Los frutos amargos de la Primavera Árabe

Desde que el 17 de diciembre de 2010, Mohamed Bouazizi, sencillo vendedor de frutas, se inmoló frente a una comisaría de Túnez se han producido una serie de acontecimientos que han modificado la geopolítica internacional.

23/12/2020
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Cuando en la mañana del 17 de diciembre de 2010, Mohamed Bouazizi, salía de su casa de adobe y chapa, en el humilde barrio de Hainur, empujando su carro de frutas, para venderlas en la plaza de Sidi Bouzid, una pequeña ciudad tunecina, de menos de 40 mil habitantes a 220 kilómetros de la capital del país, no sospechaba que además arrastraba al mundo a uno de los cambios más virulentos de la historia moderna desde la Segunda Guerra Mundial, solo comparable al triunfo de la Revolución China, la caída del bloque socialista o el derrumbe de las torres de Nueva York, al que la prensa internacional bautizaría con mucha inocencia o despreciable perversidad como la “Primavera Árabe”.

 

El resto de la historia es muy conocida, aquel día el sencillo vendedor de frutas, hartado de los reiterados abusos policiales, se inmolaría frente a la comisaria, para morir unos días después, sin sospechar que su indignación iba a encender la dignidad de muchos de sus hermanos, que salieron a las calles a protestar por esa muerte y todas las muertes que la injusticia, la desigualdad y la arrogancia del poder, no solo en Túnez, sino a lo largo de todo el Magreb, llegado a modificar, de hecho, la geopolítica internacional.

 

Es obvio que Bouazizi es inocente de los cientos de miles o millones de muertes, que se han sucedido y se suceden todavía, detrás de la suya, dejando un profundo río de sangre desde San Francisco, California, a las umbrosas selvas de Mindanao, Filipinas.

 

Desde aquella candente mañana de diciembre, todo fue vertiginoso, las protestas que se iniciaron en Sidi Bouzid, no tardaron en abrazar a todo el país y poner en fuga al dictador Zine ben Ali, con veintidós años como presidente de Túnez y tras de él, no solo cayeron tiranos, como el egipcio Hosni Mubarak, con treinta años al mando, o Ali Abdulá Saleh, con solo veintiuno a cargo del ejecutivo yemení. Tres bajas sustanciales para occidente, que nada pudo hacer para mantener en sus cargos a esos aliados que fungían de virreyes de Washington y Londres, que junto a una importante cantidad de naciones desde Marruecos, pasando por las monarquías del Golfo y Jordania y Turquía funcionaban y siguen haciéndolo de escudo protector de Israel, y dique de contención a las políticas emancipadoras de Irán, por lo que en el marco de gran la operación trazada en realidad con otros fines por lo que la pérdida de esbirros como ben Alí, Mubarak y Saleh, debieron ser registradas como “daños colaterales”.

 

Pero aquellas revueltas perfectamente trazadas desde Londres, pusieron en marcha el más fenomenal movimiento de mercenarios que viajaron a Libia y Siria, alentados por los grandes medios periodísticos del mundo y financiados por el petróleo saudita y qatari. Las guerras que estallaron en Libia y Siria, mostraron las verdaderas intenciones de la Primavera Árabe: aniquilar a los únicos dos líderes del mundo árabe independientes de las políticas del Departamento de Estado y los intereses sionistas.

 

Redundante sería detallar las suertes de Libia, la nación africana con los más altos estándares de vida y de Siria, el país más progresista de Medio Oriente. En ambas naciones los muertos se cuentan por cientos de miles, la destrucción de su infraestructura y medios de producción fue absoluta, en el caso sirio, y parcial respecto a Libia, ya que, a pesar de la notoria caída de su producción petrolera, la Total francesa y la ENI italiana, con algunas restricciones en el marco de la guerra más pavorosa que se pueda recordar en lo que va del siglo, pudieron seguir bombeando petróleo barato a sus países, para seguir mejorando ese rango de manera constante hasta la actualidad.

 

A diez años de aquellos días, no solo el mundo árabe, sino todo el islam sigue convulsionado. En la gran mayoría de esas naciones brotaron grupos armados fundamentalistas, de alguna u otra manera vinculados a al-Qaeda y el Daesh, que han exportado sus membresías desde Nigeria a Filipinas, hiriendo y matando fundamentalmente a musulmanes, en muchos casos atacando objetivos gubernamentales y civiles como lo puede ser en el Magreb, Irán, Pakistán, Egipto, Turquía, Somalia o Afganistán, e indefectiblemente nunca tener en sus objetivos naciones wahabitas, como Arabia Saudita, Kuwait, Emiratos Árabes Unidos (EAU), Qatar, Omán o Bahréin, donde las protestas de 2011, fueron silenciadas por la invasión de tropas saudíes, dejando un número desconocidos de muertos. Y a pesar de haberse sucedidos importantes ataques en Europa y Estados Unidos, nunca, ningún grupo takfiristas osó atacar un blanco dentro del enclave sionista, que ocupa Palestina.

 

La Primavera Árabe solo dejó destrucción, nuevos tiranos, como el presidente turco Recep Erdogan, que acaricia la recreación de un neo otomanismo y la idea de convertirse en la voz del islām hacia el resto del mundo.

 

El príncipe heredero de la corona saudita Mohammed bin Salman, que con la ayuda de una gran alianza sunita-occidental-sionista, desde 2015 libra una guerra contra Yemen, en la que ha quedado estancado y que a pesar de haber provocado un verdadero holocausto, con cientos de miles de muertos y destruido el país hasta más allá de sus cimientos, no solo no ha vencido, sino que se aproxima a una debacle en la que podría ver rodar no solo su cabeza, sino la de muchos familiares.

