Amnistía frente a la violencia social en México

13/07/2018
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violencia mexico
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A poco más de una semana de realizados los comicios en los que Andrés Manuel López Obrador y su plataforma política, la coalición electoral Juntos Haremos Historia, resultaran victoriosos en las urnas, parte del equipo de campaña del ahora presidente electo anunció que en agosto próximo se realizarían, en diferentes puntos de la república —aunque con especial énfasis en las comunidades más afectadas por la violencia—, varias series de consultas populares para conocer el posicionamiento de la población en torno de uno de los temas centrales de la campaña: la pacificación de México y la progresiva disminución de los niveles de violencia experimentados por la sociedad; en particular, en lo que respecta a las dinámicas derivadas de la guerra en contra del narcotráfico.

 

En los términos de la propuesta de López Obrador, el planteamiento general de lo que constituye su estrategia de pacificación (si bien no de seguridad) hace explícito, por un lado, que entre sus finalidades se encuentra el terminar con las políticas de seguridad pública y de combate a la delincuencia implementadas por las dos últimas administraciones federales; y por el otro, que esa insistencia en la pacificación (más que en la seguridad) se encuentra motivada por «el deseo de suprimir el dolor y la destrucción causados por el actual estado de violencia, pero también por la consideración de que ninguna sociedad puede funcionar adecuadamente sin certeza jurídica y sin garantías para la seguridad física de sus integrantes».i

 

En este sentido, si bien es cierto que hablar en términos de pacificación no es lo mismo que hacerlo sobre seguridad —ya de entrada porque una y otra dinámica requieren de abordajes distintos para atajar fenómenos diferentes, con determinaciones disímiles—, también lo que, de acuerdo con el planteamiento de la plataforma política de López Obrador, ésta, es decir, la política de seguridad en el país, presupone, para ser efectiva, que se consiga, de antemano, como condición de posibilidad para su realización, un cierto grado de paz y de estabilidad (y por qué no, también de sanación del dolor) entre los mexicanos.

 

Llegar a tal conclusión implicó desarrollar un diagnóstico, por lo demás correcto y bastante certero, en el que fue preciso reconocer que los niveles cualitativos y cuantitativos de violencia, esto es, del número de eventos y de la crueldad con la que los mismos se ejecutan; no es un asunto que depende de la confrontación entre cuerpos de seguridad (policías, ejército, marina, etcétera) y miembros de los cárteles del narcotráfico; menos aún es una problemática que comience, transite y se agote en el tema de los narcóticos y los estupefacientes traficados por los cárteles, de un lado; y la política de salubridad que el Estado y sus instituciones deberían implementar al respecto, del otro.

 

Y es que, en el momento presente, lo extensa, lo profunda y lo avasallante que es la violencia en el país, ligada o no con el fenómeno del combate armado al crimen organizado, en su vertiente de narcotráfico internacional, va más allá de los grupos involucrados de manera directa en, por ejemplo, un ajuste de cuentas, en actividades como el secuestro y el homicidio a sueldo, en la confrontación a los grupos y/o instituciones antagónicas, etcétera. Si la violencia entre los mexicanos se ha extendido tanto, mantiene una presencia tan estable y causa estragos tan agudos, como hasta ahora es posible observar, se debe más a problemas de desintegración, descomposición y fragmentación social que a la participación de células e instituciones particulares, mismas que no son sino el reflejo, la personificación, de esa desintegración, descomposición y fragmentación subyacente.

 

Atajar tal problemática, en efecto, requiere de la implementación de estrategias que no redunden en el despliegue masivo de operativos conjuntos entre policías municipales, estatales, federal, ejército, marina, gendarmería, y demás; así como también demanda el dejar de lidiar con la problemática por medio del recurso fácil de la eliminación física (asesinato) de unas personas u otras. En principio, porque la lógica bajo la cual operan, tanto las fuerzas armadas y los cuerpos policiacos (cada vez más y mejor entrados, a pesar de ser corporaciones civiles, por el ejército y la marina) como los brazos armados de la delincuencia organizada, se basa en la obtención de un cada vez mayor índice de letalidad sobre el enemigo;ii es decir, fincan su funcionamiento sobre la base de un incremento progresivo y sistemático en el ejercicio de su propia violencia y de su eficacia para eliminar a sus objetivos.

