Cuento de Navidad
24/12/2013
- Opinión
El reloj balbucea ocho campanadas de una cruda mañana de invierno. La niebla es tan densa que nos impide distinguir la silueta de un hombre embozado en una bufanda a ratos deshilachada; embutido en un apolillado abrigo de paño grueso y calzado con un par de botas desvencijadas y dos mitones que no pueden alejar los sabañones de sus dedos.
Atraviesa ahora una plaza cubierta de un grueso manto de nieve, todavía impoluta dado lo desvelado de la hora, y si contemplamos de cerca de nuestro madrugador amigo, observamos que va desgranando su paso con extrema lentitud.
Regresa de hacer la compra diaria, siempre a temprana hora para evitar todo contacto con sus convecinos y tener que contestar a impertinentes preguntas sobre su penoso estado de salud y situación financiera, pues se sabe ya abocado a la asfixia dada la metástasis de su cáncer de pulmón y su inanición financiera.
Anda por la setentena y evita con sumo cuidado resbalar en el hielo que acecha bajo la nieve, pues sabe que dado su estado no podría levantarse de nuevo. Caminando con dificultad y apoyándose en las paredes, logra ahora enfilar el sórdido callejón en el que tan sólo se escuchan sus pasos y su tos impenitente.
Su respiración jadeante se va congelando al contacto con el aire glacial por lo que acelera el ritmo cansino de sus pies helados hasta alcanzar la mísera puertucha que le aislará por un día más del resto del mundo.
Todos sus actos representan un sublime esfuerzo por ganar la carrera al frío que atenaza sus dedos y decide encender un fósforo para poder distinguir la llave precisa con sus ojos gastados y al cabo de segundos eternos traspasa por fin el umbral de la vida, hundiéndose en la sombría morada en la que habita su soledad.
Se siente satisfecho consigo mismo por haber ganado la batalla a la niebla y porque la nieve no cubrirá su cuerpo; mas la ansiedad de la búsqueda le ha provocado un nuevo acceso de tos virulento, no pudiendo evitar que se le desprenda la bolsa donde almacena la compra, rompiéndose en la caída el alimento más gustado por su paladar: una garrafa de vino.
Al cesar el ataque aún balbucea entrecortadamente y por momentos se aplica en restregarse la boca con su mugrienta bocamangas. Su fortaleza anterior se ha derrumbado y es presa en estos momentos de un ataque de nervios que le hace tambalearse hasta quedar arrodillado en el oscuro zaguán invadido de telarañas. Sin embargo, no todo son desgracias en la vida de los pobres y de repente recuerda que todavía conserva media garrafa del vino añejo que comprara el año anterior en ferias que guarda debajo del camastro para emergencias como la presente.
Receloso, traspasa el desentablado portón e inicia la ascensión a los aposentos del piso superior, lo cual representa una ardua tarea para sus piernas, debiendo hacer acopio de todas sus fuerzas para alcanzar el último escalón donde se inicia una angustiosa captura del aire que imperiosamente demandan sus pulmones.
Sabe que la muerte le está esperando al final del último peldaño de cualquier día y confía en que llegado ese momento, le conceda el tiempo suficiente para beberse de un trago el vino que necesita su lengua para contarle lo mucho que le ha esperado.
Todos sus desayunos acaban invariablemente con el suelo más próximo salpicado de leche y migas que van escapando de su boca, pues sus mandíbulas nunca se aceptaron bien. Consumada la operación, patea las salpicaduras con sus botas destachueladas y despaciosamente deposita la cuchara y el cuenco en el anaquel donde almacena el resto de cacharros, así como el azúcar que tanto gusta de comer en varias rebanadas de pan, ya que su dentadura no es la de antaño y sólo puede permitirse comidas suaves y muy masticadas.
Perdió todos sus molares el día que acudió al sacamuelas debido a una pequeña molestia que debió complicarse, pues luego de espantosos alaridos más una hemorragia sanguinaria de casi veinte horas, hubo de permanecer despanzurrado y para siempre desdentado y sólo su joven naturaleza, amén de ciertas pócimas recetadas por su madre le salvaron de caer en las temibles garras del sepulturero.
¡Qué alegría más sincera sintió días más tarde al saber que el vino sería bueno para cicatrizar las heridas de su boca!
Desde entonces nunca se ha abstenido de consumirlo, ya que siempre ha creído que el vino es tan consustancial al ser que sólo los niños y los muertos debían dejar de consumirlo.
