Del excepcionalismo estadounidense al fascismo brasileño

26/10/2018
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De entre los distintos efectos que en Occidente, en general; y en América, en particular; han tenido, en términos ideológicos, fenómenos políticos como la elección presidencial de Donald J. Trump, quizá uno de los más significativos, y al mismo tiempo uno de los más subestimados y menospreciados en el análisis de dichos sucesos, es aquel que tiene que ver con la cada vez más amplia y profunda interiorización, normalización y naturalización de un discurso específico, cargado de una diversidad y una multiplicidad de referentes claramente supremacistas —propios de la cultura política estadounidense—, que, en el contexto actual, se ven avanzar cada vez más hacia expresiones que resultan familiares a las experiencias del fascismo y del nacionalsocialismo de mediados del siglo XX en Europa.

 

El discurso del hoy presidente de Estados Unidos, es verdad, por supuesto que no pasa desapercibido ni en la prensa diaria ni en los flujos de información que suelen circular de manera permanente en las redes sociales —estas últimas lugar privilegiado de enunciación dentro de los marcos retóricos de Trump. Basta con prestar un poco de atención para caer en cuenta de que cada día, a cada momento, en algún espacio, alguien está diciendo algo sobre el jefe del ejecutivo federal estadounidense (lo cual no es, en sí mismo, tampoco una novedad, tratándose de la política del Estado que hasta hace poco era indiscutiblemente hegemónico a nivel global; y que hoy se disputa el sostenimiento de esa posición con el Estado chino).

 

Ese no es el problema. El punto a discutir aquí sobre el discurso de Trump y sus efectos en el continente no tiene ver con el nivel de exposición pública y/o mediática que éste tiene; es decir, no se refiere a la cantidad y ni siquiera a la calidad de los abordajes que se plantean en la cotidianidad sobre lo que dice. Tiene que ver, antes bien, con ese fenómeno tan particular que ha resultado de la minimización de sus palabras en dos sentidos: primero, en el de despojarlas de todo su contenido semántico; y en seguida, en el de no saber colocar en su justa dimensión el impacto que esas palabras —aún si no se materializan en políticas públicas o acciones concretas, fieles a la manera en que se plantearon las cosas en el discurso— tienen en la formación colectiva de ciertas ideologías, imaginarios y sentidos comunes sobre la manera de pensar, entender y hacer política.

 

Y es que, en efecto, en tiempos en los que la crème de la crème de la comentocracia, de los analistas a sueldo y de los académicos adictos al tratamiento de los temas mainstream se dedicaron con insistencia y necedad a descalificar los discursos de Trump como simples manifestaciones de posverdad; esto es —de conformidad con la definición ofrecida por esos mismos actores sobre lo que significa posverdad—, como simples reflejos de una manera de hacer política en la que las palabras no reflejan la verdad y no se corresponden con la realidad; el haber generalizado esa particular manera de abordar los contenidos profundos de los discursos enunciados por el presidente estadounidense no hizo sino reafirmar en los imaginarios colectivos nacionales del continente que quizá hoy lo real y verdaderamente importante en política no sea el prestar tanta atención a las palabras de los actores políticos como Trump, sino, antes bien, el privilegiar la vigilancia directa sobre las políticas públicas y el resto de las acciones que efectivamente se están ejecutando sobre el terreno.

 

Así pues, no hizo falta mucho esfuerzo para que, luego de poco más de un año de observar e intentar comprender (a su manera) las formas de discurrir de Trump, esa élite solemne de formadores de opinión pública afianzara como sentido común general de las sociedades americanas una idea (y quizá hasta una metodología) según la cual, con independencia de que el presidente estadounidense dijese (o tuitease) sobre la posibilidad de desatar una guerra nuclear en contra de Corea del Norte o una invasión a Venezuela o la destrucción del estado iraní; lo que realmente habría que observar para comprender la política exterior (pero también interna) de Estados Unidos era el comprobar en los hechos que la guerra nuclear, la invasión y la destrucción enunciadas sí se llevase a cabo.

 

En varios sentidos, tal manera de proceder resulta correcta si lo que se pretende saber o analizar es lo que está ocurriendo en la implementación de acciones que en algún momento fueron planteadas en el discurso. El error al que llevó concentrarse sólo en ello como un mecanismo de ofrecer rigor y objetividad al conocimiento y al análisis del fenómeno Trump, no obstante, fue el de no haber prestado atención al hecho de que las palabras, en particular; y los discursos, en general; aún si en la práctica no se materializan o no se convierten en acciones saturadas de un empirismo que las haga ser comprobables, en términos de la construcción de contenidos ideológicos, el efecto ya está ahí y el daño ya ha sido causado.

