Últimas palabras
20/10/2013
- Opinión
Últimas palabras, piezas oratorias a las que la censura de la hora suprema redujo a su esqueleto significativo.
Toda filosofía comienza con la idea de la muerte, toda palabra prepara la última.
Por vengarnos del final que nos alcanza, dedicamos frecuentemente nuestro último aliento a menospreciarlo. El centenario filósofo Zenón cae, se destroza un dedo contra la tierra, la impreca: “Ya voy ¿para qué me llamas?”, y se suicida.
Mediante la última palabra afortunada sigue el difunto hablando eternamente.
Pero así como la muerte inmortaliza, también desacredita, como al Nerón que sucumbe deplorando: “¡Qué gran artista pierde el mundo!”
El contexto mortal redime la banalidad. “Tú también, hijo mío” deriva su prestigio de la puñalada parricida. Sólo la cruz clava en la eternidad el “todo está consumado”.
La imposibilidad de aclaratoria aporta el tesoro de la ambigüedad. Vaya usted a preguntarle a Goethe si al pedir “más luz” quería que abrieran las ventanas o las mentes de la humanidad.
La trivialidad desdeña la muerte: Al beber la cicuta por buscar la verdad mediante la ironía, recuerda Sócrates “Le debo un gallo a Esculapio”.
Exalta la reputación de las últimas palabras el alardear de su condición postrera: rompe las filas Negro Primero y cae ante Páez a la voz de “General, vengo a decirle que estoy muerto”.
Las más célebres convierten el patetismo en proclama: consigna Bolívar en su testamento político: “Si mi muerte contribuye a que cesen los partidos y se consolide la unión, yo bajaré tranquilo al sepulcro”.
El legado feliz vale como última palabra. En su agonía, Anaxágoras pide a las autoridades de Lampsacus que cada aniversario de su muerte sea para los niños día de asueto.
A veces se quiere que el rigor de la muerte valide el de las leyes. Tras redactar la Constitución de Esparta, Licurgo la sanciona suicidándose.
Hay dicho en plena salud con valor de final. Le preguntan al santo qué haría de saber que morirá esa noche: contesta que lo mismo que está haciendo. Sabemos que moriremos algún día, y seguimos haciendo lo mismo.
Palabras hay que por únicas conocidas deben ser tenidas por finales. Parece que Rodrigo de Triana sólo hubiera dicho “¡Tierra!”
Es sospechoso que cuando las facultades se extinguen destelle la oratoria. Si las arengas finales fueran todas numinosas, las escuelas de filosofía estarían en patíbulos y hospitales.
Dependiendo de los testigos, las frases postreras suelen ser tantas que no se sabe cuál es la auténtica. “No soy más que polvo”, escribe sir Walter Ralegh al despedirse de su esposa. “Una aguda medicina, que cura todos los males”, llama al hacha del verdugo, pero también regala su sombrero a un anciano friolento declarando que lo necesitará más que él; rechaza la venda afirmando que si no teme al hierro, tampoco temerá su sombra, y dictamina que si la intención es recta, la posición para ser decapitado siempre será correcta. Bien podría haber muerto de viejo, mientras esperaba el verdugo a que terminara de decir frases ingeniosas.
Dudosas son siempre las últimas palabras, cuyos únicos testigos suelen ser asesinos, médicos, verdugos, herederos.
Se atribuye al utopista Tomás Moro apartar la barba de la línea de corte en el tajo alegando que “ésta no ha pecado”. Pero Moro jamás reconoció que su lealtad al catolicismo fuera pecado, y los retratos de Holbein lo muestran siempre cuidadosamente afeitado.
Recae especial sospecha sobre toda declaración final reseñada por enemigos. No parece creíble que Juliano el Apóstata cayera diciendo: “Venciste, Galileo”. Mucho menos que el protestante Levasseur, gobernador pirata de la Tortuga asesinado por piratas católicos, pidiera un cura para morir católico.
“Yo tampoco estoy en un lecho de rosas”, dice Cuautémoc desde el potro de tormento a otro indígena que se queja de los maltratos. Pero ¿Había en Tenochtitlan rosas, flores oriundas de China y el Oriente Medio? ¿Qué coraje trasuntaría la frase verdadera, cuyo aroma nos llega a pesar de la transculturación despreciable?
“¡Ah, españoles cobardes! Porque os falta el valor para rendirme os valéis del fuego para vencerme: yo soy Guaicaipuro a quien buscáis y quien nunca tuvo miedo a vuestra nación soberbia; pero pues ya la fortuna me ha puesto en lance en que no me aprovecha el esfuerzo para defenderme, aquí me tenéis, matadme, para que con mi muerte os veáis libres del temor que siempre os ha causado Guaicaipuro”. Así extiende José de Oviedo y Baños la despedida del gran guerrero, quien seguramente sabía que un macanazo vale por mil palabras.
“Volveré, y seré millones”, truena Tupac Katari desde el patíbulo, centella que fulmina todo comentario.
Tan peligrosos como los matrimonios in artículo mortis son los divorcios ideológicos que echan abajo toda una vida. Culmina sus días don Quijote afirmando que nunca hubo caballeros andantes; lo último que escribe Lautreamont es para afirmar que un solo libro edificante vale más que toda la poesía del mundo. Mucho revolucionario sale a venderse y no encuentra quien lo compre. Después de la palabra afortunada hay que saber callarse.
La frase final a su vez expira cuando la censura la atenúa para uso de menores. Lope de Aguirre mata a su hija al grito de “Muere hija, para que no seas colchón de tanto bellaco”. La mojigatería le imputa que la degüella para que no la vilipendien como hija de un tirano.
“Vivir, sólo vivir”, son las últimas palabras de Dostoievsky minutos antes de ser llevado al pelotón de fusilamiento del cual lo salva providencial conmutación que lo entierra en el sepulcro de los vivos de Siberia. La boca de la tumba presta a todas las sucesivas palabras fulgor perenne.
No hay para pagar a los empleados: últimas palabras de un Imperio.
Comienza la vida con un ay y termina con un ya.
Mamá es la primera palabra y suele ser la última.
Todas nuestras palabras son últimas.
Toda palabra innecesaria debería ser postrimera.
Toda voz sólo enuncia su fin.
¿Quién escuchará las palabras finales del último hombre?
Lo que menos debe uno apresurarse a decir son sus últimas palabras.
Domingo, 20 de octubre de 2013
Foto :Luis Britto García
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