La guerra en Venezuela se basa en mentiras

15/03/2019
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Foto: John Pilger
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Viajando con Hugo Chávez, pronto entendí la amenaza de Venezuela. En una cooperativa agrícola en el estado de Lara, las personas esperaban pacientemente y con buen humor en el calor. Se pasaban jarras de agua y jugo de melón. Tocaron una guitarra; una mujer, Katarina, se puso de pie y cantó con un ronco contralto.

 

“¿Qué dijeron sus palabras?”, le pregunté.

 

“Que estamos orgullosos”, fue la respuesta.

 

El aplauso para ella se fusionó con la llegada de Chávez. Bajo un brazo él llevaba una bolsa llena de libros. Vestía su gran camisa roja y saludaba a las personas por su nombre, deteniéndose para escuchar. Lo que me impresionó fue su capacidad para escuchar.

 

Pero ahora él leía. Durante casi dos horas, leyó ante el micrófono la pila de libros a su lado: Orwell, Dickens, Tolstoi, Zola, Hemingway, Chomsky, Neruda. Una página aquí, una o dos líneas allí. La gente aplaudía y silbaba mientras pasaba de autor a autor.

 

Luego los campesinos tomaron el micrófono y le dijeron lo que sabían y lo que necesitaban; una cara antigua, que parecía tallada de un banyán cercano, pronunció un discurso largo y crítico sobre el tema del riego; Chávez tomó notas.

 

Aquí se cultiva vino, una uva oscura tipo syrah. “John, John, ven aquí”, dijo el Presidente, después de verme adormilado por el calor y las profundidades de Oliver Twist.

 

“A él le gusta el vino tinto”, le dijo Chávez al público que lo aclamaba y silbaba, y me regaló una botella del “vino de la gente”. Mis pocas palabras en mal español atrajeron silbidos y risas.

 

Ver a Chávez entre su pueblo tenía sentido para un hombre que prometió, al llegar al poder, que cada uno de sus movimientos estaría sujeto a la voluntad de la gente. En ocho años, Chávez ganó ocho elecciones y referendos: un récord mundial. Fue electoralmente el jefe de Estado más popular en el hemisferio occidental, probablemente en el mundo.

 

Se votaron todas las reformas chavistas importantes, especialmente una nueva Constitución de la cual el 71% de las personas aprobaron cada uno de los 396 artículos que consagraron libertades desconocidas, como el Artículo 123, que reconoció por primera vez los derechos humanos de los pueblos indígenas. Y de los negros, de los cuales Chávez era uno.

 

En el camino citó a una escritora feminista: “El amor y la solidaridad son lo mismo”. Sus audiencias entendieron esto bien y se expresaron con dignidad, rara vez con deferencia. La gente común consideraba a Chávez y a su gobierno como sus primeros campeones: los suyos.

 

Esto fue especialmente cierto en el caso de los indígenas, mestizos y afro-venezolanos, quienes habían sido condenados por el desprecio histórico de los predecesores inmediatos de Chávez y por los que hoy viven lejos de los barrios, en las mansiones y áticos del este de Caracas, que viajan a Miami, donde están sus bancos, y se consideran “blancos”. Son el núcleo poderoso de lo que los medios llaman “la oposición”.

 

Cuando me reuní con esta clase, en los suburbios del Country Club, en hogares con candelabros bajos y malos retratos, los reconocí. Podrían pasar por sudafricanos blancos, la pequeña burguesía de Constantia y Sandton, pilares de las crueldades del apartheid.

 

Los caricaturistas en la prensa venezolana, la mayoría de los cuales son propiedad de una oligarquía y se oponen al gobierno, describieron a Chávez como un simio. Un presentador de radio se refirió a “el mono”. En las universidades privadas, la moneda verbal de los hijos de los ricos era a menudo el abuso racista hacia aquellos cuyas chozas son visibles a través de la contaminación.

 

Aunque las políticas de identidad están de moda en las páginas de los periódicos liberales de Occidente, raza y clase son dos palabras que casi nunca se pronuncian juntas en la mendaz “cobertura” del último intento más desnudo de Washington de tomar la mayor fuente de petróleo del mundo y reclamar su “patio interior”.

 

A pesar de todas las fallas de los chavistas, como permitir que la economía venezolana se convierta en rehén de las fortunas del petróleo y nunca desafiar seriamente el gran capital y la corrupción, ellos trajeron justicia social y orgullo a millones de personas y lo hicieron con una democracia sin precedentes.

 

“De las 92 elecciones que hemos monitoreado”, dijo el ex presidente Jimmy Carter, cuyo Centro Carter es un monitor respetado de las elecciones en todo el mundo, “diría que el proceso electoral en Venezuela es el mejor del mundo”, en contraste con el sistema electoral de Estados Unidos, con su énfasis en el dinero de la campaña, que “es uno de los peores”, añadió Carter.