 

El general Abdul Fattah al-Sisi es otro de los nuevos tiranos que ha impuesto la Primavera… que, a pesar de gobernar con extrema dureza, llegó detrás de un proceso democrático. Aunque para ello debió antes derrocar el gobierno legítimo, nos guste o no, de Mohamed Morsi, sostenido por la Hermandad Musulmana, una organización cuasi terrorista, de cuyas filas emergió nada menos que Ayman al-Zawahiri, el sucesor de Osama bin Laden en al-Qaeda y a la que desde 2013 la brutal represión de al-Sisi, sigue diezmando. Además, la Primavera Árabe ha fortalecido reinos absolutistas como los de Mohamed VI en Marruecos o el de la familia Saud, en Arabia Saudita que han tolerado que el ente sionista, se sigue extendiendo, hasta este mismo momento, como el peor de los males sobre Palestina.

 

Guerras, guerras y más guerras hasta el fin

 

La desaparición del Coronel Gadafi, permitió que muchas organizaciones que operaban con baja intensidad en Argelia, Libia y Túnez, pudieran relanzarse a su antojo no solo por el territorio libio, sino al sur del Magreb en la franja conocida como el Sahel, particularmente en el norte de Mali, desde donde se han extendido a Níger, Burkina Faso y Chad, en la que operan dos poderosas organizaciones de igual a igual, no solo contra un cúmulo de ejércitos nacionales, sino contra los numerosos efectivos que bajo el sello de La Operación Barkhane, operan desde 2013 con una dotación de unos 5 mil militares franceses, a los que, en estos últimos años, se le han sumado efectivos de otras naciones europeas. Estos intentan contener con muy escaso éxito a las khatibas tanto del Estado Islámico del Gran Sahara como a la franquicia de al-Qaeda en esa región el Jamāʿat nuṣrat al-islām wal-muslimīn (Grupo por el Apoyo del Islam y de los Musulmanes) o JNIM.

 

El origen de este conflicto se remonta a 2012, con el alzamiento del pueblo Tuareg, que empujado por la muerte de Gaddafi, abandonó Libia, con importantes cantidades de armamentos y, aprovechando el golpe de estado que se desarrollaba en Mali, intenta recuperar su mítico territorio: Azawad. Dados los importantes intereses en minerales con que Francia cuenta en esa región, París, utilizando bandas integristas, copa y desactiva la revolución tuareg, dejando en ese lugar a cientos de muyahidines que se aposentan allí y comienzan el intento de crean un “Estado Islámico”.

 

En el continente africano, los integristas musulmanes ahora avanzan hacia el sur, consiguiendo establecerse de manera insipiente en la República Democrática del Congo y Mozambique, en este último país el grupo Ansar al-Sunna (Seguidores del Camino Tradicional o Defensores de la Tradición), en la norteña provincia de Cabo Delgado, ha provocado desde 2017 casi 5 mil muertos y el desplazamiento de casi 800 mil personas.

 

Otros grupos terroristas a lo largo del islam impulsados por el “éxito” que sus hermanos estaban teniendo en Siria e Irak, donde se conformó el Daesh, tras una disputa interna en el seno de al-Qaeda, con el obvio apoyo de Estados Unidos, Israel, Turquía y las monarquías del golfo, comienzan a reactivarse en frentes como Boko Haram en Nigeria, al-Shabab en Somalia, los propios Talibanes afganos, que definitivamente se han impuesto a los Estados Unidos no solo en el plano militar, sino también en el político, tanto que en poco tiempo más los veremos entrar en Kabul para volverse a hacer cargo del país, esta vez, de manera “democrática”. También en Pakistán e India, los grupos fundamentalistas han ganado cada vez más presencia, al punto de estar llevando a ambas naciones, potencias nucleares históricamente rivales , a una confrontación que cada año parece ser el definitivo.

 

La ola “reivindicatoria” ha llegado también al sudeste asiático tonificando las khatibas terroristas que operan en Indonesia, Malasia y Filipinas, que con el retorno de veteranos locales de las guerras de Medio Oriente, se han reactivado como es el caso del frente Abu Sayyaf, grupo con el suficiente poder como para tomar y controlar la ciudad de Marawi, de 200 mil habitantes, en la isla de Mindanao, desde mayo a noviembre de 2017, resistiendo el asedio del ejército filipino, junto a unidades norteamericanas y australianas.

 

La Primavera Árabe revitalizó a los movimientos rigoristas, alentados y financiados por Riad, no solo en países musulmanes, sino también en esas comunidades de países como Francia, Reino Unido, España, Alemania y Bélgica, que hicieron la vista gorda cuando miles de sus jóvenes “problemáticos”, radicalizados en mezquitas, madrassas y cárceles europeas, viajaban a Siria e Irak a librar su mal entendida yihad, los mismos que poco tiempo después retornaban a sus países de origen, para producir ataques que pusieron a Europa en un estado de alerta, que no vivía desde fines de la Segunda Guerra Mundial.

 

La llegada de cientos de miles de refugiados desde los puertos de Turquía y Libia, provenientes de docenas de países en los que la Primavera Árabe profundizó los conflictos no solo hizo zozobrar a la Unión Europa, provocando el Brexit, sino que terminó incubando “el huevo de la serpiente”, que esas mismas sociedades habían prohijado en su interior desde el fin del nazismo, permitiendo que hoy no solo ganen las calles, sino cada vez más bancas en todos los parlamentos, y hasta tomen el control de gobiernos como es el caso de Bulgaria, Polonia, Finlandia, Austria, Hungría o Suecia, entre otros, lo que quizás estén adelantado un próximo Invierno Europeo.

 

Guadi Calvo es escritor y periodista argentino. Analista Internacional especializado en África, Medio Oriente y Asia Central. En Facebook: https://www.facebook.com/lineainternacionalGC

 

 

 

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