Periodismo por caridad
- Opinión
El enorme éxito de las redes sociales cambió drásticamente el panorama mediático. Entre sus efectos resaltantes encontramos el aparente agotamiento del modelo de negocios de la prensa tradicional, según el cual el medio de comunicación busca audiencias para luego vender espacios publicitarios a anunciantes que necesitan llegar a ellas. Estos nuevos ecosistemas virtuales no solo son el lugar donde muchos de sus consumidores pasan cada vez más tiempo, sino que, además, ofrecen herramientas más sofisticadas para segmentar a sus públicos y llegar a ellos de manera más específica (e invasiva).
Como bien sabemos, Facebook es un negocio sin competidores. Las redes sociales que desarrollaron un formato como el suyo, como la recordada Hi5 o MySpace, se extinguieron hace ya mucho. Vale la pena fijarnos también en su modelo de negocios: el éxito de la red social de Mark Zuckerberg radica en el “íntimo” conocimiento de sus usuarios, que se acrecienta con cada clic, con cada “share” y con cada reacción con la que informamos voluntariamente a la red sobre qué nos gusta y qué no, sobre con quiénes nos relacionamos o dónde tomamos el café. Esta suerte de estudio sociológico del consumidor, convertido en manual de márquetin personalizado, es vendido al anunciante.
La escasez de fuentes tradicionales de financiamiento para el periodismo, causada por la migración de muchos usuarios y anunciantes a las redes sociales, suscitó la entrada de otro actor al escenario, un viejo mecenas que cobraría un protagonismo enorme recién en este siglo: las fundaciones filantrópicas. Si bien la figura no es nueva, entre 2009 y 2016 ellas invirtieron la “modesta” suma de $7.300 millones en financiar a cientos de medios periodísticos en línea e iniciativas relacionadas a la formación de futuros periodistas. Un aumento considerable con respecto a décadas anteriores. En un estudio reciente, el Tow Center for Digital Journalism se pregunta cómo esta forma de financiamiento influye en la práctica periodística.
Pero la entidad que hace el estudio –un importante instituto especializado de la Universidad de Columbia, en Estados Unidos– también vive de la gracia de estas fundaciones, por lo que es juez y parte interesada. Si bien hace algunas observaciones importantes como las que revisaremos abajo, la investigación carece de una perspectiva crítica que parta de la sociología o la política. Y claro que el asunto tiene una vertiente política: en 2015, el gobierno de Rusia expulsó del país a la “Open Society Foundation” (presente en 70 países), por considerarla una “amenaza a la seguridad”.
Periodismo a la carta
El Tow Center halló que muchas fundaciones financiando periodismo parecen estar obsesionadas con la aplicación de nuevas tecnologías, imponiéndoles a los beneficiarios una serie de métodos para investigar e informar. También ofrecían su financiamiento a quienes estuvieran dispuestos, por ejemplo, a poner énfasis en la participación de la audiencia, incluso en el mismo trabajo periodístico, entre otras ocurrencias. En otro ejemplo, las fundaciones tomaron la iniciativa de financiar a quienes aceptaran introducir el uso de la realidad virtual en el oficio del periodismo. No nos lo acabamos de inventar: en 2012 se publicaron varias notas en la prensa internacional sobre cómo la realidad virtual (RV) podía “mejorar el poder del periodismo para contar historias” (o para convertirlo en distracción, en otro producto de consumo masivo, podríamos objetar).
“…grandes (medios) como The Guardian publicaron historias usando RV y ahora estas (fundaciones) le ofrecen dinero a quien sea que prometa usarla”, comentó un periodista entrevistado.
Al imponer sobre el periodismo tecnologías y formas de hacer su labor, los empleados de estas fundaciones, también entrevistados, expresaron que detrás se encontraba la necesidad de “resolver los problemas más acuciantes del periodismo… todos queremos encontrar aquello que salve al periodismo”, confesó uno de ellos. Lo que no se explora por ninguna parte es el criterio que estas organizaciones, producto del capitalismo, emplearían para “salvarlo”.
Como sí explica el estudio, una porción mayoritaria de las donaciones vienen con temática específica o circunscritas a proyectos puntuales. Como explica Magda Konieczna en su libro “Periodismo sin ganancia: haciendo noticias cuando el mercado falla”, el modelo de negocios tradicional, con anunciantes colocando su publicidad en el medio, es en muchos sentidos más transparente que la financiación mediante fundaciones:
“Por un lado, es obvio qué anunciantes apoyan a qué empresa noticiosa, porque su publicidad aparece en la publicación en cuestión. La razón para (ello) también es explícita: quieren aumentar el interés en su producto o servicio".