Las libaciones, por otra parte, las realiza en la sola compañía de sus gatos y se reducen a cuatro o cinco jarras que sorbe con avidez en cuanto las sombras se van adueñando de su lóbrega morada.
Su única comida sólida se reduce a un puchero de sopa maloliente con que acompaña a los pocos arenques que sobreviven a sus gatos. Nunca bebe vino en tal ocasión, pues es de la opinión que ese néctar divino sólo debe saborearse cuando el paladar está totalmente virgen del contacto de otros sabores, cosa que nunca ocurre antes de la anochecida.
Todas estas operaciones son interrumpidas por el constante flujo y reflujo de unas llamas que indican a nuestro hombre la necesidad de reponer leña en un fuego que es su obsesión, pues está convencido de que el día que se le apague será su final, y para evitarlo, siempre dispone de un nutrido arsenal de troncos y astillas a su diestra. Asimismo, como quiera que el mantener el fuego e encendido sólo para calentarse representa un gasto superfluo a sus ojos, tiene siempre colgando un gran puchero con agua que hierve repetidas veces hasta convertirse en vapor.
La moquita de su enrojecida nariz y el aterimiento de sus manos disipan en estos momentos el ensimismamiento de nuestro hombre, avivándole la necesidad de encender el fuego en el viejo fogón. El rito de encenderlo le reporta una de sus mayores compensaciones, pues una vez brotadas las primeras llamas, pasa el resto de sus horas vigilando sus oscilaciones y recreándose en las formas que le dicta su escasa imaginación y sólo deja su cálida compañía para descender en busca de los troncos astillados con su hacha en los días buenos.
Hoy, sin embargo, ocurre algo inusual: la niebla obliga al humo a descender, impidiendo la formación de las anheladas llamas, y luego de una dura pugna entre el hombre y el humo, acaba éste venciendo y expele una amplia bocanada que invade hasta el último rincón de una estancia que por momentos se ha ido congelando.
Nuestro desangelado protagonista sabe que el humazo es el principal enemigo para su tos enfermiza, por lo que decididamente resuelve abrir el humilde ventanuco que da al callejón, dando así paso a la otrora enemiga niebla, que irrumpe ahora con alegría y se funde en un abrazo con una humareda que lucha por impedir su expulsión.
Toda la estancia queda ahora invisible a los ojos de nuestro mentado amigo, que ya no sabría decir dónde se ocultan sus gatos ni si podrá sobrevivir alguna de las escasas viandas de la alacena a su ataque camuflado. Rápidamente empuja los postigos del ventanuco y logra así salvar su vida de una muerte segura, anunciada por la niebla gélida. Todavía con el corazón acelerado, se deja caer en la banqueta totalmente exhausto, sintiendo que la sangre borbollonea en sus sienes y el pulso se le dispara en las manos.
La tensión del momento le ha hecho olvidarse momentáneamente de su cuerpo, pero ahora no puede impedir que el humo acumulado en sus pulmones durante el entreacto, salga al exterior entre violentos espasmos de tos, mientras todo su organismo se estremece con escalofríos y sabe que ahora la lucha será contra la humedad que ha logrado calar sus huesos.
Desesperadamente se abalanza contra el fuego, al par que golpea con ahínco las yemas de sus dedos hasta notar que la sangre vuelve a circular por sus miembros. Transcurridos unos minutos, el calor ha reanimado ya su macilento cuerpo y va haciendo manar abundante moquita de su sonrosada nariz y de un bolsillo agujereado saca un mugriento pañuelo y se enjuga con rabia la moquita, sonándose estruendosamente.
Decide al fin sentarse en el rellano del fogón, de espaldas al fuego y mientras el calor va hormigueando su columna, se mesa unos grasientos cabellos con sus toscas manos y el cálido ambiente consigue serenar sus ánimos y le sumerge en un ligero sopor que hace doblegar sus párpados, todavía lagrimosos por el humo.
No podría decir cuánto tiempo permanecerá en esta postura, pues ya ha entrado en el reino de los sueños, donde siempre consiguió cerrar las puertas a los muchos desengaños habidos en su vida. No obstante, está visto que hoy nada será como de ordinario….
Sus devaneos oníricos le conducen ya hasta una sórdida cocina en la que dormita un hombre de edad indeterminada y que esconde su rostro entre las rodillas, de espaldas a un fuego que crepita arrítmicamente. De repente, descubre que de su retostada chaqueta comienzan a insinuarse pequeñas llamaradas que no tardan en extenderse a su pelo y terminan por prender con fuerza en sus cabellos.