 

En este sentido, si en algún tuit o en alguna conferencia de prensa o en algún otro espacio a disposición del presidente estadounidense éste llegaba a hacer mención de la necesidad de eliminar a ciertos sectores de la población y, ante ello, los observadores, teóricos, comentócratas y/o analistas de los fenómenos sociales no veían más que su desplazamiento político y territorial o su encarcelamiento, su deportación, etc., lo que en términos de esa observación y análisis realmente resultaba primando era el hecho de que en el discurso se había exaltado una propuesta de acción que en la práctica en realidad se había dado de otra manera: desplazamiento, deportación y encarcelación en lugar de eliminación física (asesinato). Y así, sucesivamente, todo aquello que entre discurso y práctica no encajaba terminó rediciéndose y entendiéndose como pura retórica o simple demagogia, en los sentidos más despectivos de ambos términos.

 

(Queda claro que Trump ha sido bastante congruente con muchos de los temas que le son particularmente importantes en su agenda política. Los temas de migración, raciales, de clase, de género y de confesiones religiosas, por mencionar sólo algunos ejemplos, en general, se han mantenido como espacios en los que la práctica no se distancia mucho de lo afirmado en el discurso. Este no es, sin embargo, el problema que interesa aquí tratar).

 

Ahora bien ¿por qué la manera en que se ha analizado desde la región la forma de hacer discurso y de hacer política del actual presidente estadounidense resultan siquiera importantes o relevantes para comprender cómo en este momento se están haciendo discursos y política (interna) en el resto de las sociedades de América? El caso a discutir aquí es, por supuesto, el de Brasil, de cara a la posibilidad de que Jair Bolsonaro sea electo por los brasileños y las brasileñas como su próximo presidente. Y uno que, en particular, es profundamente deudor del fascismo y del nacionalsocialismo de mediados del siglo pasado.

 

Lo singular aquí, por eso, es el hecho de que los sectores que se esperaría serían la vanguardia de la crítica y la resistencia al discurso de Bolsonaro en realidad no están haciendo más que renunciar a ambas condiciones, justo en los mismos términos en los que ya renunciaron a ser críticos y resistir al excepcionalismo estadounidense vigente. En este sentido, esa renuncia es clave para comprender la facilidad, la rapidez y la profundidad con la que el discurso mismo y la violencia impresa en él se han expandido, interiorizado, normalizado y naturalizado en el imaginario colectivo de la sociedad brasileña en su conjunto.

 

Y es que en efecto, al igual que ocurre con Donald Trump, en el caso de Bolsonaro no hay momento ni espacio, por lo menos en la prensa y en las redes sociales en la región Sur del continente, en que alguien no esté diciendo algo sobre Bolsonaro. El problema es, de nuevo, que no se trata aquí de un tema de exposición en medios y en el espacio o el debate público, sino, más bien, del no estar colocando en su justa dimensión la magnitud de las palabras del candidato de la extrema derecha (esa evangélica que, hay que decirlo, también apoyó como base electoral a Luiz Inacio Da Silva); y por consecuencia, del no saber que esa manera de subestimar y menospreciar al propio discurso como un recurso de formación tanto de ideologías como de subjetividades está potenciando su efecto sobre las masas.

 

Ahora bien, no todo en esta vida es discurso. Es claro (y evidente en y por sí mismo) que el fascismo profesado por Bolsonaro es expresión de unas condiciones materiales (económicas) específicas que son, en principio, su condición de posibilidad. De hecho, el excepcionalismo, el fascismo y el nacionalsocialismo son, desde sus formaciones clásicas, fenómenos en estricto potenciadores y aceleradores de las lógicas de concentración y acumulación de capital; es decir, son fenómenos de masas, sí, pero con una estructura que se encuentra anclada en el reclamo de los sectores medios de la sociedad de una mejora material de sus condiciones de vida. No es un, por lo anterior, una casualidad ni producto del azar el que en Brasil sean las capas medias y medias altas las que configuran la vanguardia de ese movimiento y esa lógica supremacista que exige a toda costa la implantación del mas atroz y avasallante de los neoliberalismos posibles.

