus ganancias, está prestarle servicios criminales por contrato a los gobiernos, a los que sirven con ejércitos privados sin ley, ni compasión humana –mercenarios- entre los que exmilitares colombianos ocupan lugar especial por su arrojo, valor y sangre fría para producir soluciones (asesinatos, desapariciones, amenazas, atentados, incendios, destrucción) más rápidas y sin manchar el nombre del estado. Con alto prestigio, bien rankiadas, certificadas por su calidad y acreditadas de excelencia por sus servicios de barbarie. Aegis Defense Services, Triple Canopy y Dyncorp, de conjunto han recibido al menos el 20% del total de 1, 4 billones de dólares de los gastos ocasionados para mantener la invasiones de Afganistán e Iraq (elordenmundialsigloxx.com , octubre 2013, empresas militares).

 

Se calcula que desde la Constitución del 91 en Colombia han operado 77 compañías militares de seguridad privada (CMSP) con la misión de proteger a la embajada americana, al personal de campo en zonas de erradicación de cultivos ilícitos, cuidar oleoductos, escoltar a ejecutivos de empresas multinacionales y otras que permite cada contrato. De estas compañías la más conocida es Dyncorp International, con ingresos anuales de 2 mil millones de dólares procedentes del Pentágono y de Colombia, de donde a 2001 ya había sacado a no menos de 200 mercenarios para intervenir en Afganistán, Kosovo,  Kuwait,  Bosnia, Somalia, Angola,  Haití y Bolivia.  Internamente se calculaba en 2010 la presencia de 1.000 mercenarios o contratistas de la guerra, en distintas tareas, como las que hacían los tres norteamericanos retenidos por las FARC y de las que se tiene en juicio a Simón Trinidad (Fernando Estrada, Una guerra por contrato, razonpublica.com, 2009). Un ejemplo relata que “un suboficial del Ejército de Colombia que dirigió varios pelotones en el Cauca, y que se graduó en el 2006 como suboficial del Ejército, al que llegó impulsado por la pobreza, ingresó  contratado como mercenario en una milicia privada a prestar servicios al gobierno estadounidense en el Medio Oriente, a donde llegó a ser parte de una guerra que no era suya pero que, dice, le dará una mejor vida que la guerra de su país, porque allí gana el doble y se arriesgó menos” (Yeferson Ospina, Colombia ahora exporta mercenarios, elpais.com.co, octubre de 2013).

 

En Colombia está en proceso la consolidación de la paz y el pueblo no puede dejarse arrebatar esta conquista, acosados con excusas y engaños de las ultraderechas y los financistas. Efectivamente hay narcotraficantes, muchos son protegidos por altos funcionarios del Estado, por las elites y sus poderes incrustados en las instituciones, pero esa no es excusa para que el país sea metido otra vez en una guerra de la que solo saldría cuando deje de existir como país y ya no haya lugar para morir.

 

PD. El Estado y los funcionarios que se niegan a cambiar el chip del enemigo interno, no podrán acusar a obreros, campesinos o estudiantes de terroristas, porque se acaba la guerra. Ya no hay guerrilleros de las FARC y el ELN tiene en silencio sus fusiles. ¿Quién es el enemigo entonces?...la cocaína maestro, hay que echarle la culpa a la mata de coca para defender la democracia ¡Dirían los justicieros y vengadores, que se niegan a dejar vivir en paz, que se niegan a entender que la vida vale más que la muerte!

 

 

https://www.alainet.org/en/node/188080?language=en
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