 

Al extender la franquicia a la autoridad comunal, que es el gobierno del pueblo en paralelo al Estado, basado en los barrios más pobres, Chávez describió a la democracia venezolana como “nuestra versión de la idea de Rousseau de la soberanía popular”.

 

En el Barrio La Línea, sentada en su pequeña cocina, Beatriz Balazo me dijo que sus hijos eran la primera generación de pobres que asistía a una escuela todo el día y recibía una comida caliente y aprendía música, arte y danza. “He visto su confianza florecer como una flor”, dijo.

 

En Barrio La Vega, escuché a una enfermera, Mariella Machado, una mujer negra de 45 años, dirigirse a un consejo de tierras urbanas sobre temas que van desde la falta de vivienda hasta la guerra ilegal. Ese día, lanzaron la Misión Madres del Barrio, un programa dirigido a combatir la pobreza entre las madres solteras. Según la Constitución, las mujeres tienen derecho a ser pagadas como cuidadoras y pueden pedir prestado a un banco especial para mujeres. Ahora las amas de casa más pobres obtienen el equivalente a $200 por mes.

 

En una habitación iluminada por un solo tubo fluorescente, conocí a Ana Lucía Fernández, de 86 años, y Mavis Méndez, de 95 años. Una joven de 33 años, Sonia Alvarez, había venido con sus dos hijos. Antes, ninguna de ellas sabía leer ni escribir; ahora estaban estudiando matemáticas. Por primera vez en su historia, Venezuela tiene casi un 100% de alfabetización.

 

Este es el trabajo de la Misión Robinson, que fue diseñado para adultos y adolescentes a quienes previamente se les negó una educación debido a la pobreza. Misión Ribas les brinda a todos la oportunidad de educación secundaria (los nombres de Robinson y Ribas se refieren a los líderes de la independencia venezolana del siglo XIX).

 

En sus 95 años, Mavis Méndez había visto un desfile de gobiernos, en su mayoría vasallos de Washington, que presidían el robo de miles de millones de dólares en botín de petróleo, gran parte de los cuales volaban a Miami. “No importábamos en un sentido humano”, me dijo. “Vivíamos y moríamos sin educación real ni agua corriente, y alimentos que no podíamos permitirnos. Cuando nos enfermamos, murieron los más débiles. Ahora puedo leer y escribir mi nombre y mucho más; y no me importa lo que digan los ricos y los medios de comunicación; hemos plantado las semillas de la verdadera democracia y tengo la alegría de verlo suceder”.

 

En 2002, durante un golpe de estado respaldado por Washington, los hijos e hijas y nietos y bisnietos de Mavis se unieron a cientos de miles de personas que bajaron las laderas desde los barrios y exigieron que el ejército permaneciera leal a Chávez.

 

“La gente me rescató”, me dijo Chávez. “Lo hicieron con los medios de comunicación en mi contra, mintiendo incluso acerca de los hechos básicos de lo que sucedió. Para ver lo que es la democracia popular en acción heroica, sugiero que no busques otro lugar mejor”.

 

Desde la muerte de Chávez en 2013, su sucesor, Nicolás Maduro, entonces ministro de Relaciones Exteriores y vicepresidente, dejó de recibir el trato burlón, en la prensa occidental, de “ex chofer de autobuses”, para pasar a ser un Saddam Hussein reencarnado. Ciertamente no es Chávez; la caída del precio del petróleo en una sociedad que importa casi todos sus alimentos a menudo se ha encontrado con la ineptitud oficial que ha alargado las colas de los supermercados y ha hecho que muchos chavistas se desesperen.

 

Sin embargo, Maduro ganó la presidencia en 2018 en una elección que los principales miembros de la oposición exigieron convocar y luego boicotearon, una táctica que intentaron contra Chávez.

 

El boicot fracasó: votaron 9.389.056 personas; dieciséis partidos participaron y seis candidatos se presentaron a la presidencia. Maduro ganó con 6,248,864 votos, o el 67.84 por ciento.

 

El día de las elecciones hablé con uno de los 150 observadores electorales extranjeros. “Fue completamente justo”, dijo. “No hubo fraude. Cero. Realmente increíble”.

 

El gobierno de Trump presentó a Juan Guaidó, una creación emergente del Fondo Nacional para la Democracia y de la CIA, como el “Presidente legítimo de Venezuela”. Desconocido para el 81 por ciento del pueblo venezolano, según The Nation, pues Guaidó no ha sido elegido por nadie.