 

En el caso del Cono Sur, en general; y de Brasil, en particular; se encuentra, además, el hecho mismo y la memoria histórica de los años de la dictadura militar y todo lo que ella conlleva: las desapariciones, los asesinatos en masa, las reclusiones masivas, la censura, el disciplinamiento social, la militarización de la vida colectiva, la aniquilación de las alternativas políticas, etcétera. Esto, en términos de la construcción y la ordenación del discurso, por supuesto, introduce en la ecuación del éxito de Bolsonaro que, por un lado, el grueso de la información está monopolizada en el país por un puñado de intereses corporativos que se beneficiarían con creces de una presidencia de extrema derecha; y por el otro, dentro y fuera de esos circuitos la información que circula está siendo producida por los sectores que se vieron medrados e los gobiernos del Partido dos Trabalhadores.

 

Ello, no obstante, no debe confundirse con esa otra dinámica en la que las palabras, el discurso propio del fascismo, está siendo recibido por la crítica y la resistencia como un discurso que está despojado de sus contenidos semánticos y simbólicos (como posverdad). Porque, además, esa designificación de la violencia en el discurso está inscrita en un contexto nacional en el que la violencia física, producto del combate armado al narcotráfico y de un repunte en la militarización del país en los últimos años —en especial de los espacios con mayor grado de pauperización—, exige, para contener la interiorización, la normalización y la naturalización de la violencia, que se pongan en marcha prácticas y discursos que se le opongan. Jair Bolsonaro, después de todo, para apropiarse y efectuar su agenda de política económica, se está disputando en el terreno discursivo la capacidad de nombrar a los sujetos y a los objetos de la sociedad; y en el nombrar, no debe olvidarse, se encuentra la acción misma de crear a lo nombrado.

 

De ahí que en la dimensión del discurso no sólo se esté tratando de una campaña de convencimiento, de puro dogmatismo y retórica de derechas, como se lo suele aminorar; sino que, por lo contrario, se está jugando la posibilidad de nombrar, (re)crear y (re)producir a los enemigos de la sociedad: enemigos ante los cuales hay que defender a la sociedad, inclusive si ello significa la aniquilación física de aquellos en los que se personifique a esos enemigos. La repetición acrítica de los términos, de los conceptos, de las categorías, de las frases, de los enunciados, en general, por eso es fundamental para la campaña de Bolsonaro, en un país en el que el internet y las redes virtuales tienen una penetración de más del setenta por ciento en la población.

 

Y es que incluso cuando las formas del fascismo se sustentan esencial o primordialmente sobre la base de una política de militarización y de aniquilación, el convencimiento no deja de ser un factor básico para el sostenimiento de la estructura ideológica del sistema en su conjunto. No debe pasarse por alto, después de todo, que el fascismo que propone Bolsonaro no es un fenómeno que sólo se circunscribe al periodo en el cual él y sus sucesores serían los controladores del gobierno brasileño. Antes bien, es un fenómeno que busca su continuación en una forma de democracia comandada y administrada por los sectores empresariales de la población; una que ya no requiera del elemento militar y aniquilador sostenido por Bolsonaro, pero que mantenga el grado de disciplinamiento y violencia (re)producido por aquel.

 

Es claro que supremacismos, excepcionalismos, fascismos y nacionalsocialismos son expresiones sociales que no son nuevas en toda América. De hecho, y salvando las diferencias que le son propias a cada fenómeno de acuerdo con el país, el espacio y el tiempo en el que se den, son tan antiguas como las formas clásicas de esos cuatro fenómenos, con autoría intelectual en esas sociedades que también sustentaron las estructuras globales de colonización en otros momentos de la historia. La cuestión de si había o no había tales expresiones en el continente es, en realidad, un falso debate que ni en primera ni en última instancia resulta capaz de develar por qué, en el momento actual, Brasil se encuentra al borde de sumergirse en uno o varios de esos abismos.

 

Lo que resulta fundamental, aún si Bolsonaro ganase las elecciones que ya están a nada de ser celebradas, es que la sociedad brasileña se plantee cambiar los términos de la discusión, y no simplemente entrar en los términos que ya se emplean pretendiendo que con ello será suficiente para exponer los peligros materiales de una presidencia de extrema derecha.

 

Ricardo Orozco

Consejero Ejecutivo del Centro Mexicano de Análisis de la Política Internacional

@r_zco

 

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