 

Pero también, porque es claro que aunque los eventos de violencia producidos por el crimen organizado —en específico por los cárteles del narcotráfico— son vastos y son traumáticos, los niveles de centralización en los cuales operan ni son tan amplios ni tan sólidos como para concentrar en sus operaciones al grueso de los eventos de violencia en el país. Es cierto, lo impactante de los métodos empleados por el crimen organizado para ejercer su violencia es tal que gran parte de la atención pública se centra en visibilizar y magnificar la exposición de los fenómenos que están directamente vinculados con su operación.

 

Sin embargo, el problema de comprender a la violencia en el país justo en esos términos, dando por sentado que cuando un crimen presenta el modus operandi del narcotráfico (la disolución de cuerpos, la excavación de fosas, la decapitación y el desmembramiento de cuerpos, etcétera) es, ya por ese solo hecho, un crimen de los cárteles de la droga, invisibiliza que más de dieciocho años de exposición de la población a esas imágenes de crueldad (y a la propia crueldad del día a día) no son neutrales e inocuas en el comportamiento de la propia sociedad; por lo contrario, son dieciocho años en los que el incremento de la brutalidad en el ejercicio de la violencia han condicionado a niveles muy profundos la manera en que la sociedad lidia con ella y con los problemas que la acosan en su cotidianidad.

 

Por eso hoy es tan complicado y tan complejo reducir los niveles y los márgenes de ejercicio de la violencia en todo el país, porque en la medida en la que a lo largo de tres sexenios sus expresiones y su propio ejercicio se hicieron más crueles, más brutales, la sociedad reaccionó ante ella a través de dos operaciones que, concatenadas, la hicieron a ella misma más violenta. Por un lado, la desensibilizaron ante aquella crueldad y aquella brutalidad, de tal suerte que aunque los eventos que se sucedían fuesen cada vez más impactantes, más apabullantes y desesperanzadores, el impacto ante esos eventos y ante sus imágenes fue cada vez menor: los mexicanos se inmutaron menos ante las decapitaciones, ante los descuartizamientos, ante la desollación, justo porque ya todo eso se había normalizado y aceptado como parte de una cotidianidad a la que era necesario sobrevivir, más que modificar.

 

Por el otro, esa desensibilización, esa normalización de la desvalorización de la vida humana, y el grado cada vez mayor en la aceptación del sufrimiento humano, se conjugó con un recurso proporcional a la violencia como algo aceptable dentro cualquier vínculo interpersonal. Es decir, no es que por la guerra en contra del narcotráfico ya la totalidad de la sociedad sea, per se, violenta; sino que, más bien, la sistematicidad con la que la sociedad tuvo que lidiar con esa violencia favoreció un entorno en el que la respuesta a la violencia ha tendido a ser cada vez más violencia (en sus diferentes formas, objetivos, practicas, resultados, etcétera), o, por lo menos, mayor inmutabilidad ante la misma, más indiferencia, y menores reacciones orientadas hacia el fortalecimiento de los contenidos culturales, sociales y políticos comunitarios.

 

En este sentido, es claro que la situación de violencia imperante en México debe transitar, en gran medida y en primera instancia, por el fortalecimiento, justo, de esos contenidos que lleven a la sociedad, en general, a recurrir en menor medida a expresiones de violencia de cualquier tipo; algo que, por supuesto, no es posible conseguir a través del uso intensivo y extensivo del ejército, la marina y el resto de las corporaciones de seguridad con las que cuenta el andamiaje estatal. Requiere, antes bien, el desarrollo de políticas económicas, sociales y culturales que, de entrada, contengan a la población fuera de estructuras y dinámicas en las que el ejercicio de la violencia sea moneda de cambio corriente (como el narcotráfico y actividades afines y/o derivadas); atendiendo las condiciones que precisamente llevan a las personas a recurrir a la violencia para mantenerse con vida o solucionar su cotidianidad.

