El agujerito…

11/09/2013
  • Español
  • English
  • Français
  • Deutsch
  • Português
  • Opinión
-A +A
 

 

Una crónica ficcionada de una historia real de la resistencia en Orletti, el centro clandestino para la Operación Cóndor
 
Cuando despertó, aturdido por la sirena del tren, todo era oscuro y sucio frente a sus ojos.
 
El derecho no lo pudo abrir, pero con el izquierdo apenas si pudo divisar una ligera claridad que entraba por debajo de la capucha y activaba su pupila.
 
Ver no veía, pero de a poco empezó a sentir los golpes en la espalda, las quemaduras en los huevos y un corte profundo en la ingle.
 
Se enderezó como pudo y apoyó la cabeza contra la pared sobre la que lo habían tirado y se sintió un poco mejor.
 
Preguntó si había alguien con él y como no contestaron, se puso a pensar en su hermana, la única que estaba en la casa cuando lo chuparon y rogó al Dios que no existía, que no se la hubieran llevado; volvió a repetir lo que había gritado con desesperación a los hombres armados que irrumpieron como salvajes por delante y por detrás de la vieja casa con jardín al fondo: ella no tiene nada que ver, ella no tiene nada que ver.
 
Alcanzó a decirlo dos veces antes que un culatazo lo dejará medio desmayado y le pusieran una remera como capucha, le ataran las manos con un alambre con púas y a patadas lo subieran al auto.
 
Anduvieron por varios lados; paraban, bajaban y volvían a subir pero entre la capucha y lo mareado que estaba no alcanzaba a entender lo que decían.
 
Finalmente, subieron el auto a la vereda, esperaron que se levantara una cortina metálica y entraron el auto a un garaje o algo así.
 
Lo bajaron a patadas en el culo y a patadas en la espalda lo llevaron al primer piso para darle el primer tratamiento.
 
Pegaban y preguntaban por todo, pero poco a poco se fue dando cuenta que estaban detrás de los dólares que había traído el Leandro de Europa, y que debían llegar a Montevideo para aportar al sustento de los familiares de los presos y preservar lo poquito que quedaba de la organización.
 
Entonces se quedó tranquilo porque ellos ya sabían que había sido el Leandro el que entró al país en un vuelo de Panam, pero él no sabía donde se había escondido el cumpa, así que por más que pegaran o el aflojara….no le podrían sacar nada importante.
 
Pasaron las horas y trajeron a un compañero que tiraron al lado suyo.
 
Al rato trajeron a otro y mucho después entre ellos comenzaron a intercambiar palabras que él no entendía del todo porque hablaban de un modo que él nunca había escuchado.
 
Los dejo acordar entre ellos lo que necesitaban arreglar y se animó a preguntarles de donde eran, pero no le respondieron.
 
Así paso una noche y un día y otra noche.
 
Lo volvieron a llevar con los torturadores, y lo volvieron a tirar a lo que ya era su lugar en el mundo.
 
Entonces fue que lo dejaron con las manos libres y se pudo acomodar mucho mejor.
 
Miró por debajo de la capucha y vio que los dos compañeros ya no estaban
 
Se bajo del todo la capucha y pudo ver que la sala era pequeña, sucia y con manchas de grasa de auto y de sangre por todos lados.
 
Entonces fue que lo vio.
 
A unos dos metros de donde él estaba, a un metro y medio de altura, había un agujerito en la pared que lo llamaba a mirar por él.
 
Pero la primera vez no se animó.
 
Se volvió a poner la capucha y se durmió con la cabeza recostada contra el hombro.
 
La tercera vez que lo regresaron de la tortura se decidió.
 
Se arrastró hasta donde estaba el agujerito y se acomodó para poder mirar por él.
 
El susto fue mayúsculo puesto que al mirar al otro lado se encontró con un ojo que lo miraba y casi instantáneamente empezaron los gritos y los tiros que perforaban la pared a unos cuarenta centímetros de su cabeza.
 
Se dejó caer y apoyó la cabeza contra el suelo.
 
Calculó que sería por octubre de 1976, faltaban dos días para el cumpleaños de su hermana.
 
Ya tenía quince años y el no bailaría el vals en su fiesta; si hubiera fiesta.
 
Fue cuando su hermana cumplió cuarenta y cinco años que se decidió.
 
Tenía que volver a Orletti, ya era hora de enfrentar su historia y acomodar los datos que le daban vuelta como flechas encendidas que vuelan por el cielo, nunca se sabe bien donde llegarán.
 
Hacía poco que habían recuperado el lugar.
 
Después de la fuga lo habían clausurado y luego de la dictadura lo habían usado para diferentes empresas.
 
El último que lo alquiló había sido un hijo de puta que puso un taller textil clandestino a metros de donde los habían tenido secuestrados.
 
La metáfora perfecta se dijo: los secuestraron para que vuelva el trabajo esclavo y en el mismo lugar habían instalado un centro de trabajo esclavo.
 