 

Maduro es “ilegítimo”, dice Trump (quien ganó la presidencia de los Estados Unidos con tres millones de votos menos que su oponente); un “dictador”, dice el vicepresidente Mike Pence; un trofeo del petróleo dice el asesor de “seguridad nacional” John Bolton (quien cuando lo entrevisté en 2003 me dijo: “Oye, ¿eres comunista, quizás hasta laborista?”).

 

Como su “enviado especial a Venezuela” (para organizar el golpe de estado), Trump nombró a un delincuente convicto, Elliot Abrams, cuyas intrigas al servicio de los presidentes Reagan y George W. Bush produjeron el escándalo Irán-Contra en la década de 1980 y hundieron a América Central en años de miseria empapada de sangre. Dejando de lado a Lewis Carroll, es justo decir que estos tres payasos parecen salir de un noticiero de los años 1930.  Y sin embargo, sus mentiras sobre Venezuela han sido aceptadas tanto por sus seguidores como por personas de reputación liberal.

 

En Channel 4 News, Jon Snow bramó contra el parlamentario laborista Chris Williamson: “¡Mira, tú y el señor Corbyn están en un rincón muy desagradable [en Venezuela]!” Cuando Williamson trató de explicar por qué amenazar a un país soberano estaba mal, Snow reaccionó cortante: "¡Has tenido una buena oportunidad!"

 

En 2006, Channel 4 News acusó a Chávez de planear con Irán la construcción de armas nucleares: una fantasía. El entonces corresponsal de Washington, Jonathan Rugman, permitió que un criminal de guerra, Donald Rumsfeld, comparara a Chávez con Hitler, sin contradecirlo.

 

Investigadores de la University of the West of England estudiaron los informes de la BBC sobre Venezuela durante un período de diez años. Observaron 304 informes y encontraron que solo tres de ellos se referían a alguna de las políticas positivas del gobierno. Para la BBC, el historial democrático de Venezuela, la legislación a favor de los derechos humanos, los programas de alimentos, las iniciativas de salud y la reducción de la pobreza nunca sucedieron. El mayor programa de alfabetización en la historia de la humanidad no sucedió, como no existen los millones de personas que marchan en apoyo de Maduro y en memoria de Chávez.

 

Cuando se le preguntó por qué filmó solo la marcha de la oposición, la periodista de la BBC, Orla Guerin, tuiteó que era “demasiado difícil” estar en dos marchas en un día.

 

Se ha declarado una guerra a Venezuela, de la cual la verdad es “demasiado difícil” para informar.

 

Es demasiado difícil informar que el colapso de los precios del petróleo desde 2014 es en gran medida el resultado de las maquinaciones criminales de Wall Street. Es demasiado difícil denunciar el bloqueo del acceso de Venezuela al sistema financiero internacional dominado y saboteado por Estados Unidos. Es demasiado difícil reportar como ilegales las “sanciones” de Washington contra Venezuela, que han causado la pérdida de al menos $ 6 mil millones para los ingresos de Venezuela desde 2017, incluidos $ 2 mil millones en medicamentos importados, o la negativa del Bank of England a devolver las reservas de oro de Venezuela, como un acto de piratería.

 

El ex relator de las Naciones Unidas, Alfred de Zayas, lo ha comparado con un “estado de sitio medieval” diseñado para “poner a los países de rodillas”. Es un asalto criminal, dice. Es similar al que enfrentó Salvador Allende en 1970 cuando el presidente Richard Nixon y su equivalente a John Bolton, Henry Kissinger, se propusieron “hacer que la economía [de Chile] chillara”. A esto siguió la noche larga y oscura de Pinochet.

 

El corresponsal de The Guardian, Tom Phillips, tuiteó una foto de sí mismo con una gorra con palabras en jerga local que significan: “Haz que Venezuela vuelva a ser genial”. El reportero como payaso puede ser la etapa final de gran parte de la degeneración del periodismo.

 

Si el títere de la CIA Guaidó y sus supremacistas blancos toman el poder, será el 68º derrocamiento de un gobierno soberano orquestado por Estados Unidos, la mayoría democracias. Seguramente se realizará una venta a granel de los servicios públicos y la riqueza mineral de Venezuela, junto con el robo del petróleo del país, tal como lo sueña John Bolton.

 

Bajo el último gobierno controlado por Washington en Caracas, la pobreza alcanzó proporciones históricas. No había atención médica para los que no podían pagar. No había educación universal; Mavis Méndez y millones como ella, no podían leer ni escribir. ¿Qué tan genial es eso, Tom?

 

 

John Pilger es un periodista multipremiado. Sus artículos aparecen en todo el mundo en periódicos como The Guardian, The Independent, New York Times, Los Angeles Times, Mail & Guardian (Sudáfrica), Aftonbladet (Suecia), Il Manifesto (Italia). Su sitio web personal es www.johnpilger.com.

 

 

https://www.alainet.org/en/node/198757
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