 

El problema aquí es, no obstante, que para lograr tal objetivo y reducir la violencia social vigente se requiere, sí o sí, la convalidación y la participación activa de las instituciones y las estructuras sociales cuyas actividades requieren del ejercicio de la violencia para conseguir sus objetivos: del lado del Estado, las corporaciones policiales y castrenses; del lado del crimen organizado, los propios cárteles y sus brazos armados. ¿Por qué?

 

Es claro que los intereses políticos y económicos que se entretejen en las actividades vinculadas y/o derivadas del crimen organizado, y en específico de aquellas concernientes con el narcotráfico, así como éste mismo, son de tal magnitud que encontrar la manera de sustituirlas implicaría un costo social elevado, y dentro de cuyas consecuencias apenas es posible especular. Los móviles de estas organizaciones, en particular, son vastos, son complejos y son profundos, de tal suerte que un simple ofrecimiento de otorgar una mejoría en la política social del Estado no es ni razón ni causa suficiente para atajar su funcionamiento.

 

La propuesta de Amnistía del presidente electo López Obrador, por supuesto, no está pensada para tener como beneficiarios a los miembros del crimen organizado que se dedican a la ejecución de crimines de alto impacto, tales como el secuestro, el homicidio, trata, etcétera, sino, antes bien, funcionará para atender a los sectores de la población que en la actualidad se encuentran capturados por las actividades delictivas del narcotráfico —tipo las juventudes reclutadas como informantes y los campesinos obligados a sembrar y cosechar enervantes.iii

 

La cuestión es, no obstante, que si bien ese proyecto sirve para esos sectores, para el núcleo duro de los cárteles esa manera de proceder no supone ningún beneficio que los lleve a renunciar a la posición política y económica privilegiada en la que se encuentran. Ejemplos extranjeros, como el de Colombia, han sido usados por el equipo de campaña de López Obrador para ejemplificar la manera en que una propuesta de Amnistía es capaz de funcionar para pacificar a una sociedad. Sin embargo, lo que no se alcanza a aterrizar al caso mexicano de esa experiencia es que aquella requirió del consenso y la concordia entre las partes —salvo los casos de los grupos paramilitares que sistemáticamente sabotean todo el proceso.

 

Conseguir en México algo similar a lo que en el Sur del continente se logró con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia y el gobierno de ese país requiere, por necesidad, algún grado de negociación y pacto (por lo menos tácito) con los cárteles del narcotráfico que operan en el país. De lo contrario, tal y como se pretende operar la Amnistía propuesta, aunque sus mayores logros serían el sacar de las filas del crimen, la desigualdad y el empobrecimiento a miles o millones de mexicanos y mexicanas, el núcleo y la estructura principal de los grupos armados seguirá operando. El problema, aquí, es que regresar a ese pacto de convivencia que rigió la relación entre crimen organizado y gobierno en el siglo XX no deja de tener efectos nocivos sobre el funcionamiento de las instituciones estatales.iv

 

Por eso, de cara a las consultas que se tienen previstas para comenzar a sondear la posición de la sociedad en torno de la violencia que a diario vive, lo que es imperativo para el equipo de transición del presidente electo es el no llegar a ese experimento desconociendo, por lo menos, tres realidades insorteables.

 

Primero: los intereses políticos y económicos de los cárteles del narcotráfico son variados y son de proporciones mayores; tanto, que una simple modificación de la política social a cargo del Estado no cuenta con la capacidad de desmoronar ni la solidez ni el funcionamiento de estructuras que incluso trascienden el plano nacional. Por eso, todo el éxito que esa política social tenga con los sectores sociales capturados por las actividades del narcotráfico debe ir acompañado con una estrategia —ésta sí de seguridad antes que de pacificación—, proporcional y paralela, para atajar, de manera directa, a las actividades de las que se nutre el crimen organizado. Ello, por supuesto, no requiere tener como primera línea de acción al ejército, la marina y las múltiples policías militarizadas del país; pero sí un correcto funcionamiento en la procuración y la impartición de justicia: comenzando por el desmantelamiento de sus redes de acción y financiamiento.