Otra que el tiempo circular, se dijo.
 
Pero él tenía una obsesión.
 
La misma que lo había acompañado en todos esos años de encierro, destierro, regreso y búsqueda de la verdad para todos y para uno mismo.
 
Debía encontrar el agujerito que nadie había más había visto y era como la prueba de que su historia era verdadera.
 
No es que no le creyeran, ahora les creían, pero era él el que no se creía a si mismo, o sea que no se acordaba bien si lo vivió o lo soñó o lo escuchó en alguno de los lugares donde compartió encierro con otras y otros compañeros de modo tal que nunca sabía bien si lo había vivido o se lo habían contado.
 
Como decía el tipo ese de la película, no sabía si tenía el recuerdo de lo ocurrido o el recuerdo del recuerdo de lo que vivió.
 
Que no es lo mismo, aunque suene parecido.
 
Hizo toda la rutina como si no fuera él.
 
Agradeció las palabras de los trabajadores del sitio que lo recibieron.
 
Recorrió sin mirar la planta de abajo, donde había entrado el auto, recordó el foso donde tiraban lo que choreaban y subió a la planta alta.
 
Buscó donde lo habían tenido esos días y empezó a palpar centímetro por centímetro la pared pero no encontró nada.
 
Se desanimó y una sombra de tristeza le cubrió los ojos como si fuera más importante encontrar el agujerito que cualquier otra cosa en el mundo.
 
Ya había declarado en el Juzgado que los dos compañeros que pasaron unas horas con él debían ser los cubanos secuestrados porque en el 89 había viajado a Cuba y recién allí se dio cuenta que lo que hablaban esos dos cuerpos martirizados era en cubano.
 
Ya había descripto cada uno de los miserables torturadores y a más de uno lo habían identificado por su testimonio pero él solo quería encontrar el agujerito.
 
Se tomó un maté y se fue.
 
Pero a los tres días volvió y empezó a revisar de nuevo, con una lupa y decidido a no irse hasta encontrarlo.
 
Había agarrado un papel y ensayado dibujar cien veces la disposición de los cuerpos sobre la pared.
 
Tardó.
 
Tardó como tres horas pero al fin lo encontró.
 
Lo habían tapado con un bollito de papel y habían pintado encima pero lo encontró.
 
Hizo un gesto de victoria y se fue.
 
A la semana lo llamaron del Centro y la sorpresa fue mayor que la esperada.
 
El papelito no era un papelito cualquiera sino un pedazo de un informe de la Dipba sobre el Leandro.
 
El pedacito que faltaba en el informe que habían encontrado cuando recuperaron los archivos de la Dirección de Inteligencia de la Provincia de Buenos Aires y formaron la Comisión Provincial de la Memoria.
 
El papelito que explicaba porqué sabían tanto del Leandro, y del Alberto, y de la Nora, y de la Andrea y de él mismo.
 
El papelito que cerraba el circuito entre Anibal Gordon, la Triple A y el Estado Argetnino y terminaba con la ficción de que Orletti era un extravío de unos loquitos puestos a robar subversivos en vez de la verdad que ahora sabían de que era el lugar operativo del Operativo Cóndor pactado por Pinochet con Stroessner, Videla, los brasileros y los yanquis.
 
El papelito era más que un papelito, era la confirmación de la participación del Estado en los crímenes de la Triple A, en el secuestro de los cubanos y del hijo de Juan Gelman.
 
El papelito era el enlace entre todas la partes de Orletti.
 
Entre la habitación grande y la chica.
 
Entre el baño y la cocina.
 
Entre el dueño y la Side.
 
Entre el Ejército y la Marina.
 
Entre la Ford y la Banca Roberts, entre Martínez de Hoz y Alcides López Aufranc.
 
El papelito que tapaba el agujerito contenía la respuesta a todas las preguntas y acaso la principal: el agujerito no era fruto de sus delirios sino del tiro en la pared cuando él miró por el agujerito.
 
Sin el papelito, por el agujero se podía ver del otro lado de la pared que es como decir del otro lado de la vida.
 
Miró por primera vez y vio una habitación vacía pero parpadeó dos veces y volvió a ver lo que no vio aquella vez del 76, cuando otro ojo le tapó la visión.
 
Ahora si podía ver lo que había querido ver.
 
De un lado los represores y del otro los compañeros.
 
De un lado la omnipotencia del que se cree impune para siempre y del otro la dignidad del que no tiene otra cosa que defender que su identidad.
 
No somos iguales, se dijo.
 
Que no.
 
Nunca fuimos iguales.
 
No eran iguales.
 
De un lado del agujerito unos, del otro, los otros.
 
Y así será.
 
Secretario nacional de la   Liga Argentina por los Derechos del Hombre
 
https://www.alainet.org/en/node/79234
Subscribe to America Latina en Movimiento - RSS