¡Intenta avisarle que va a morir calcinado, pero las palabras no brotan de su garganta y ve como las llamas van consumiendo casi todo su pelo…! De súbito, un estrépito de pucheros confundido con un grito de dolor proveniente de otro mundo le despiertan de su profundo letargo y todavía semidormido se palpa la espalda, comprobando con horror que tanto la chaqueta como parte de su cabellera están chamuscadas.
Aturdido por el dolor, le vemos retorcerse frenéticamente por el áspero suelo, logrando tras dolorosos momentos sofocar el fuego de requemada espalda, mas el destino que parece haberle abandonado a su suerte, no ha dispuesto todavía el fin de sus sufrimientos en esta tierra y arrastrándose entre bufidos se dirige ahora por el estrecho pasillo hasta el triste cubículo donde aguardará la llegada del nuevo día. Sin tiempo siquiera para desvestirse, arroja su cuerpo lejos de su pesada ira, hundiéndose de vergüenza en el irregular colchón de lana y prorrumpiendo a continuación en amargos sollozos.
Llegados a este extremo, sentimos la imperiosa necesidad de respetar su dolor y a través de un ventanuco sin postigos nos asomamos al exterior donde vemos desprenderse diminutos copos de nieve. Debe ser mediodía aunque la baja temperatura nos impide oír las campanadas del reloj que quedan congeladas en su boca.
La niebla va levantando sus faldas y distinguimos ya chimeneas humeantes luchando contra el viento helado y tejados multiformes sumergidos en una inmaculada capa de nieve que ahora recibe una considerable lluvia de bolazos arrojados por manos invisibles.
Hora es, no obstante, de volver con nuestro infortunado amigo que yace ahora tumbado sobre el camastro. Diríase que su maltrecho cuerpo ha encontrado al fin el descanso que deseó, mas pronto salimos de nuestro error al percibir unos sonidos inconclusos que van aumentando en intensidad hasta convencernos de que está roncando. Duerme boca arriba y respira con dificultad lo que le lleva a emitir silbos monocordes acompañados de variadas voces guturales y el sufrimiento padecido en su vida se refleja en las comisuras de unos labios que contrae horriblemente.
Han debido transcurrir varias horas desde que nuestro hombre entró en sueños, pues la luz que se filtra por el tímido ventanuco está agonizando y únicamente adivinamos vida en la estancia por unos roncos suspiros que poco a poco dan paso a una respiración queda y a una expresión de bienestar que ahora dibujan sus maltrechos labios.
Qué no daríamos por conocer los sueños que llenan de felicidad a nuestro amigo...!.Mas ya no hay tiempo para averiguarlo pues nuestro ruidoso amigo se va desvelando por momentos ayudado por un colchón carnívoro que lo ha ido succionando hasta sus fauces.
Luego de ímprobos esfuerzos, es arrojado violentamente del colchón, cayendo de bruces al roído suelo mas saliendo milagrosamente incólume del tropiezo, excepción hecha del único incisivo que permanecía todavía intacto. A pesar de la abundante sangre que se vierte por el hueco del diente roto y gateando a oscuras, intenta alcanzar la palangana para lavar la sangrante encía.
Tras alcanzar su objetivo, sumerge totalmente la cabeza en un agua que queda teñida de rojo, taponando después la oquedad con el viejo trapo que anuda en su mano y que aprieta ahora fuertemente con los últimos dientes que le quedan en pie. En esta postura permanece incontables minutos hasta percatarse de que la sangría ha cesado, aprestándose entonces a buscar la palmatoria que descansa en la desollada silla.
A tientas, palpa la forma familiar de la raída bujía y sacando una caja de fósforos de su pantalón, prende la mecha de la que surge vacilante un destello luminoso que desafía la brutal oscuridad en la que está sumergida la habitación.
Ya recuperado de la experiencia vivida, siente que la encía comienza a molestarle nuevamente y como quiera que el mejor remedio para tales males es el vino, se desliza debajo del camastro hasta topar con una garrafa que victoriosamente saca ahora envuelta en polvo, pelusa y telarañas.
Tras limpiar detenidamente el angosto cuello de la vasija, ase firmemente la frágil posadera del recipiente y entornando los ojos comienza a beber con fruición. El tiempo y las dolencias parecen desaparecer para nuestro ínclito amigo al contacto líquido y aunque la garrafa no está llena, se diría que al ritmo que lleva pronto acabará con ella.