Las motivaciones de una fundación –pasando por alto lo de “filantrópica”–, no resultan tan claras a simple vista. Como observa esta autora, una fundación podría financiar un proyecto periodístico con la idea de influir en una determinada política o para poner un asunto de su interés en la agenda local. Otros críticos señalan que los multimillonarios y las corporaciones detrás de estas fundaciones tienen por intención usar el periodismo para “cambiar el mundo de acuerdo a sus propios valores”.
Si observamos la vida pública de grandes “filántropos”, como George Soros, resulta patente, desde el mismo nombre de su fundación, la mencionada “Open Society” –tomado del pensamiento de Karl Popper–, que sus ideales y visión del mundo son fundamentales en el trabajo de sus instituciones.
El Columbia Journalism Review, otra entidad ocupada en el tema (también receptora de donaciones) señaló que más de la mitad de sus encuestados, un grupo conformado tanto por periodistas beneficiarios como por los representantes de las fundaciones, considera que las donaciones se realizaban con la intención de “fortalecer al periodismo”. Pero el 44% del grupo conformado por quienes operan estas filantropías dijo que el financiamiento estaba orientado a otros objetivos, y el 41% de los receptores piensa que las fundaciones llevaban a cabo “alguna otra agenda”. Claro, esas agendas pueden ser –o presentarse como– afines al oficio, como la “promoción de la participación democrática”.
Como también señala Konieczna en su libro, otra crítica del esquema aquí tratado se centra en que las fundaciones benefactoras son entidades privadas que no rinden cuentas a la ciudadanía. Esto es aún más patente cuando el beneficiario es un pequeño medio operando en algún pequeño país africano, por ejemplo, y la poderosa fundación tiene su sede en Washington D.C., desde donde toma decisiones “editoriales”, define temas de investigación y elige a quién financiar, siguiendo criterios no declarados que no son determinados por periodistas.
En otras palabras, un poder privado sujeto a escaso control –pero que se presenta convenientemente como “filantrópico”– adquiere cuotas de poder sobre la práctica periodística, sin mayores limitaciones territoriales, pues se presenta y viaja por el mundo como caridad. Al asociar su financiamiento a temas específicos, estas filantropías secuestran efectivamente la capacidad del periodista o director del medio para decidir, según su formado criterio, su celo y vocación, qué asuntos son importantes para la sociedad y cómo debería abordarlos. Así, el periodismo “a la carta” le ofrece a muchas fundaciones y a los intereses que a veces se ocultan detrás una forma “legítima” de llevar asuntos específicos de su interés a la opinión pública.
Fundaciones y cambio de régimen
Los centros de estudio de las universidades señaladas son una parte muy importante del establishment, pues se encargan de definir qué es el oficio periodístico y de formar al profesional que, casi siempre, se integrará a la corporación mediática. Como sucede con el periodismo corporativo, los reportes e investigaciones de estas instituciones adolecen de importantes puntos ciegos. Omiten (o ignoran de manera supina) la bien documentada historia del empleo de fundaciones filantrópicas, por parte del gobierno de Estados Unidos, en lo que solo puede ser llamado subversión e intromisión política internacional.
Durante la Guerra Fría, las fundaciones más poderosas y tradicionales de Estados Unidos –oficialmente privadas, pero secretamente subordinadas a su gobierno– sirvieron para canalizar dinero de la CIA a personalidades e instituciones extranjeras, en países alrededor del mundo donde la Casa Blanca tenía un interés político poco o nada democrático.
Los escándalos relacionados a espionaje que se destaparon durante la década del 70 en Norteamérica destaparon esta forma de encubrimiento. El comité senatorial de investigación dirigido por Frank Church en 1975, para controlar el trabajo del aparato de inteligencia, halló que cerca de la mitad de las donaciones hechas por fundaciones filantrópicas norteamericanas, mayores a $10 mil, estaban relacionadas con la CIA. La agencia las estaba usando para lavar el dinero que necesitaban enviar a sus socios en otros países, como partidos políticos, líderes de opinión o medios periodísticos ad-hoc, creados para atacar al régimen enemigo.
Como explicó el psicólogo australiano Alex Carey, el siglo XX vio tres eventos relacionados: “el aumento de la democracia, el aumento del poder corporativo y el aumento de la propaganda corporativa como medio para proteger al poder corporativo de la democracia”. El neoliberalismo, un modelo político-económico pero también una forma de comprender la sociedad y las relaciones humanas, ha concentrado el dinero y el poder en las manos de los dueños de las grandes corporaciones, extrayéndolo de la sociedad en su conjunto. A falta de recursos, incluso para las más elementales tareas relacionadas a la vida democrática, ahora ese 1% financia lo que cree conveniente mediante la “caridad”.
-Publicado en Hildebrandt en sus trece (Perú) el 17 de enero de 2020
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