Rusia: Todos contra Putin
- Análisis
A menos de veinte días de comenzar el Mundial de Fútbol con sede en Rusia, se inicia para el presidente Vladimir Putin, una de las pruebas más complejas y peligrosas que deberá enfrentar en su larga carrera política. Más allá de las meras cuestiones deportivas Rusia juega en mucho su lugar como contrapeso político de los Estados Unidos a nivel internacional.
En pocos días comenzaran a llegar a Rusia, no solo los 32 seleccionados nacionales, con sus respectivas autoridades institucionales, sino más de un millón y medio de fanáticos, miles de periodistas, figuras internacionales de otros deportes, del espectáculo y fundamentalmente del política: llegaran a Moscú, presidentes, primeros ministros, secretarios generales de entidades supranacionales, ministros, secretarios de estado, parlamentarios y jueces, entre otras autoridades de las naciones que participan en el campeonato y también muchas de los países que han quedado fuera, diseminados en las once sedes donde se jugarán los partidos a lo ancho y largo del país.
Desde hace años, la figura de Vladimir Putin ha adquirido, más allá de ser cabeza del gobierno ruso, un peso como figura política internacional que excede a su cargo y cuenta con una preponderancia, que ningún líder ruso ha concitado desde los años del vencedor absoluto de la II Guerra Mundial: el mismísimo José Stalin. Prácticamente no hay acción transcendente de la política internacional, en las que los analistas no se pregunten ¿Qué hará Putin?
Con Putin, Rusia, de una potencia vencida tras la caída del socialismo -el gigante bobo que el mundo esperaba despanzurrar como un muñeco de felpa- ha pasado a ser nuevamente una potencia central al que mundo está obligado a considerar.
Entre otros tantos logros de las políticas del ex agente de la KGB, Rusia hoy representa, más allá de las campañas mediáticas, la verdadera cabeza de guerra contra el terrorismo a nivel internacional y el contrapeso necesario para que se le pongo coto a la unipolaridad alcanzada por los Estados Unidas tras la caída del bloque socialista.
Rusia y Vladimir Putin conocen de sobra y en carne propia lo que significa el terrorismo mesiánico encarnado por el wahabismo. La guerra antisoviética de Afganistán, que en realidad representó una cruzada internacional anticomunista, obviamente tuvo como principal ejecutor a los Estados Unidos, pero involucró una enorme cantidad de naciones: el Reino Unido, Francia, Arabia Saudita, Turquía, Egipto, Israel y Pakistán, entre otra muchas naciones, y cuyo último eslabón de esa intricada cadena de complicidades, fueron los muyahidines afganos.
Hay que ser profundamente ignorante o absolutamente necio, para creer que el entonces Ejército Rojo fue vencido por un pequeño grupo de osados guerrilleros impulsados por su afán nacionalista. Tras el “derrumbe” soviético, el Pentágono creyó abierta la oportunidad de continuar la guerra “santa” en el propio espacio ruso.
Las mismas técnicas aplicadas en la guerra afgana fueron probadas en las ex repúblicas soviéticas del Cáucaso, de una aplastante mayoría musulmana. El Departamento de Estado siguió lo aseverado por Graham E. Fuller, ex Director Adjunto del Consejo Nacional de Inteligencia de la CIA: “guiar la evolución del Islam y ayudarlos contra nuestros adversarios funcionó maravillosamente bien en Afganistán contra el Ejército Rojo. Las mismas doctrinas todavía se pueden utilizar para desestabilizar lo que queda del poder ruso”.
Así, cuando todavía no se terminaba de resolver el dilema de la caída del socialismo, bandas armadas por Arabia Saudita y apoyadas por Estados Unidos comenzaron a activar en Chechenia un conflicto que se convirtió en dos sangrientas guerras separatistas en la década de los noventa y cuyas consecuencias, a casi treinta años de terminadas, todavía no se han resuelto.
El trauma del terrorismo y mucho más el del fundamentalismo islámico están bien frescos en la memoria del pueblo ruso, por lo que las fuerzas de seguridad han activado todas las instancias para no volver a ser sorprendidas y mucho más en un momento tan crucial para un país, que, desde el 14 de junio próximo y a lo largo de un mes, será el centro de la atención mundial.