Pero será preciso que regresemos al mundo exterior, donde la niebla ha vuelto a cubrir los tejados del horizonte y una espesa capa de nieve tapona ya la mitad del ventanuco. Deben ser ya las ocho de una tarde agonizante, aunque no podríamos afirmarlo con seguridad ya que las campanas del reloj continúan con moquita en sus badajos.
La noche se presenta totalmente despiadada e indudablemente va a resultar crucial para el futuro de nuestro descompuesto amigo. Las fuerzas le van abandonando por momentos y su cabeza comienza a desvariar, fruto del ayuno a que se ve forzado por las extrañas circunstancias de este día y que le hace ahora revivir a la luz de una vela que se va consumiendo los días de su infancia.
Una profunda amargura invade en estos momentos a nuestro derrotado amigo, al constatar la inutilidad de su existencia y el vacío de su corazón, mas diríase por el extraño brillo de sus ojos desvariados que este pobre hombre, lejos de su pasado y huyendo de su futuro, ha adoptado una drástica decisión.
Fortalecido por la resolución tomada, le vemos ahora erguirse con la palmatoria en una mano y la garrafa en la otra y salir rápidamente de la alcoba para ahuyentar a sus fantasmas, encaminándose por el estrecho pasillo hasta la cocina donde esperará la llegada de la muerte.
Haciéndose un hueco entre pucheros y cachivaches, apoya la sudorosa vela en una hendidura de la chimenea y se sienta recostado en una pared dispuesto a compartir con el vino su solitaria despedida. Le vemos ahora llevarse la garrafa a sus labios resecos y beber con parsimonia, consciente de que cada trago puede ser el último y paladeando el agridulce sabor de una vida que se le escapa por las rendijas de sus dedos.
¡Ya no cuentan los minutos para nuestro misántropo amigo, pues de su estómago depende el tiempo que tardará en consumir el néctar de su agonía! De momento, los primeros tragos han logrado entonar sus vísceras y el alcohol ingerido comienza a surtir sus efectos haciendo brillar sus pupilas y animándole a tararear desabridamente una monótona salmodia.
¡Tendríamos que ver cómo se ilumina la lóbrega estancia a la luz de los destellos de su garrafa y cómo se deshiela el congelado aposento al calor de sus tragos espaciados...! Se diría que nuestro taciturno personaje es dichoso por vez primera: al fin se sabe libre de la herencia de su pasado y apura ya gustoso las últimas gotas de su futuro.
Entre tímidos estertores de una llama agonizante, entrevemos ahora a nuestro hombre con la inapetencia del que se sabe próximo a la muerte y casi de inmediato, le sobreviene un repentino vahído y queda exánime en el suelo, sangrando por la boca a borbotones, mientras el resplandor de la llama se desvanece con un postrer guiño de complicidad y un silencio mortal invade ahora el tétrico aposento.
Todo rastro de aliento vital desaparece por completo de nuestro malogrado amigo cuyo espíritu vaga ahora flotando por estrechas callejuelas, doblando sin cesar esquinas hasta desembocar en un solitario callejón que muere en una vivienda de aspecto contrahecho.
Sin poder impedirlo, traspasa una mísera puerta y penetra en un oscuro zaguán poblado de telarañas, ascendiendo sin interrupción hasta el piso superior donde le espera una hermosa mujer de rubia cabellera que cubre su sensual cuerpo con un vestido de tul y que en estos momento se dispone a cerrar los ojos desorbitados de un cuerpo que yace sin vida rodeado de un charco de sangre coagulado.
La bella señora esboza una mueca de complacencia al tener ya la absoluta certeza de que el espíritu de nuestro amigo la ha deseado casi tanto como anheló su cuerpo abandonar la vida y firmemente resuelta a seducirlo, aproxima lentamente su ingravidez hacia el espacio inmaterial del espíritu, esgrimiendo su sonrisa más seductora y un irresistible fulgor sensual en sus ojos.
Nuestro viejo amigo se sabe ya irreversiblemente prisionero de su magnetismo mortal y se sumerge en sus amorosos brazos recibiendo enamorado su frío beso, fundiéndose a continuación su inexistencia espiritual con la materia que yace inerte en el suelo.
Las campanas gimotean ininteligibles tañidos de un níveo amanecer invernal...
- Germán Gorraiz López es analista internacional
https://www.alainet.org/en/node/81981
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