 

Y ello, se debe realizar, claro está, esperando una reacción agresiva, profundamente violenta, de los intereses que se vean dañados.

 

Segundo: es necesario que no se pierda de vista que, además de sus intereses propios, los cárteles del narcotráfico también funcionan como un instrumento político por parte de otros actores, como empresarios y políticos profesionales, al frente de alguna parte del andamiaje estatal —presidentes municipales, legisladores locales, gobernadores, legisladores federales, miembros del poder judicial en sus tres niveles, etcétera. Y es importante porque es claro que el programa de gobierno propuesto por López Obrador para el siguiente sexenio, aunque desde la campaña fue negociado y pactado con representantes del establishment para no radicalizarlo, no deja de ser percibido por ciertos intereses como una afrenta directa ante la cual es posible reaccionar mediante un uso más intensivo y extensivo de la violencia provocada por el crimen organizado.

 

Los más de ciento veinte políticos asesinados en la pasada contienda electoral, el homicidio de funcionarios en activo, el calentamiento de la plaza y el incremento del número de delitos cometidos en una población a la que se busca desestabilizar económica y políticamente dan cuenta de ello; y los dos últimos sexenios son un claro ejemplo de la manera en que las instituciones del Estado han tenido que negociar en algunos aspectos para conseguir algún grado de gobernabilidad.

 

Tercero: es imperativo no dejar de reconocer que tanto ciertos cárteles del narcotráfico como las instituciones a cargo de combatirlos (desde las involucradas en la Iniciativa Mérida hasta el Comando Sur) sirven a los intereses de Estados Unidos en América, en particular, en lo que respecta a la tarea de ejercer una regulación continental tanto de las armas y los enervantes que circulan en el continente como de la conflictividad social en general: grupos subversivos, movimientos políticos antagónicos, gobiernos no afines, etcétera.v

 

Y es que si bien es cierto que este último punto (por lo menos en lo relativo a la Iniciativa Mérida y las instituciones estadounidenses con presencia en México para combatir al narcotráfico) sí son contempladas en el proyecto de gobierno entrante, una negociación bilateral no garantiza mucho frente a actos encubiertosvi y un aparato de inteligencia extranjero acostumbrado a intervenir económica, política y militarmente alrededor del mundo.

 

 

Ricardo Orozco

Lic. en Relaciones Internacionales

@r_zco

 

i Proyecto de Nación 2018-2024. Disponible en: http://proyecto18.mx.

ii SILVA FORNÉ, Carlos; PÉREZ CORREA, Catalina; GUTIÉRREZ RIVAS, Rodrigo, «Índice de letalidad 2008-2014: menos enfrentamientos, misma letalidad, más opacidad». Disponible en: http://www.scielo.org.mx/pdf/perlat/v25n50/0188-7653-perlat-25-50-00331.pdf

iii Animal Político, «Se analiza una ley de reducción de penas; amnistía, no para secuestro, homicidio o trata: Olga Sánchez». Disponible en: https://www.animalpolitico.com/2018/07/amnistia-ley-reduccion-penas-sanchez-cordero/

iv SERRANO, Mónica, «México: narcotráfico y gobernabilidad». Disponible en: https://dialnet.unirioja.es/descarga/articulo/2873255.pdf

v PALEY, Dawn, «Drug War as Neoliberal Trojan Horse». Disponible en: https://www.academia.edu/12779702/Drug_War_as_Neoliberal_Trojan_Horse

vi El DiarioMX, «Negocia la DEA con narcos en México a espaldas del gobierno». Disponible en: http://diario.mx/Nacional/2014-01-06_765f7884/negocia-la-dea-con-narcos-en-mexico-a-espaldas-del-gobierno/

 

https://www.alainet.org/en/node/194097
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