Turismo depredador
09/04/2010
- Opinión
Dentro de unos años, los grandes hoteles remedarán a la orilla de las playas el paisaje urbano que ya se da en las precarias capitales centroamericanas: un entorno degradado con islas amuralladas en el que adentro, tratando de no ver lo que sucede afuera, viven los que pueden pagar.
El lago de Atitlán en Guatemala, el mismo al que el escritor Aldous Huxley calificara como el más bello del mundo, está siendo atacado por una bacteria, la cianobacteria, que está transformando su agua transparente en un líquido color café que se ve como una mancha en la superficie del lago. La cianobacteria crece como resultado de la creciente contaminación.
Atitlán es el segundo destino del turismo que llega a Guatemala, un país que tendría mucho que ofrecer al llamado turismo cultural y ecológico, pero ya este año se notó una merma considerable que ha dejado a muchos de los que viven de él al borde de la quiebra. ¿Quién quiere ir a pasear a un sitio en el que la contaminación ambiental está transformando de forma tan drástica el entorno?
Durante años, la cada vez mayor población que rodea al lago ha vertido sus aguas servidas, sin tratamiento, en él, y los ríos que lo alimentan arrastran residuos de fertilizantes, insecticidas y fungicidas utilizados en la agricultura de las zonas circundantes. Éstas, por demás, han sufrido la depredación del bosque desde hace mucho tiempo, porque en ellas domina el minifundio, mismo que escala pintorescamente las montañas del llamado Altiplano Occidental guatemalteco, pero que es la expresión de una de las más desiguales distribuciones de la tierra cultivable en América Latina. La miserable masa de población indígena que no puede vivir, entonces, de lo que le da la poca tierra que posee, vuelve los ojos al turismo que visita la región buscándolos a ellos, que son expresión contemporánea de una de las más sofisticadas culturas precolombinas de América, los mayas, y a las belleza del entorno en el que viven.
Pero todo esto sucede sin la más mínima planificación, dejado a la mano de dios, regido por las leyes del mercado. El resultado es el desastre que se vive actualmente, porque el turismo que se desarrolla es uno depredador, es decir, miope y egoísta, que busca resarcirse rápidamente de las inversiones hechas sin importar las consecuencias.
Al otro lado de istmo centroamericano está Costa Rica. Como el resto de la región, es un país sumamente atractivo desde el punto de vista natural. Situado entre dos océanos, el Pacífico y el Atlántico (que aquí se llama Mar Caribe), es atravesado por una cordillera volcánica que le otorga gran variedad de microclimas y una variada flora y fauna. Sus playas en ambos mares, fácilmente accesibles, constituyen también, al igual que el Atitlán guatemalteco, puntos de atracción para el turismo.
Pero desde que en Costa Rica entró a desarrollarse la “industria sin chimeneas”, a raíz del cambio de perfil que han implicado las reformas neoliberales impulsadas desde la primera mitad de la década de los 80, el otrora idílico paisaje de las playas ha ido cambiando drásticamente, sobre todo en la costa del pacífico, que ha sido el sitio preferido para el asiento de grandes proyectos que implican la construcción de complejos hoteleros que requieren de una infraestructura sumamente agresiva con el medio ambiente: arrasamiento de manglar, desecación de humedales, vertido de aguas residuales sin tratamiento, mal tratamiento de los desechos sólidos, etc.
Al igual que como sucede con la maquila, lo que la población que vive en las zonas circundantes a estos proyectos recibe es trabajo. Trabajo precario, y la influencia de la cultura “cosmopolita” que traen consigo los hoteles y restaurantes, que son propiedad “de ellos”, es decir, de norteamericanos, italianos, suizos, canadienses, holandeses, españoles o ingleses. Los grandes complejos turísticos nacen y viven de espaldas a los pequeños y misérrimos pueblos de los alrededores, que solo son tomados en cuenta como atractivo exótico al que eventualmente se puede llegar guiado por algún “nativo” local.
Al igual que el guatemalteco, es un turismo ajeno al entorno, que lo impacta en su equilibrio ecológico y cultural. “Es el precio del desarrollo” arguyen los que se frotan las manos viendo crecer año con año la llegada de turistas. Pero no, son las consecuencias del maldesarrollo, del desarrollo miope como el que existe en Guatemala. Dentro de unos años, los grandes hoteles remedarán a la orilla de las playas el paisaje urbano que ya se da en las precarias capitales centroamericanas: un entorno degradado con islas amuralladas en el que adentro, tratando de no ver lo que sucede afuera, viven los que pueden pagar.
Es matar a la gallina de los huevos de oro.
- Rafael Cuevas Molina / Presidente/AUNA-Costa Rica
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