Moscú, carga con el odio de miles de muyahidines de todo el mundo que soñaron un Califato montado entre Siria e Irak. Rusia, junto a sus aliados de los comandos al-Quds de Irán, los batallones de Hezbollah y al Ejercito Árabe Sirio (EAS), fueron los responsables de desmantelar, más allá del altísimo costo pagado por el pueblo sirio, el gran experimento occidental, con el fin de desguazar Siria, en varios estados prooccidentales para aislar a Irán. Si bien a esta altura del conflicto, ya podemos decir que ha sido derrotada la entente occidental, sus aliados regionales y los más de 130 mil combatientes de las diferentes organizaciones takfiristas que llegaron desde todo el mundo para combatir por su Dios, fanatizados por un descomunal lavado de cabeza practicado en las innumerables escuelas coránicas o madrazas que Riad financió, desde Nigeria a Filipinas, alentados por pagas inusitadas en sus países y grandes dosis de captagon. (Ver Captagon, el elixir del mal)
Con su blindaje al presidente sirio Bashar al-Assad, Putin, ha renovado el odio de viejos enemigos como los países miembros de la OTAN, encabezados por Estados Unidos, Israel y las monarquías wahabitas del Golfo Pérsico.
La artillería occidental contra la nueva Rusia de Putin practica fuego graneado desde hace tiempo sobre el Kremlin, con acusaciones de todo tipo, responsabilizándolo de alentar a los grupos separatistas del este ucraniano, tras el golpe fascista del empresario Petró Poroshenko, que no solo acarreó las guerras contra los estados separatistas de Donetsk y Lugansk, sino que obligó a Moscú, en salvaguarda de la población de origen ruso, a recuperar la península de Crimea, por lo que ha recibido fuertes sanciones económicas.
Las por lo menos desopilantes acusaciones de Occidente contra Putin, van desde la intervención de piratas informáticos rusos en las últimas elecciones de los Estados Unidos, hasta el ataque con un agente neurotóxico contra el ex espía británico de origen ruso, Serguei Skripal y su hija, además de las recientes investigaciones sobre la caída del avión de Malaysia Airlines (MH17) que en julio de 2014, volaban desde Ámsterdam hacia Kuala Lampur, y que habría sido atacado por una batería misilistica BUK, instalada en la zona del conflicto, en el este ucraniano, donde murieron 298 personas. En estas recientes investigaciones culpan a Oleg Ivannikov, un alto comandante ruso y miembro de la inteligencia del Kremlin, y a un grupo de otros militares rusos de ser los responsables del ataque.
Fuego interior
Tras el apabullante triunfo de las últimas elecciones presidenciales de marzo pasado, donde el Vladimir Putin, se impuso con cerca de un 77 % de los votos, prácticamente ha sido borrada la oposición política, relegándola solo al espacio que siempre consiguen con cada acusación o acto contra el presidente Putin, en la prensa internacional, la misma que oculta las atrocidades de Arabia Saudita en Yemen, las de Estados Unidos y Francia en Mali y en Níger, o lo que sigue sucediendo con los millones de refugiados en Europa o los estancados en Turquía o Libia.
Según los expertos en seguridad, las posibles acciones terroristas a ejecutarse en Rusia, serían protagonizadas por “lobos solitarios” y no por células. Rusia ha sido el principal aportante del mundo de combatientes tanto para el Daesh o al-Qaeda que participaron en las guerras de Siria e Irak. Esto se constata por el detalle de que el ruso es el tercer idioma más hablado entre los combatientes del Daesh, después del árabe y el inglés. Según Alexander Bortnikov, director del Servicio Federal de Seguridad de la Federación Rusa (FSB), cerca de 3 mil rusos partieron para combatir en Medio Oriente. Originarios fundamentalmente de Chechenia, Daguestán y otras regiones del Cáucaso Norte, muchos de ellos ya han retornado más experimentados y fanatizados, por lo que es posible que intenten cualquier acción para oscurecer la gran fiesta mundial.
No fueron pocos los ataques perpetrados por extremistas islámicos en proximidades de los Juegos Olímpicos de Invierno de Sochi en 2014, aunque se puede decir que la seguridad rusa tuvo un notorio éxito entonces. De todos modos, Rusia ha sufrido sangrientos ataques post Sochi, como el atentado al metro de San Petersburgo en abril de 2017 que mató a 16 personas e hirió a más de 50.
Ahora el compromiso es muchísimo mayor, ya que las personas a proteger y los puntos a contralor son infinitamente más numerosos y cualquier ataque, por minúsculo que sea, será amplificado hasta el paroxismo por la prensa internacional, radicalmente enemiga del presidente ruso, por lo que la seguridad del país deberá extremar sus acciones contra los posibles eventos fundamentalistas, que sin duda no solo serán muy bienvenidos, sino financiados y premiados por los muchos enemigos del presidente Vladimir Putin, el hombre a vencer en el mundial que ya comienza.
Guadi Calvo es escritor y periodista argentino. Analista Internacional especializado en África, Medio Oriente y Asia Central.
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